1996 - Ciclo A
3º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35
Aquel día, el primero de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentabais por el camino?» Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto, ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado, porque fueron de madrugada al sepulcro y no hallaron el cuerpo de Jesús. Al regresar, dijeron que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él esta vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, como os cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con, ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.
SERMÓN
Cuando Lucas escribe su evangelio -no es fácil saberlo, quizá de treinta a cuarenta años después de los acontecimientos que relata- es decir una o dos generaciones posteriores a la apostólica, ya la Iglesia se ha establecido firmemente, cuenta con muchas tradiciones y escritos -seguramente ya el evangelio de Marcos- y se ha organizado con autoridades y con ritos.
Los principales apóstoles ya han muerto, salvo Juan, y la Iglesia ha comenzado a vivir de modo semejante al nuestro, es decir dependiendo del testimonio de otros. Ya no se piensa que Cristo retornará pronto y se dan cuenta de que hay que prepararse para desenvolverse en este mundo durante mucho tiempo.
Ya quizá alguno diría ¡qué suerte, qué privilegio tuvieron aquellos que pudieron ver en vida a Jesús! ¡A ellos sí que les debe haber costado poco crecer en la fé!
Es posible también que, pasada la exaltación y el entusiasmo de la primera generación, muchos perdieran el fervor de la primeras conversiones o se desalentaran, o, ante las persecusiones o dificultades, flaquearan en sus convicciones.
En resumen es la situación que vivimos la mayoría de nosotros. Somos cristianos bastante cumplidores, pero -a decir verdad- algo arrutinados. No tenemos precisamente la garra o la fibra para hacernos santos. Algunos hemos sido siempre cristianos, por educación, por herencia, con nuestras crisis, pero de tarde en tarde vueltos a confesar; otros quizá convertidos a través de algún retiro, o un cursillo, o un momento bravo de la vida que nos obligó casi a encontrarnos con Dios y nos hizo vivir fuertemente la presencia de Jesús. En esos momentos sentimos que todo cambiaba y estuvimos un tiempo largo o corto llenos de entusiasmo, de polenta, de entrega, de ganas de rezar y de darnos a Dios... Pero, también, lentamente todo eso se fue aquietando, serenando, y hoy avanzamos otra vez con esfuerzo, casi obligándonos a hacerlo, pero con nostalgia de esos momentos de fervor, de apasionamiento que nos hacían las cosas tanto más fáciles...
Y Lucas escribe el pasaje de hoy justamente para nosotros. El es un médico que -como los médicos de antes, que trataban con personas, no con números de carnet de la mutual- eran siempre algo psicólogos, y sabe bien que la situación normal del ser humano no es subjetivamente el entusiasmo, -tampoco el desaliento-, ni objetivamente la aventura, lo extraordinario, sino la cotidianeidad, lo ordinario, el cumplimiento del deber, las cosas que debemos hacer sin pensar, como levantarnos para ir al colegio o a la facultad o al trabajo y cepillarnos los dientes. También sabe que, aún en las relaciones humanas, los lazos de amistad se fortifican no en los momentos de descubrimiento, de embeleso, de enamoramiento, sino en el compromiso, en la tolerancia, en el caminar juntos, en el buscar el bien del otro; no en el sentimiento bobo, sino en la inteligente y amical atención al que uno quiere y estima...
Tanto más con Dios, frente al cual, cualquier sentimiento es inadecuado por su misma naturaleza y con quien hay que mantener fundamentalmente relaciones de fé, sin lo cual, ni nuestra razón, pero mucho menos nuestros sentidos, no pueden sostenerse.
A través de este pasaje evangélico del camino a Emaús cuidadosamente diseñado por Lucas sobre una aparición de Cristo atestiguada por la tradición, se nos está diciendo que difícilmente sea envidiable la condición primigenia de los discípulos. Porque, a pesar del magnetismo y adhesión que despertaba su personalidad, en el fondo lo que ellos pensaban de Jesús es que había sido un profeta poderoso en obras y en palabras, es decir un gran predicador y taumaturgo. Un gran maestro del cual cuanto mucho esperaban que liberara a Israel del imperialismo romano, como Mesías terreno.
Esa era la imagen que el contacto con Jesús antes de la Pascua suscitaba en sus oyentes y seguidores.
La realidad de Cristo se devela plenamente, no en su vida terrena, sino en su Resurrección, en su exaltación a la derecha del Padre. Es ese Jesús, el Señor, ahora si reconocido como "aquel por quien y hacia quien fueron creadas todas las cosas", "el primogénito de la nueva creación", aquel capaz de dar vida al cristiano. No solo ni principalmente su doctrina, no sus enseñanzas, no sus milagros, no sus curaciones, no los fáciles entusiasmos que pueda insuflarme en reuniones carismáticas, sino Él mismo, ahora, elevado a otra dimensión superior y por eso intangible, invisible, inaudible, pero por ello mismo mucho más íntimamente presente a todo y a todos mediante la gracia de la fe, es él mismo, Jesucristo, el capaz de darme vida, hacerse presente en mi jornada y vivir permanentemente junto a mi.
Presencia tan maciza y profunda que no podemos detectarla con nuestros sentidos, pero que, de alguna manera, aparece, es capaz de ser vista y escuchada, como se apareció a los apóstoles, a través de la escritura y de los sacramentos.
Cleofás y el otro discípulo ciertamente no reconocen a Jesús y, sin embargo, su inteligencia se ilumina cuando oyen la palabra de la escritura. "Mientras nos hablaba en el camino" dicen, y es sabido que el camino, para Lucas, es un término técnico para designar la vía, la vida del que sigue a Jesús. La palabra de Dios contenida en el viejo y el nuevo testamento, la palabra de Jesús hecha resonar en la enseñanza de la Iglesia, en los escritos y vida de sus santos, de sus filósofos, de sus teólogos, de sus artistas eso es lo que nos hace capaces de oír a Cristo, siempre presente en nuestra vida aunque no lo reconozcamos, como los discípulos de Emaús.
Pero ciertamente Lucas apunta a mostrarnos como momento privilegiado del encuentro con el Señor el de la Eucaristía. Es allí en la santa Misa donde preparados por la liturgia de la palabra, finalmente Cleofás y su compañero reconocen a Jesús: "lo reconocieron al partir el pan".
Y en ese mismo momento desaparece. Pero ese breve encuentro es capaz de dar a los discípulos suficientes fuerzas como para volver al "camino" y, todavía, poder anunciar a Cristo a nuestros hermanos.