Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1999 - Ciclo A

3º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35
Aquel día, el primero de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentabais por el camino?» Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto, ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado, porque fueron de madrugada al sepulcro y no hallaron el cuerpo de Jesús. Al regresar, dijeron que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él esta vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, como os cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con, ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.
SERMÓN

El jueves santo toda la Iglesia conmemora solemnemente la institución de la Eucaristía, la última cena de Jesús. Es bueno saber también que hoy, con este evangelio de los peregrinos que vuelven a su casa de Emaús y se encuentran en el camino con el Señor, estamos conmemorando la primera Misa de la historia después de la Pascua. Misa sobre la cual, a pesar de las diferencias exteriores, se han configurado todos los ritos eucarísticos de las diversas épocas y culturas cristianas: liturgia de la Palabra; liturgia de la Eucaristía.

En realidad habría que decir que Lucas, cuando escribe este evangelio desde los lejanos recuerdos de ese impar encuentro de Cleofás y su compañero con el Señor, ya, consciente o inconscientemente, lo proyecta sobre la experiencia de las eucaristías o misas que se celebran en su comunidad de Antioquía. Se confunde la evocación de Cleofás con lo que ya se hace en la liturgia hacia el año 70, época de redacción del evangelio. La narración se usa para hacer catequesis de lo que la Misa es. La experiencia de Emaús se ha transformado en lo que ha de ser la experiencia común a todos los cristianos que celebran la eucaristía. Cleofás pierde identidad -de hecho nadie sabe quien fue y, mucho menos, por supuesto, quién su anónimo compañero-: ahora los dos son cualquier discípulo de Jesús que sigue su camino y se va introduciendo poco a poco en el misterio de la Cena del Señor.

El relato está tan cargado de rasgos significativos que sería preciso releerlo paso a paso y explicar casi cada uno de sus detalles. Eso lo dejamos a la lectura y meditación de cada uno, cuando tenga tiempo de encontrar espacio de silencio para saborearlo y pensarlo.

Pero allí va ese encuentro con Cristo que se da en el camino -"el camino", que, en el vocabulario de Lucas, es uno de los nombres del cristianismo-... Pero que, en el evangelio de hoy, todavía es un camino común: de hecho es el camino que lleva a Cleofás y su amigo de regreso a su aldea, Emaús. Han ido con ilusiones a Jerusalén a peregrinar para la Pascua y, ahora, abatidos, retornan a su casa, a lo familiar, a lo cotidiano, usando la seguridad del día para recorrer esos diez kilómetros que los devuelven a su familia. Conocieron a Jesús -en realidad se consideran sus discípulos- pero de Él solo han admirado la sabiduría de sus palabras, el poder de sus obras -"profeta poderoso en obras y palabras", le llaman-. Han adherido a la doctrina de bondad que predicaba su maestro, a su juicio certero sobre los acontecimientos y los hombres; se han sentido maravillados y, seguramente, protegidos y favorecidos por la fuerza de su figura y la confianza en sus milagros. Pero sus esperanzas humanas, tanto personales como incluso políticas -"esperábamos que fuera él quien librara a Israel"- se han visto de golpe defraudadas. El ser cristianos no les ha representado finalmente un seguro de inmunidad en la vida: les ha ido mal; no han encontrado ninguna protección especial en sus negocios; se les han enfermado e incluso muerto seres queridos; no han obtenido aquello que solicitaron con tanto fervor; no ha conseguido novio; su marido la ha dejado; ha perdido el trabajo; lo bocharon en el examen; la empresa le va mal; ni siquiera ha conseguido consuelo, devoción, en su plegaria,... ¡Tanta esperanza, tanto tratar de portarse bien, de cumplir! y no hay compensación, "lo entregaron a muerte y lo crucificaron". Allí suele terminar el camino, la fe, de muchos cristianos: Dios no me escucha; me abandonó. Perdí la fe o, al menos, su entusiasmo. Esas fe que había depositado en un Jesús que tenía la obligación de ayudarme, de protegerme, de concederme lo que le pedía... Si sigo adelante lo hago sin ganas, sin empuje, sin entusiasmo. ¡Claro que había oído hablar de entrega, de misterio de la cruz, de Resurrección, de gracia, de lo sobrenatural, de santidad! pero desvaídamente; nunca eso significó demasiado para mi, ni lo tomé demasiado en serio, como estos discípulos que no han prestado oídos a los cuentos de los que vieron la tumba vacía... y, finalmente, vuelven a lo cotidiano, a lo de siempre, a la rutina del mundo, a esto tan concreto y tan aparentemente real que es la vida, el estudio, el trabajo, tratando de tirar, a lo mejor sin portarse especialmente mal, incluso cumpliendo, pero tampoco siendo verdaderamente cristianos...

Pero Jesús no se desanima; no nos abandona. Más aún: sin que nos demos cuenta camina con nosotros. Lo hace siempre... y de mil maneras nos interpela, quiere llamarnos la atención... Y, quizá por mucho tiempo, encerrados en nuestros problemas, en nuestras cuestiones o en nuestras distracciones, en nuestros negocios, no lo escuchamos. Hasta que un día nos detenemos -"ellos se detuvieron con el semblante triste"- y nos ponemos a hablar con El, a plantearle nuestro vacío, nuestra angustia, a mostrarle cómo, en el fondo, andamos sedientos de Él y de verdad...

Al menos eso exige Dios al hombre -veíamos el domingo pasado-: que piense, que se interrogue, que dude, que indague... Ese "pensar" que, a toda costa, quiere impedirte el mundo de hoy, y te lo ahoga: con angustias de trabajo, con deseos de consumo, con vaivenes de diversión, con zapping de imágenes y amañadas ideas, con aturdidores llamados a los sentidos, con falsas respuestas doctorales disfrazadas de ciencia, con pavadas trajeadas de religión...

Pero vos insistís: hallas tiempo, coraje, libros, personas que te hablan de Dios... y empezás a entrar en la Misa de tu vida, en la verdadera liturgia de la Palabra. Y Jesús -sin todavía darte cuenta de que es él quien está detrás de todo- te acerca poco a poco a la verdad... Lees, estudias, te encontrás con las Escrituras, no solo a lo mejor con las que hoy forman la Biblia, quizá también con el pensar luminoso de los sabios, de lo clásicos, de los filósofos, quizá de los teólogos, ¡quizá de los santos! Teresa de Ávila, Francisco de Sales, Juan de la Cruz, Ignacio... Todo va ubicándose en tu mente en la suprema coherencia del cristianismo, en la convicción de la necedad de la sabiduría mundana, en la grandeza de los horizontes de Dios, en la locura luminosa del misterio de la cruz....

Y, si no sos tonto, te das cuenta de que nada hay comparable al pensar cristiano, que solo allí el mundo, tu vida, tus dolores, tus ilusiones, tus ganas de vivir y de luchar, pero también tus cansancios, tus desilusiones, tus caídas y tus vueltas a levantarte y a luchar, tus amores y repulsiones, tus angustias y también tus alegrías, solo allí, encuentran significación, sentido, claridad.

Lo sabés, lo sabés, -aunque quieras escaparte de ello, lo sabés-: allí está la verdad; allí está la auténtica luz...

Pero ¡ojalá fuéramos solo saber! ¡Ojalá pudiéramos definirnos por nuestro entender! Si lo que somos fuera solo lo que pensamos, nuestra inteligencia... ¡qué distintas serían las cosas! Pero nuestro saber se mezcla con nuestro querer; nuestro querer con nuestro sentir, que a la vez es muchos sentires, muchos quereres: el uno que se choca con el otro. Uno que se puede manejar, el otro no: ese que se hace prepotente en nuestras compulsiones, en nuestro inconsciente o subconsciente, en nuestras taras de chicos y de grandes, en nuestros traumas, en nuestras timideces, en nuestras programaciones culturales y, también, en nuestros cobardes compromisos con el mundo, en nuestros pequeños y grandes vicios, en nuestras comodidades, ¡en nuestras perezas!... Todo entretejido alrededor de esa cosa tan nuestra, tan mía, ¡tan que no la toqués! de mi ego... Si: ahí va mi inteligencia: se lo que tengo que hacer, se donde está la verdad, pero ¿darte lo demás?, ¿renunciar a mis licencias, a mis poltronerías, a mis ocultas pecaminosidades?, sobre todo ¿darte mi yo?

¡Vamos cristiano!, ya lo sabes, ahora decídete: ¡hazlo entrar! No dejes que se vaya de tu lado y siga adelante... "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba". ¡Decíselo, decíselo!: "No te vayas, ya me decidiré, quédate conmigo, que ya se va haciendo tarde en mi vida y se me termina el día..."

Si: invítalo a tu casa. ¡Más todavía!: invítalo a tu mesa.... No solo a tu cabeza, a tu inteligencia: ¡a tu mesa!. La mesa: ese símbolo de la vida, del encuentro entre personas que se quieren. Cristo no es una idea, una divisa, una bandera, un catecismo, un tratado de teología. Cristo es Alguien que quiere entrar como amigo y hermano y Señor en tu existencia; que quiere compartir con vos su pan. No te habla desde el libro, desde el escenario donde expone el conferencista, desde la cátedra: te habla en el encuentro de tu vida con la suya. Con la que tenía cuando era como vos en Palestina, hace dos mil años, muriendo por vos; con la que tiene ahora abundosa, exuberante, pletórica, desde su gloriosa Resurrección.

Desde ese vivir quiere hacerte arder definitivamente tu corazón y, desde allí, volver a hacerte enfrentar el mundo, y aunque en el mundo ya sea de noche, regresar con su anuncio gozoso a Jerusalén ...

Dale la cabecera de tu mesa. Que El se siente en el puesto más importante de tu casa, de tu vivir... Que no sea solo la imagen que cuelga de tus paredes: sea El quien realmente parta y te de el pan. No solo que en El pienses sino que de El vivas. Y, si te encontrás verdaderamente con El, ya aceptarás que, en su nueva vida de Resucitado, está mucho más allá de tus sentidos y aún de tu entender: aparecerá y desaparecerá, lo verás y no lo verás, pero ya casi no te importará, porque siempre sabrás que lo podes encontrar, muy al lado tuyo, al partir el pan.

Liturgia de la palabra; liturgia de la eucaristía: las dos partes de la Misa. Dios, a quien escuchás en su decir; Jesús, que se sienta a la mesa y se te da en vino y en pan. Camino de Emaús; camino de tu vida; misa del cristiano. Escuchar y vivir; entender y amar; comprender y darse; creer y obrar; ¡palabra y pan!

Señor Jesús, vence mis tristezas, vence mi pusilanimidad, vence mis resistencias. No me dejes solo con el saber, hazme llegar de una vez a Emaús... Dame tu palabra, pero dame también tu pan. Hazme entender; pero hazme sobre todo amar.

Y dame también la fuerza, y el convencimiento, y las ganas, y la alegría, de poder llegar a mis hermanos y contarles que te encontré.

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