Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1992 - Ciclo C

3º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

            Natanael, hoy nombrado entre los que estaban pescando con Pedro, no parece ser uno de los doce apóstoles. En realidad es nombrado solamente en el evangelio de San Juan. Los demás evangelistas nunca lo mencionan. Por eso la Iglesia Ortodoxa suele identificarlo con Simón el Cananeo, porque el evangelio dice que era proveniente de Caná; pero ésta es una conclusión errónea, porque cananeo viene del arameo qa­ne'ana, que significa zelote, y no de la ciudad de Caná. Entre los católicos, desde el siglo IX con Ish'odad de Merv se lo suele identifi­car con Bartolomé porque, del mismo modo que Natanael es nombrado detrás de Felipe cuando aparece por primera vez en Juan, así el nombre de Bartolomé aparece detrás del de Felipe en casi todas las listas que tenemos de los apóstoles. Otros, como el nombre Natanael significa en hebreo "Dios ha dado", tienden a asimilarlo con Mateo, cuyo nombre significa "don de Yahvé". Pero la verdad es que todas estas identifi­caciones resultan forzadas. Es mejor admitir que no era uno de los Doce. En realidad en Juan, Natanael cumple el papel de representar a los judíos piadosos que se acercan a Cristo. ¿Recuerdan? Aquel al cual Jesús había "Este es un verdadero israelita, un hombre sin doblez". "Te vi antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera." A lo cual Natanael, sorprendido, había contestado: "Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tu eres el Rey de Israel." Y Jesús: "Porque te dije: 'Te vi debajo de la higuera' crees. Verás cosas más grandes todavía"

            Pues bien, ahora Natanael está viendo cosas más grandes. Es toda la distancia que media entre una religión supersticiosa, puramente humana y el cristianismo. El primer encuentro de Natanael con Jesús había terminado en una creencia primaria, una adhesión terrena a la figura de Jesús como solución temporal, política: "Tu eres el Rey de Israel". Adhesión suscitada por ese conocimiento parapsicológico que Jesús había demostrado de lo que Natanael había estado haciendo debajo de la higuera. La impresión que puede causar un adivino, un tirador de Tarot, el tercer ojo de un Gurú y, ampliando la cosa, todo aquello que en el orden de los poderes mentales son capaces de realizar ciertos hombres más o menos enfermizamente dotados de fuerzas paranormales, de poder sobre las masas, de controles mentales... Es el tipo de capacidades no demasiado manejables que, auténticas o fraguadas, poseían o poseen los brujos, los chamanes, los drúidas, los gurues, los yogas, los hechiceras, los curanderos, ciertos predicadores protestantes, ciertos dirigentes de diversas sectas y aún ciertos políticos... Y los que los siguen lo hacen buscando precisamente las soluciones, ayudas o seguridades que esos poderes parecen poder dar a sus problemas o incertidumbres.

            Es alrededor de estas fuerzas, de estas adhesiones, de esta búsqueda de refugio en lo maravilloso, en lo extranormal, que se han construido, desde la noche de los tiempos, multitud de religiones falsas, ofreciendo fáciles soluciones temporales a los carencias de los hombres. Aún hoy, en nuestros días, sectas, magos, parapsicólogos, 'país' umbandas y otras yerbas hacen su agosto explotando la credulidad de la gente y su ansia de falsas seguridades y esperanzas.

            La revelación hebrea había combatido muchísimo todas estas supersticiones y brujerías, haciendo poner al hombre su seguridad en el cumplimiento de la ley de Dios y el ejercicio conciente de su libertad e instándolo a huir del recurso a estas oscuras fuerzas del subconsciente. Solo Dios era el gobernador omnipotente del Universo, y lo hacia a través de las fuerzas naturales de la materia, no de genios, demonios, trasgos, hadas o falsos dioses.

            Aún así las perspectivas de los judíos no miraban más allá de los límites de este mundo y su esperanza se cifraba en la restauración política del pueblo de Israel, bajo el mandato de un Rey de Israel, que sería su libertador.

            Natanael, impresionado por el conocimiento de Jesús piensa, cuando se topa con él, haber encontrado finalmente ese Rey, ese Mesías.

            Es claro, todavía Cristo no ha sufrido su transformación pascual, no ha pasado a la esfera del Padre, no ha resucitado. Que eso es lo que significa la Resurrección: no una vuelta a lo humano, no una sanación del hombre, una victoria terrena sobre la muerte, una salud biológica obtenida para siempre, no, la resurrección significa la conquista de un reino superior, la rotura del límite del tiempo y del espacio, la superación de lo natural, de lo mundano, y la introducción del hombre en el ámbito de lo divino. Por fin aquí si entramos en la verdadera religión: De la superstición de la naturaleza y de lo terreno y de lo humano y de sus fuerzas conocidas o desconocidas, a la religión cristiana de lo trascendente, del creador, del que es y eleva y salva al hombre de su límite en Jesús el Señor.

            Es verdad que no todos los que se afirman cristianos saben lo que esto significa. Muchos viven su cristianismo supersticiosamente, a la manera de las religiones paganas, buscando en él lo maravilloso, lo milagroso y poniendo su esperanza en Cristo solamente para las cosas de este mundo, como lo hacen tantos predicadores protestantes.

            A la manera de Natanael la primera vez que se encontró con Jesús. A la manera como los medios de difusión pintan a la Iglesia, como una mera institución humana, más o menos politizada, que cuanto mucho cuida la moral, la justicia social y posee algunas obras benéficas como escuelas, asilos, grupos de ayuda a los necesitados, leprosarios y, de vez en cuando, produce algún milagro.

            Pero hoy Natanael ha de corregir esa impresión. Porque se ha encontrado finalmente con el Resucitado.

            También nosotros debemos aprovechar este tiempo de Pascua para ponernos en contacto con el verdadero Jesús; no solo el maestro, no solo el hacedor de milagros, no solo el buen consejero, el líder, sino con el Viviente, el Resucitado. Pascua nos llama al encuentro con el Trascendente, con la vida de Jesús que, a pesar de las apariencias externas, late en el misterio de la Iglesia, mucho más adentro que en las actividades exteriores de sus componentes; en el flujo de vida que, proveniente de Cristo, es capaz de transmitirnos en su palabra y sus sacramentos dándonos la vida misma del Resucitado, la vida de Dios, la vida eterna.

            Y eso es fundamentalmente lo que nos acerca el oficio pastoral de los que están a cargo de la dirección de la Iglesia. Oficio que depende del poder de Cristo y no de sus cualidades humanas. El Señor confiere a Pedro el pastoreo de sus ovejas en el contexto del recuerdo de su debilidad: tres veces lo ha negado; tres veces ahora le exige la promesa de su amor y de su fidelidad.

            Pero una cosa es el oficio de pastor, de la cual en el evangelio de hoy, el ejemplo es Pedro, a quien por otra parte, aún nombrándolo pastor, se le señala que es pastor de ovejas ajenas: "Apacienta mis ovejas", "apacienta mis corderos". En realidad Jesús es el único y verdadero Pastor: "Yo soy el Pastor", "ellas son mis ovejas", lo escucharemos decir el domingo que viene. Y además con una eficacia que de­pende de hacer y decir lo que quiere Jesús, no lo que a Pedro se le antoja: Pedro ha estado pescando toda la noche por iniciativa propia y nada ha atrapado. Recién pesca en abundancia cuando obedece la voz del Señor.

            Una cosa -digo- es el oficio del pastor que algunos han de cum­plir en la Iglesia y otra el ser verdaderamente discípulo de Cristo, cosa que han de ser todos, tanto pastores como rebaño. Y en el evange­lio de hoy y todo el cuarto evangelio, este papel lo cumple el discípulo amado, y que por supuesto a la vez ama a Jesús. En realidad éste es el importante, éste es aquel al cual el cuarto evangelio destaca y no a Pedro. No hay que confundir a la Iglesia con los obispos o con los curas. La Iglesia es el pueblo de Dios, integrado fundamentalmente por hombres y mujeres que en el mundo o en el claustro quieren vivir como discípulos de Cristo, como el discípulo a quien Jesús amaba.

            Y esto lo destaca muchas veces el evangelista: En la última cena Pedro no puede hablar directamente con Jesús, pues está a distancia de él. Pedro tiene que dirigirse a Jesús mediante el discípulo amado, que está más cerca, recostado en su pecho. Pedro no puede entrar en el palacio del sumo sacerdote donde está preso Jesús hasta que el discípulo no lo hace ingresar. El discípulo es el único que nunca abandona a Cristo y lo acompaña hasta la cruz. No es Pedro a quien Cristo mori­bundo encarga el cuidado de su madre, sino el discípulo amado a quien adopta como hermano. Es el que llega antes a la tumba, por más que deje pasar a Pedro antes. Y aún así no es Pedro sino el discípulo amado el que a la vista de la tumba vacía y de las vendas ve y cree. Y es ahora finalmente el discípulo al que Jesús amaba quien reconoce a Jesús y le dice a Pedro: "Es el Señor".

            Y aún el oficio de pastor conferido a Pedro resulta condicionado de alguna manera en su eficacia al amor que ha de tener a Jesús y a la obediencia a sus mandatos.

            La Iglesia ciertamente necesita del oficio de Papa, Obispos y sa­cerdotes, pero el protagonismo se lo lleva el verdadero discípulo, el santo, el que es amado y ama a Jesús. Los curas sirven solo en la medida en que susciten discípulos que amen o, en todo caso, en la medida en que ellos mismos sean discípulos. "Como obispo soy vuestro pastor, -decía San Agustín a sus fieles- pero como cristiano junto con Vds. no quiero ser más que discípulo."

            Es en ese doble juego de oficio y santidad, de pastoreo y discipulado, en donde el hombre es capaz de encontrarse con el misterio de la Iglesia, y por lo tanto con la vida de Dios tratando de transfundirse en la Historia. Misterio que se hace supremamente presente cuando alrededor del fuego de la fe y de la caridad, nos reunimos en la eucaristía para comer el pan y el pescado que Jesús nos da.

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