1990 - Ciclo A
3º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35
Aquel día, el primero de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentabais por el camino?» Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto, ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado, porque fueron de madrugada al sepulcro y no hallaron el cuerpo de Jesús. Al regresar, dijeron que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él esta vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, como os cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con, ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.
SERMÓN
Cuando Lucas escribe su evangelio ya han pasado más de cincuenta años desde que han sucedido los hechos que relata. El los ha venido escuchando repetidas veces, narrados y predicados en las reuniones que realizan, especialmente los domingos, los cristianos, cuando al mismo tiempo se reúnen a partir el pan, repitiendo el gesto del Señor en su última Cena. Es posible que para entonces ya hubiera también muchos relatos y discursos de Jesús escritos.
Pero hay que pensar que el cristianismo naciente era sobre todo una comunidad de vida y de esperanza que no sintió la necesidad de fijar nada por escrito. Y Jesús no es un Mahomma o un Confucio que , en la leyenda al menos, se dedican a dictar libros, como el Koran. Ni es tampoco un maestro a la manera farisea que compila en pergaminos consejo tras consejo, hoja tras hoja. Jesús es otra cosa: viene a insuflar una nueva vida que proviene directamente de un Dios que se ha querido manifestar no en puras palabras sino precisamente en él, la persona de Cristo.
Esto es algo que tenemos que recordar constantemente cuando se habla de revelación cristiana. La revelación no es una cantidad de secretos divinos expresados en palabras escritas o habladas que Dios nos dirigiera. La revelación es el mismo Dios que se presenta a nosotros, no para enseñarnos cosas sino para dársenos él mismo en amistad. Lo fundamental del cristianismo no son las normas de vida que nos propone, la cosmovisión o filosofía de la existencia que nos enseña, la doctrina social que pregona, sino antes que nada y fundamentalmente un encuentro personal, amical, gozoso con el Dios que, adoptándonos como hermanos de Cristo, nos llama a compartir su vida. Aún conservando la distancia, vean, Mahomma no es lo importante, lo importante sería el Korán, del cual él fue un intermediario, un profeta. Confucio lo mismo, lo que importa son las enseñanzas que dejó. Dígase lo mismo de cualquier maestro sobre cualquier campo del actuar o del saber. Pero en el cristianismo lo que es secundario son precisamente las enseñanzas, lo que interesa en cambio es la persona misma de Cristo. El es nuestra salvación: en su amistad alcanzamos la vida divina.
Es algo que ya los cristianos interlocutores de nuestro evangelista Lucas no terminaban de entender.
Al principio quizá si: desaparecido físicamente Cristo la Iglesia de la primera generación esperaba una vuelta inmediata del Señor, su segunda venida en gloria y majestad, en donde se vengaría del fracaso de la cruz y consolaría definitivamente a los cristinos que por seguirlo han sufrido problemas y persecución.
Pero ya la generación a la cual escribe y habla Lucas ha perdido esta ilusión infantil de un pronto regreso del Señor. La Iglesia ya está instalada como una organización dispuesta a permanecer. Ya se han dado cuenta de que el fin de los tiempos está lejos y mientras tanto es necesario continuar de otra manera la obra de Cristo e ir, a través de las generaciones, juntando a aquellos que serán elegidos para compartir la vida de Dios en la eternidad.
Pero esta instalación en el mundo, mediante las estructuras eclesiásticas y la liturgia corre el peligro de arrutinarse, de hacerse poco vivaz, no comprometida, esclerotizarse en costumbre. Y la figura de Cristo, a transformarse en el antiguo recuerdo de alguien que vivió hace muchos años dejando excelentes enseñanzas y, aunque triunfalmente resucitado, alejado del mundo, sentado muy lejos a la derecha del Padre, como decían ya las profesiones de fe de aquella época.
Es por eso que Lucas, entonces, siguiendo el esquema de una Misa de su propia época, trae a colación este episodio de los discípulos de Emaús, para mostrar, a estos nuevos cristianos para los cuales escribe, qué es lo que debe ser realmente una Misa.
Vean, a veces es importante cambiar la perspectiva para entender qué es lo que quieren decir ciertos pasajes evangélicos. Porque uno podría haber pensado: "antes que nada, esto que hemos leído es un recuerdo de una de las apariciones de Jesús y ¡oh casualidad! se asemeja a nuestro actual esquema de la Misa": primero, la liturgia de la palabra: Jesús explicando las Escrituras y, después, la liturgia de la eucaristía, en la posada, cuando Jesús parte el pan con sus discípulos.
Pero no es así, es al revés: Lucas no tiene ningún interés cuando escribe su evangelio de hacer historia de Jesús, ni de recoger todas sus palabras ni todo lo que hizo antes de Pascua ni de recordar todas las veces que luego se apareció.
De hecho los recuerdos y palabras y hechos de Cristo estaban tan presentes en la memoria de la iglesia de esa época que nadie se ocupó de escribirlos. ¿Para que escribir lo que todos perfectamente sabían? Cuando los evangelistas escriben sus evangelios no es para que no se pierdan esos recuerdos, ‑como de hecho después muchos se perdieron‑, sino que, como ellos eran predicadores, teólogos, de lo que todo el mundo contaba, sabía y repetía, elogian los hechos y palabras de Cristo que les podían servir en cada ocasión para impartir la enseñanza o la exhortación que sus oyentes a su juicio necesitaban. Los evangelios no son estrictamente historia sino construcciones teológicas realizadas con determinadas intenciones pastorales y que se compusieron con hechos y palabras que todos conocían y nadie pensó que sería importante escribir para el recuerdo. Por eso se salvaron del olvido solamente los acontecimientos y discursos de Jesús que les interesaron a los evangelistas destacar para sus predicaciones, para sus enseñanzas teológicas.
Y acá Lucas piensa antes que nada en qué decir sobre las reuniones eucarísticas que realizan los cristianos y que él ve desvaídas, desprovistas de vida, monótonas, maquinales, reflejándose luego en una vida sin tensión apostólica, sin entusiasmo, sin alegría.
Y para ello recurre, de los viejos recuerdos que corren de boca en boca de las apariciones del Resucitado, a éste especialmente apto para transmitir su enseñanza, sin por otra parte interesarle excesivamente que lo esté contando tal cual había ocurrido hacía cincuenta años, sino adaptándolo a su propósito. Si uno quisiera forzar el concepto podría afirmar que el evangelio que leímos más nos está hablando de una misa de la época del evangelista Lucas que del episodio real que sucedió a los discípulos de Emaús.
Y lo que quiere decir Lucas a los suyos es que los cristianos deben revitalizar la conciencia de la presencia resucitada de Cristo en sus vidas y en la Iglesia. El Señor no se ha ido, ha sido si glorificado, pero eso no significa ninguna distancia espacial, sino una nueva manera de ser, metamorfoseada, en la cual estando Cristo junto a nosotros y en todas partes nos es humanamente imperceptible porque nosotros mismos aún no hemos sido transformados y nuestros sentidos y nuestro cerebro son incapaces de percibirlo. Como son incapaces de percibir todo lo que está más allá del violeta y más acá del rojo, o como somos incapaces de captar con nuestros tímpanos las ondas de radio y televisión que pueblan el espacio.
Pero aunque no sea posible aún verlo y tocarlo, conocerlo, si podemos reconocerlo, sobre todo en momentos privilegiados de nuestra vida cristiana como son justamente los de nuestro encuentro con El en la oración alimentada por la meditación, por la Escritura y en la Eucaristía.
Así hemos de leer este episodio de Emaus, no como un mero episodio de la resurrección de Jesús sino como una meditación de Lucas sobre la presencia de Cristo en la Iglesia, en la escritura y la eucaristía. O mejor una meditación de cómo hemos de vivir esta presencia:
Saliendo primero de la actitud del puro recuerdo, del saber algo de quién fue Jesús , el profeta poderoso en obras y en palabras ,y quizá con las falsas esperanzas desilusionadas porque no pasa nada,"nosotros esperábamos que él libraría a Israel" Vean, las esperanzas mal puestas en Jesús. El Cristo maestro que en el fondo no les cambiaba la vida y aún los desilusionaba, porque parecía no servir demasiado para solucionar sus problemas temporales.
Y, de pronto, el comienzo del descubrimiento, empiezan a comprender; la palabra de Dios que se hace incisiva, mordiente, que ardía en sus corazones, porque realmente iban entendiendo lo que oian .Y, finalmente, el encuentro vivo con Jesús en la eucaristía, que los hace regresar inmediatamente ya tarde, cuando todos se han recogido para dormir, a Jerusalén para anunciar, transmitir, entusiasmados, llenos de alegría, la experiencia maravillosa que han tenido.
En eso tienen que transformarse las reuniones eucarísticas, nos dice Lucas. Y en encuentro con Cristo nuestra oración, nuestras lecturas, nuestra meditación. Y en reconocimiento vivo del Señor nuestro partir el pan con El, nuestra comunión.
El Señor no está muerto, tampoco se ha ido lejos de nosotros, está "con nosotros" de una manera realísimo y concreta, y cada uno debe intentar reconocerlo presente constantemente al lado en su vida, y hacer de él no un recuerdo, no un puro maestro de doctrina, no un Dios lejano, sino amigo incansable, jefe que comparte mi trinchera y que, aún en medio de dificultades y combate, es capaz de darme fuerza y alegría, para no solo seguir adelante sino anunciarlo también con gozo a mis hermanos.