1997- Ciclo B
3º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 35-48
Los discípulos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes»
Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo»
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?» Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos.
Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos»
Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto»
SERMÓN
"¡Esto es un martirio!", protestaba mamá cuando irrumpía en nuestro cuarto de juguetes donde los hermanos nos estábamos peleando y armando un batuque infernal. "Te gusta hacerte la mártir" es un reproche maligno que suelen hacer los maridos a sus mujeres.
Es que el martirio, la palabra mártir, está asociada, en el lenguaje común, al sufrimiento, al dolor, a la tortura. Algo de eso viene sin duda de las historias terribles que se narran de las barbaridades que se hacían a los pobres cristianos en la antigüedad y, en algunas partes, en la no tan antigüedad de nuestros días, como por ejemplo ese grupo de cristianos que la semana pasada en Argel fueron cercenados cuidadosamente de a pedacitos con una motosierra por musulmanes fundamentalistas.
Pero a pesar de que nuestra curiosidad morbosa siempre se ha visto atraída por esos detalles espeluznantes de la inventiva insaciable del ser humano para hacer sufrir a los demás -como las 365 maneras de hacer morir a alguien en las cuales consiste el famoso calendario de piedra de los Aztecas tan apreciado por los indigenistas- la realidad del martirio y la gloria de los mártires cristianos consiste en bien otra cosa que el sufrimiento y la muerte.
En realidad el vocablo mártir, del homónimo griego mártis, significa más pedestre y jurídicamente "testigo", y está emparentado con la palabra pensar, detenerse a recordar, dar una opinión fundada, examinada reflexivamente, referirse a un recuerdo escrutado minuciosamente y, por eso, pasible de ser transmitido con certeza, con firmeza a los demás. De tal manera que en el griego clásico el verbo martirein significa 'dar testimonio', 'confirmar algo a favor de alguien', 'testificar que algo es como es o fue como fue'.
El término, como hoy el de testigo, tenía su vigencia especial en el ámbito jurídico. A falta de documentos y de otras pruebas, en la antigüedad, en cualquier juicio, los testigos eran la evidencia principal y se distinguía del simple juramento, que en aquellas épocas también valía y que se hacía solemnemente cuando no se podía encontrar testigos. Eran sin duda otros tiempos, en donde los juramentos se tomaban en serio. Hoy en día no solo son irrisorios los juramentos -sobre todo de los políticos que ya ni siquiera juran por los santos evangelios ni por Dios; ¡por la Patria! dicen, ¡caraduras!- si no que menos valen los testigos, que se pueden comprar en cualquier esquina o últimamente en lupanares -'pseudomártires' les llamaban los griegos y eran condenados a muerte vil- y casi apenas vale la firma por más sellos de escribanía que tenga... ¡Ah, cuando bastaba la sola palabra...! Todavía nuestros abuelos vivieron esa época, sin tantos jueces y sin tanta policía y sin tantas firmas y sellos, pero tanto más segura porque basada en el honor, la moral y el temor de Dios.
De todos modos es verdad que el testigo siempre debió ser alguien creíble, fiable; testigo 'calificado' se dice aún en nuestros días. Porque el testimonio de cualquiera vale no por la forma bella de su expresión literaria o jurídica u ortográfica -con hache o sin hache como ahora quieren algunos- sino por el respaldo de la hombría de bien fundando a la palabra que se dice. Y en nuestra experiencia común distinguimos muy bien aquello que dice el diario o el periodista escandaloso de aquello que refieren los serios -si es que los hay-; y entre lo que me cuenta Fulano, de lo que me relata Mengano. "Si lo dijo, así debe ser", es uno de los máximos elogios que podemos hacer sobre la honorabilidad de alguien; contradistinto al 'chanta' o al sinvergüenza a quien nadie cree. Pero, después de la Revolución Francesa, por principio, todos los testimonios son iguales: vale lo mismo la palabra de un verdadero señor, que la de un macaneador de oficio. Por eso, en el fondo, nadie cree a nadie.
Antes no era así y menos en la época cristiana. La palabra valía según quien fuera el que la sustentaba; y el sustento principal era la conducta, la vida que se llevaba, la virtud, la nobleza, la entereza demostrada en decir la verdad aún cuando ello aparejara perjuicios y dificultades.
Este sí que era un respaldo firmísimo de la veracidad del testigo, el que se supiera que nunca había mentido para salvar una situación, una responsabilidad, hacer un buen negocio o incluso ocultar sus errores. Aquel que hasta enfrentaba perjuicios económicos o personales para mantenerse en su posición, en su palabra, en su exposición de los hechos, ese era especialmente escuchado. Ese era un testigo. Y si por ese testimonio era no solo capaz de perder bienes y fortuna sino inclusive de enfrentar la muerte, entonces de esa palabra ya apenas se podía dudar. De allí que los testigos por excelencia fueron siempre aquellos dispuestos aún a dar la vida por aquello que sostenían y atestiguaban.
Algo que es común a los cuatro evangelios en los relatos de la Resurrección es el envío que hace Jesús a sus discípulos de ir a predicar el Reino, anunciar la palabra, dar la buena noticia de la Resurrección, de la nueva Vida que Dios ofrece a los hombres, invitar al bautismo, a convertirse, a creer en Jesús; todas formas más o menos parecidas de decir lo mismo. Pero es curioso que nuestro evangelista Lucas omita cuidadosamente la expresión 'anunciar o predicar el evangelio'. Lucas vive ya en una Iglesia que tiene tres o cuatro generaciones de cristianos, y da la impresión que desconfía de una predicación basada solo en palabras y discursos. Los cristianos, piensa, no son meros repetidores de las enseñanzas de un maestro, no pueden, no deben serlo. Los cristianos anuncian una verdad que se puede tocar con la mano, de allí el realismo de esta escena en la cual Cristo no solo es visto y puede ser tocado, sino que incluso pide de comer. No se trata de una idea, de una filosofía, de una ética; se trata de una vitalidad sobrehumana transmitida por un viviente, presencia activa y realísima en la Iglesia y que así debe ser anunciada. Más que anunciada: señalada, mostrada. Y más que mostrada: vivida, para que en los cristianos sea la misma vida de uno la que anuncie al Cristo viviente.
Por eso Cristo no dice a sus discípulos, en el evangelio que hemos escuchado hoy "id y predicar a todas las naciones", sino que enuncia lo que sucedió histórica, realísimamente de acuerdo a las Escrituras -que el Mesías debía sufrir y resucitar y que había de predicarse a las naciones la conversión, el cambio- y, luego, con una sencillez que asusta por su contundencia y claridad, porque se lo está diciendo a todos los cristianos, ahora mismo nos lo está diciendo a nosotros: "Vosotros sois testigos de todo esto". 'Mártires' dice el griego original.
No se trata de predicar el evangelio, se trata de ser testigos. Testigos fehacientes, respaldando con la propia conducta lo que se anuncia, motivándolo con el propio entusiasmo, solidez de existencia, alegría, compromiso, virtud, conducta, honorabilidad...
Y si ello era algo ya necesario en el mundo de Lucas, lo es tanto más ahora cuando vivimos en el mundo de la palabra, en el universo virtual de la oratoria, los discursos, los artículos de fondo, el bla bla de los periodistas, la facundia de los predicadores, la verborrea de los congresos y mesas redondas, la velocidad de las impresoras láser, las promesas electorales, las constituciones redundantes, las pastorales y encíclicas farragosas... Palabras y palabras que, al final, por la usura de la inflación verborrágica nadie termina por leer y aún leyendo nadie cree o entiende. Les digo que si yo tuviera que leer todas las circulares, notas, revistas y revistitas, propagandas y comunicados, resoluciones, faxes y listas que me llegan a la parroquia no tendría tiempo ni para rezar, ni para estudiar, ni para leer los libros que valen la pena ni la correspondencia que realmente cuenta, y, menos, para atender a la gente. Así se van acumulando pilas de hojas y hojas sobre mi escritorio. Gracias a Dios tengo mi benévolo cesto de papeles, que periódicamente recibe de buen grado el grueso de la pila.
No: la gente ya no cree demasiado en las palabras, al menos en las palabras sin respaldo, por mejor dichas que sean. La gente cree a los testigos, a los testigos auténticos se entiende, es decir a los mártires.
Y mártires no son solamente aquellos que terminan devorados por los leones en el Coliseo, ni salpicados en sangre caídos frente a un paredón; mártires son y han de ser todos los cristianos, respaldando con su vida aquello que profesan creer, ganen lo que ganen o pierdan lo que pierdan, aunque no estén hablando todo el día de Dios y de los santos y del evangelio. Sacude más a cualquiera el evangelio vivido que el evangelio perorado. Buena oratoria es no la frase pulida y la idea bien armada, sino la vida entregada a Dios y a los demás.
La Iglesia Universal -por sus voz, el Papa- quiere preparar la entrada en el tercer milenio con una especie de misión que abarque los tres últimos años del siglo XX y que aquí en Buenos Aires comenzará en Junio de este año. Preparémonos a ella como nos lo pide Jesús en el evangelio de Lucas, no estudiándonos un libretito para decir a los demás sino 'convirtiéndonos' nosotros, adhiriéndonos no solo en ideas, sino en la mente, el corazón y toda nuestro ser a la realidad resucitada de Cristo, en oración y amistad y, por eso mismo, en proceder cristiano, en señorío y virilidad, en paciencia y constancia, en despojo y entrega, en serenidad y júbilo, y así seamos auténticos testigos, calificados testigos, mártires del señor Jesús.