Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1998 - Ciclo C

3º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

            Cuando habla el episcopado, o algún obispo, o hasta algún cura y la noticia es digna de salir en los diarios, los periodistas suelen anunciarlo diciendo: "La iglesia opina que ..."

            Sería bueno aclarar que esta atribución no es del todo exacta. Habría que decir más precisamente 'los obispos' o 'la jerarquía eclesiástica argentina' o 'tal obispo' o 'tal cura opina que...'

            Porque la Iglesia en realidad somos todos los católicos. Más aún, la vida cristiana como tal, aquellos a los que predica primariamente Cristo son a los que viven su cristianismo en formas laicales: en sus estudios, en sus trabajos, en sus profesiones u oficios, sobre todo en sus familias. Esa es la Iglesia viviente, para la cual y en función de la cual existe el orden sacerdotal, con su sumisión a la palabra de Dios que ha de transmitir idóneamente y la administración de los sacramentos, todo para servicio de los cristianos. Los clérigos más bien somos bichos raros cuya única justificación es si servimos para ayudar a que los cristianos normales vivan como corresponde su condición de bautizados y los apoyamos con nuestro ministerio.

            Agreguemos todavía: el cristianismo se vive más en las familias que en los templos. En los templos solo encontramos la estación de servicio, la fuente de abastecimiento, combustible, engrase y lavado, para que desarrollemos nuestro existir cristiano en el mundo.

            Y la jerarquía clerical solo tiene la autoridad que le viene de Dios cuando habla estrictamente de materias que tocan al dogma, a la revelación o a los principios de la moral cristiana ... y, además, solo cuando lo hacen en comunión con la Escritura, la tradición y el magisterio auténtico de la Iglesia, no cuando expresan sus opiniones personales. Mucho menos cuando, por más respetable que sea su juicio, se pronuncian sobre problemas que pertenecen a las ciencias económicas, o sobre cuestiones políticas que no tocan su ministerio o sobre cualquier otra rama del saber y de la técnica, para lo cual se necesitan competencias profesionales específicas más propias del laico cristiano que del clérigo. En esos campos es la capacidad y la idoneidad el único verdadero aval de un parecer.

            Pero es verdad que sufrimos todavía la deformación mental que imperó durante mucho tiempo de pensar que la Iglesia se identificaba con los clérigos, o de culturas o lugares en los cuales, como no había laicos capacitados, el cura tenía que hacer de todo: de sacerdote, de intendente, de médico, de agrónomo... Aún hay gente en nuestros días que piensa que los curas han de saber cualquier cosa, cuando en realidad algunos apenas sabemos bien el catecismo...

            De todos modos, estas confusiones vienen de larga data. Ya en la Iglesia primitiva, aún antes de que se escribieran los evangelios, existían diversas tendencias respecto a como organizarse los cristianos.

            Porque una vez muertos aquellos que habían sido los primeros y más cercanos discípulos de Cristo que recibieron, en conjunto el prestigioso nombre de 'apóstoles', pronto se necesitaron nuevos referentes que garantizaran la recta transmisión de la doctrina, y personas de cierto prestigio y conocimiento que presidieran las celebraciones litúrgicas.

            Ya San Pablo había sentido la necesidad -siguiendo el esquema judío de las sinagogas- de encargar la dirección de la comunidad a grupos de gente mayor o ancianos -'presbíteros', en griego- a algunos de los cuales, sin diferenciarse demasiado de los demás, les encargaba funciones de inspección, por lo cual se llamaban 'inspectores', en griego 'epískopos'. Ese esquema será el que luego originará nuestra tradicional división entre presbíteros y obispos (de 'epískopos').

            Mientras tanto, en Palestina, gozaban de mucha autoridad los parientes de Jesús, Santiago, su llamado hermano, antes que nadie, y luego José, Judas y Simón y sus descendientes. Allí se intentó organizar la Iglesia hereditariamente: una especie de califato, de dinastía. Pero esto no prosperó: las comunidades dirigidas por ellos, muy apegadas a las costumbres judías, desaparecieron hacia el siglo IV. En el evangelio de Marcos, escrito después de la muerte de Santiago, hay pasajes muy polémicos en contra de los hermanos de Jesús.

            En cambio otras comunidades del norte, hacia Antioquía, Siria, se estructuraron fuertemente en torno a la autoridad de Pedro, y adoptaron una estructura parecida a la de las iglesias formadas por Pablo, pero más piramidal, con menos independencia de las iglesias particulares, en donde tenía gran importancia la ley y el respeto a las tradiciones recibidas. Se las suele llamar iglesias petrinas. Este tipo de Iglesia lo vemos reflejado en el evangelio de San Mateo, con su fuerte insistencia en la autoridad de Pedro sobre la del resto de los apóstoles y con el predominio total de los varones sobre las mujeres.

            Por su parte, en Asia Menor, junto con las comunidades que había fundado Pablo, existieron hasta al menos el fin del siglo primero, las que había fundado y dirigido el llamado 'discípulo amado', tradicionalmente identificado con Juan y ciertamente un discípulo cercano a Cristo. Se denominan pues iglesias joánicas, de Juan. Este 'discípulo amado', que sumamente longevo alcanzó a vivir en el último cuarto del primer siglo, es el que está en el origen de la llamada literatura joánica: el evangelio de Juan, las cartas de Juan y probablemente también el Apocalipsis. Y sin muchos estudios todos nos damos cuenta de las diferencias de estilo que existen entre los evangelios sinópticos -Mateo, Lucas y Marcos- de un lado y el de Juan del otro. Los discursos atribuidos a Jesús son más elaborados, profundos, teológicos, la figura de Cristo es majestuosa, imponente, nunca ignorante de nada, siempre dueña de si mismo, aún en los momento más terribles de la Pasión. Juan como ninguno proyecta al Cristo de antes de la Pascua el Señorío del Jesús resucitado.

            Pero lo que es más notable en todo el cuerpo joánico es la total ausencia de jerarquías en la Iglesia. En Juan jamás se llama a los más cercanos a Cristo apóstoles, sencillamente 'discípulos' Todos son discípulos, todos son igualmente hermanos; aún las mujeres son protagonistas y discípulas en un mismo plano de igualdad con los varones. Y es probable que esta sea la actitud más cercana a la predicación original de Cristo, que se conserva por ejemplo en esos pasajes arcaicos de Mateo en donde Jesús dice "a nadie llaméis padre, ni maestro, ni jefe, pues tenéis uno solo y vosotros todos sois hermanos".

            La única prioridad que hallamos en el evangelio de Juan es la del amor. La figura del 'discípulo amado' es la que se eleva sobre los demás como paradigma de todos los cristianos. Es él quien está más cerca de Jesús, en una cercanía amical que todos los cristianos han de intentar conseguir. Es él quien, impulsado por el amor, a corre más rápido que Pedro hacia su tumba; y es él, antes que Pedro, el que finalmente cree. En cambio es Pedro el que niega a Jesús tres veces; mientras el discípulo amado permanece con María al pie de la cruz. En esas escenas es casi seguro que hay indicios de una polémica de las comunidades joánicas en contra de las pretensiones de las petrinas de ejercer la autoridad.

            Pero más todavía: aunque obviamente en esas comunidades joánicas, mientras vivió, la autoridad efectiva, aún sin formas jurídicas, la ejercía el discípulo amado, él no pensó en dejar ninguna autoridad que lo sucediera. Insistía en la igualdad de los hermanos y en la primacía del amor y en todo caso, cuando desapareciera, en la autoridad del Espíritu Santo, del paráclito, que evitaría toda desunión, que iluminaría a todos con la verdad y que los ayudaría y fortalecería a vencer al error y al enemigo. Con eso bastaba. Una concepción utópica que, en la práctica no funcionó o funcionó solo mientras vivió Juan que, como duró tantísimo, muchos ingenuamente pensaban que Jesús le había prometido que no moriría antes de su vuelta. De hecho las dos últimas cartas de Juan -en su redacción final probablemente posteriores a su muerte- reflejan divisiones y errores en la comunidad Joánica que no podían resolverse sin que interviniera algún principio de autoridad. No: no bastaba el amor ni el Espíritu.

            Por ello finalmente estas comunidades, después de la muerte de Juan, no tuvieron más remedio que plegarse a las comunidades petrinas ya unidas con las paulinas y empezar a intercambiarse los respectivos evangelios, formando así la gran Iglesia querida por Cristo cuyos herederos somos nosotros.

            Testigo de esta unión, de este compromiso, es precisamente nuestro evangelio de hoy, capítulo 21 de Juan. Si Vds. toman en casa sus evangelios verán que, en realidad, el primitivo evangelio de Juan termina en el capítulo anterior, el 20, allí cuando dice: "Jesús realizó muchas otras cosas que no están escritas en este libro. Estas lo han sido para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre." El capítulo 21, pues, es un apéndice, casi habría que leerlo como un tratado de paz o de alianza entre las comunidades joánica y petrina, compuesto con viejos recuerdos de ambas comunidades, cuidadosamente equilibrados.

            Aquí es Pedro el que tiene la iniciativa de salir a pescar y el que arrastra la red hasta la orilla sin que ésta se rompa y así no se dispersen los pescados, conservando la unidad, pero de todos modos es recién cuando Jesús indica -¡el Espíritu inspira!- dónde hay que echar las redes cuando realmente se pesca, no por la sola iniciativa de Pedro. Y es alrededor de Jesús, en el Espíritu, en la eucaristía, simbolizada por la comida de pan y pescado, donde logran la verdadera unidad. Al mismo tiempo no es Pedro y su autoridad quien reconoce a Jesús, sino el amor: es el discípulo a quien Jesús amaba y no Simón quien se da cuenta: "¡Es el Señor!" Y, aún cuando Jesús aparece finalmente confiriéndole autoridad a Pedro, lo hace subordinándola tres veces al amor "¿Simón, me amas?", recordando al mismo tiempo la triple defección y cobardía de Pedro durante la Pasión, es decir la fragilidad siempre amenazante de esta autoridad. Finalmente las dos comunidades -tanto la petrina como la joánica- se refieren a la muerte de sus fundadores, la de Pedro, que, crucificado como Jesús, sellando su amor por él, sería ciertamente un timbre de honor para las primeras, y a la de Juan, justificando el porqué algunos esperaban que no moriría, (cosa de la cual se habrán burlado las demás iglesias).

            Es así que al fin se llega a un compromiso. Y de él nace nuestra iglesia, siempre algo tensionada entre el principio de autoridad, la jerarquía, los títulos, la vigilancia doctrinal, la disciplina, la ley, -absolutamente necesarios para llevar adelante cualquier sociedad en esta tierra- y, por otro lado, el poder de la verdad, la inspiración del Espíritu, la experiencia de Cristo, la preeminencia del amor y de la Caridad sobre todo lo demás y que hace al núcleo vital mismo de la Iglesia. Y ésta, en el fondo, sería la verdadera autoridad: la autoridad de los santos, los 'discípulos amados', con sus palabras y ejemplos que perduran a través de los siglos, mientras, excepto las enseñanzas dogmáticas, la autoridad de lo obispos y los curas muere con ellos.

            No por nada la última y definitiva jerarquía en el cielo la dará precisamente la santidad, el grado de amor y caridad que hayamos alcanzando durante nuestro vivir cristianamente en este mundo.

            San Juan de la Cruz escribe en uno de sus avisos: "Aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja todo lo demás. A la tarde de tu vida te examinarán en el amor". Y Santa Teresa del Niño Jesús, moribunda ya, contestó, a su hermana Celina que le pedía una palabra de adiós: "Ya lo he dicho todo, todo está cumplido; lo único que vale es el amor".

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