Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1995 - Ciclo C

3º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

Hoy es fácil, en cualquier librería, y por pocos pesos, comprar un Nuevo Testamento. Y estamos acostumbrados a leerlo como si fuera un escrito único que nos hablara homogéneamente de Jesús y de la Iglesia, tal cual nosotros, cristianos de finales del siglo XX, los conocemos por el catecismo.

            No es así: no se trata de textos homogéneos, en realidad son escritos independientes, diversos, coleccionados recién en el siglo III y que reflejan diversos, aunque convergentes, puntos de vista sobre Jesús y la Iglesia.

            Los cuatro evangelios, por ejemplo, nacieron en distintos lugares, con distintas preocupaciones, y cada uno presenta a Jesús desde un ángulo propio, diferente, aunque complementario y coherente con el de los otros. Tampoco su noción de Iglesia es la misma en los cuatro; ni, mucho menos, igual a la de nuestros días.

            Es obvio que la Iglesia tal cual la conocemos hoy, con su Papado, su colegio de Cardenales, sus Arzobispos y Obispos, sus presbíteros y sus diáconos, sus párrocos y capellanes y, finalmente, su laicado, no aparece así en el nuevo testamento.

            La realidad -en la época en que se escribieron los diferentes escritos del NT (segunda mitad del siglo I)- era mucho más modesta y confusa: Existían múltiples comunidades, dispersas en las ciudades principales del imperio, cada una con su tradición, con sus pocos escritos, con su tipo de autoridad, de oración y, por supuesto, con una misma fe fundamental en Jesucristo.

            Pero, para no complicar demasiado las cosas, ciñámonos solo a los evangelios.

            Aún para un lector no muy observador resulta completamente distinto el estilo y mensaje del evangelio de Juan que el de los otros tres: Mateo, Marcos y Lucas, muy parecidos entre sí y por ello llamados sinópticos.

            La lectura de estos evangelios descubre que provienen no solo de distintos lugares geográficos, sino de mentalidades bastante diversas. Mateo, Marcos y Lucas, por ejemplo, reflejan la existencia de una Iglesia ya estructurada, en la cual lo institucional es importante: aparecen los apóstoles como fuente suprema de autoridad y la iglesia entendida como una organización, con sus tribunales, sus reglamentos, y aún sus ritos, como por ejemplo la misa. La Iglesia es concebida, en estos tres evangelios, como el Reino fundado por Jesús. Reino todo lo especial y humilde que fuere -en razón de servicio su autoridad- pero Reino al fin.

            En Juan, en cambio, eso no aparece. Jamás a los doce se los llama apóstoles u obispos; el título común es discípulo; y el lugar principal de ninguna manera lo ocupa Pedro -que en este evangelio queda bastante mal: niega no una, sino tres veces, a Cristo- sino el llamado "discípulo amado" o "el discípulo al que Jesús amaba".

            Juan concibe a la Iglesia no como un Reino sino como una comunidad de hermanos, en la cual el único maestro, el único Señor es Cristo, quien, mediante el Espíritu, enseña directamente a todos y cada uno de los cristianos. Todos son fundamentalmente 'discípulos'.

            Para Juan, no solo no hay diferencia entre apóstoles y discípulos, es decir entre autoridades y el resto de los cristianos -hoy diríamos entre clero y laicado- sino que ni siquiera hay diferencia entre varones y mujeres: también ellas son discípulas, también ellas como María la hermana de Lázaro se sientan a aprender a los pies de Cristo, también ellas -como María de Magdala- son testigos y predicadoras de la Resurrección, también ellas están al pie de la cruz.

            Y el único y fundamental sacramento que menciona Juan es el bautismo, que nos hace a todos hijos de Dios y por lo tanto hermanos. Y la Misa, para él, no es el pulcro rito, la solemne liturgia del pan y del vino, por cuya celebración se disputan hoy el honor los cristianos y las cristianas, sino el puro servicio, significado en el sórdido lavado de los pies. (Si eso fuera la misa hoy, habría que ver si alguien se disputaría o consideraría honor el que hubiera que hacerlo todos los días, y en serio, no solo el jueves santo, y en teatro).

            En resumen: el ideal de Juan era una comunidad igualitaria, directamente inspirada por el espíritu, sin apóstoles, sin más autoridad que el espíritu de Jesús, todos discípulos, todos hermanos, en la cual si alguien podía considerarse más importante que los demás, lo era solo en orden al amor de Jesús.

            Porque, como ya hemos dicho, en Juan, el discípulo más importante no es el apóstol, no es Pedro, sino el "discípulo amado", que prescindiendo de su identificación real, en Juan alcanza la categoría de símbolo, de paradigma de lo que debe ser cualquier cristiano que en serio quiera ser discípulo del Señor.

            Pero ¿cómo? -dirán Vds.- el pasaje que acabamos de escuchar ¿no es acaso del evangelio de Juan y en él, claramente, no se da autoridad a Pedro?

            Así es, pero todos los exegetas están hoy de acuerdo en que este capítulo 21, del cual forma parte lo leído hoy, es un apéndice o epílogo añadido al evangelio primitivo. Tomen sus Biblia o Nuevos Testamentos, después, cuando vuelvan a casa, y lean los versículos anteriores, en el capítulo 20. Verán como allí terminaba la redacción anterior del evangelio.

            Lo que sucedió fue que, a la muerte -a una edad muy avanzada- de Juan, el discípulo amado -que pese a todo era realmente una autoridad (moral, en serio) que unificaba a las Iglesias fundadas por él-, la Iglesia igualitaria, puramente fraterna, sin estructura, sin autoridad, dejada a si misma, corría el peligro -como lo refleja la tercera carta de Juan- de disolverse en la anarquía: la pura caridad y amor no bastaban. Cualquier sociedad humana, para sobrevivir, más soporta los excesos de la autoridad que los desórdenes de la falta de ella. Lo de Juan, sin él, sin su autoridad, era una utopía, ¡una santa utopía!

            Y así las comunidades fundadas por él, y que se dice existían alrededor de Efeso, en el Asia Menor, terminaron por unirse con las comunidades representadas por los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas y reconocieron la autoridad petrina. Y así formaron nuestra iglesia católica.

            De allí la inserción de nuestro evangelio, apéndice o epílogo de hoy. Se recoge una antigua tradición, un viejo relato de resurrección que conservaba la comunidad, y se añade, después de la muerte de Juan, a su evangelio. Es una especie de acta de reconocimiento -por no decir de sumisión- de estas comunidades a la autoridad apostólica.

            Pero fíjense Vds. que aún así, la comunidad juanina, en este capítulo 21, sigue sin llamar apóstoles a los discípulos, ni siquiera a Pedro; y aún cuando finalmente se le da a éste la primacía en el pastoreo de los hermanos de Cristo, sus ovejas, lo hace condicionando su autoridad a la triple profesión o declaración de amor: "¿me amas más que éstos?" Y todavía, al final, aún constituido primado, le recuerda su obligación de seguir siendo discípulo: "¡Sígueme!"

            Las comunidades de Juan terminan, sí, aceptando la autoridad de Pedro, pero no sin condiciones, solo en función del amor, de la caridad, Y, al mismo tiempo, señalando la índole falible, pecadora y débil del que detenta la autoridad. Porque aún en ese momento solemne donde se le confiere el mando pastoral, se le hace recordar su triple agachada, cobardía, negación, haciéndole repetir tres veces su declaración de amor a Cristo.

            Más aún: aunque sea Pedro el que tire de la red, y ésta no se rompe porque, de acuerdo con él, no corremos el riesgo de estar fuera de la iglesia, en realidad el primero que reconoce a Jesús no es la autoridad, sino la caridad, el amor:  "El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: '¡Es el Señor!'". Recién allí Pedro reconoce también a Jesús y se tira al agua. Sin nada encima, porque nada tiene, ni nada es, excepto lo que le da Jesús, incluso el nombre.

            El evangelio de Juan -no es necesario decirlo- es tan canónico como los demás evangelios. Y es bueno recordarlo en estos tiempos en que los cristianos tenemos la tentación de vivir excesivamente la dimensión institucional de la iglesia: los evangelios de Mateo, Lucas y Marcos.

            Pensamos en la Iglesia e inmediatamente nos viene la imagen del Papa, los obispos y los curas. Los diarios hablan de los obispos argentinos reunidos en San Miguel y dicen: la Iglesia piensa, la Iglesia afirma... Cuando oímos hablar de la Iglesia, no pensamos en nosotros ni en nuestro compromiso personal con Jesús.

            Eso no le hubiera gustado nada a Juan ni a su comunidad. Por eso es importante que, aún en nuestros días, rescatemos todos -clérigos y laicos- nuestra condición esencial de discípulos, el orgullo de haber recibido el bautismo -sacramento inmensamente más importante que el del presbiterado o episcopado-, y la urgencia personal de querer crecer en el amor de Cristo, que es en última instancia la única dignidad o primacía que se admitirá en el cielo, y la que verdaderamente justifica -e incluso hace perdonar- el mal necesario del ejercicio de cualquier autoridad en esta tierra.

Más aún el hecho de que la Iglesia considere santos a todos los apóstoles excepto a Judas nos hace leer esos textos como si fueran una especie de hagiografía, de leyendas de santos; y llegamos a sorprendernos, cuando en su texto, aparecen rasgos excesivamente humanos de los doce. Por otro lado el que estos textos se consideren inspirados por Dios, hace pensar a los católicos poco instruidos que en ellos no debería deslizarse la más mínima imperfección doctrinal o que ya estuvieran en sus letras los grandes dogmas que luego la Iglesia ha ido explicitando a lo largo de los siglos.

            Los escritos del nuevo testamento representan momentos distintos de una tradición que se había forjado alrededor del resucitado y de su vida terrena, tratando de explicar cada uno con su lenguaje el significado de todo ello y su proyección a los problemas que en cada lugar donde se redactaron esos escritos preocupaban a las comunidades.

 Las cartas o epístolas, de varios autores, épocas y circunstancias, también reflejan mentalidades diversas, y lugares y épocas distintas.

            Y tampoco en estos viejos escritos encontraremos todo lo que luego a través de los siglos la Iglesia entendió de Cristo y de si misma y que hoy enseña: la Trinidad, los sacramentos, los dogmas marianos, la estructura de la Iglesia y tantas cosas más.

            Por otra parte los escritos neotestamentarios, por más inspirados por Dios que sean, son fruto pleno de gente fundamentalmente igual a nosotros, que vivía de su fe, con sus problemas, enfrentamientos y debilidades...

            Los apóstoles no eran santos de yeso y de peana, ni de leyendas pías, sino hombres como nosotros que alcanzaron la santidad en su paulatina entrega a Cristo, tal cual lo hemos de hacer en nuestros días con ignorancias, perplejidades y falencias...  existieron tal cual desde el mismísimo comienzo; ni que los cristianos de los dos primeros siglos contaban con una Biblia en la mano y con la posibilidad de consultar a Roma en la otra.

            Es posible que este evangelio -y las epístolas y el Apocalipsis atribuidos a Juan- sean pues los textos que usaban las comunidades fundadas por el discípulo amado y que tenían esa tónica fraterna igualitaria que acabamos de mencionar y en donde solo ese discípulo -fallecido en edad muy avanzada- gozaba de la autoridad de su prestigio, y de su bondad y sabiduría cristianas.    

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