Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2000 - Ciclo B

4º domingo de pascua
(GEP; 14-05-00)

Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 11-18
En aquel tiempo, Jesús dijo: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí -como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre»

SERMÓN

          La imagen del pastor, tan común en el antiguo oriente y familiar a la vida cotidiana y a la tradición religiosa judía había vuelto una y otra vez a labios de Jesús durante su vida pública mientras andaba por las aldeas y ciudades de Galilea y de Judea predicando y enseñando. "Y viendo a las multitudes -narran tanto Mateo como Marcos- se compungía por ellas porque estaban como ovejas que no tenían pastor". "Id a las ovejas perdidas de Israel" ordena a sus discípulos... La figura del pastor buscando a su oveja perdida, dejando las 99 seguras y trayéndola cargada a sus hombros, es familiar a todo cristiano. Todo imaginado en un paisaje bucólico, de roquedales y praderas, semejante al de los lugares al aire libre donde Jesús solía predicar a la gente.

            Pero hoy el panorama cambia -porque también cambia la congoja de Jesús, casi transformada en ira-: no se trata de que falten pastores, sino de que hay malos, falsos y mercenarios pastores. Jesús ha llegado a Jerusalén, y no está predicando en el campo sino en la ciudad y, más precisamente, en la capital de Israel, allí donde moran sus autoridades y, todavía, haciendo zoom, en el patio del templo. Ese inmenso atrio rodeado de muros y columnatas cubiertas donde se concentran, alrededor del templo, las principales actividades de los judíos. Inmenso cuadrilátero trapezoidal de más de catorce hectáreas, espejo de la sociedad de su tiempo. Atrio que es una especie de gran resumen de la sociedad judía de aquel entonces. No por nada surge en la mente de Jesús la imagen de las ovejas y del corral: el mismo término 'aulé' que usa el evangelio para designar al atrio es el que nuestra versión castellana traduce como corral, redil. Hacia el sur de ese atrio, de este inmenso redil, en la basílica o 'pórtico real': bulliciosas actividades comerciales. Cambistas y vendedores de ganado y de palomas al servicio de los sacerdotes, que esquilmaban a los compradores, cobrando sus ventas varias veces más que en el comercio común. La gente pagaba sin chistar, lo mismo que los impuestos del templo, porque el pago y ofrenda de estas oblaciones, según las leyes y prédica de las castas dominantes, eran necesarios para los diversos aspectos de la vida del judío. Si no cumplía, caía en las múltiples impurezas que señalaba la ley y que, a la postre, exigían reparaciones más costosas, cuando no los condenaba lisa y llanamente al ostracismo social y a la ilegalidad. Todo acompañado -según los sacerdotes- del desagrado divino, manifestado en enfermedades, calamidades, pobreza, desamparo del pobre fiel que se atrevía a vulnerar las exigencias rituales. El culto del templo se había convertido así en un instrumento de dominio de los sacerdotes sobre el pueblo.

            Vale la pena recordar que el sacerdocio, en la antigüedad, era un profesión más, adquirida o hereditaria -en el caso de los judíos, hereditaria- que no apartaba a los que la ejercían de la vida del resto del mundo ni exigía una especial conducta moral: se casaban y tenían sus propias casas y negocios. Se vestían con algún paramento solo para las ceremonias. En todo lo demás no se distinguían de cualquier civil, excepto en que nunca pertenecían a las clases populares, sino a la aristocracia. Así que, cuando se habla de sacerdotes en la Biblia, nos estamos refiriendo simplemente a una clase de poderosos civiles que tenían el monopolio de los intereses atinentes al culto y cuyos grados supremos formaban parte, junto con los representantes de los escribas o abogados y los senadores o ancianos, de la institución que manejaba los asuntos del país: el sanedrín. Jamás, por eso, en el nuevo testamento, se denominará sacerdotes a los dirigentes de los cristianos, se les dirá simplemente ancianos o 'presbíteros', en griego. En los escritos más tardíos, aparecerán también unos llamados 'vigilantes' o 'supervisores', 'epíscopos' en griego, transliterado al castellano 'obispo'. Nunca se les dice sacerdotes.

            Pues bien, en ese patio -corral- del templo donde hoy se encuentra Jesús, una algarabía de balidos de ovejas y de cabras, mugidos de terneros y novillos, zureos de palomas, raspar de pezuñas contra las baldosas, tintinear de monedas sobre las mesas, agudos reclamos de vendedores, impostadas voces de predicadores, secas órdenes de milicianos, apabullan la masa medrosa de los fieles, del simple pueblo que viene a cumplir sus obligaciones. Ellos ingresan ordenadamente al templo por una de las dos puertas que se abren bajo la muralla al sur de la explanada, la llamada Triple o Preciosa y que, mediante un túnel ascendente, desemboca cerca del centro del atrio. Allí son recibidos por levitas respaldados por guardias que los ponen en fila para hacerlos entrar al recinto propio del templo. Después de cumplidos sus ritos -oraciones, cantos, ¡impuestos! y sacrificios- vuelven a salir por otra puerta, simétrica a la primera pero más chica, doble, también a través de un túnel, haciendo un ida y vuelta ordenado, vigilados por la policía del templo. Salen esquilmados por sus sacras compras y aranceles, y sin haber recibido gran cosa a cambio, ya que el rito se cumple entre cantos ininteligibles, humaredas de carne asada de los sacrificios que los ahogan y empellones, sin que nadie haga nada por instruirlos ni edificarlos.

            Sí: este gran corral era una buena muestra de la situación de Israel, según estudios sociológicos actuales. Una población laboriosa comida a impuestos, obligada al trabajo de sol a sol, sosteniendo con más del noventa por ciento del rédito nacional tanto a los intereses internacionales de los romanos como a una riquísima oligarquía que constituía apenas el tres por ciento de la población. El 97 % de la gente vivía con apenas el 8% del ingreso del país. Eran contenidos principalmente por esta religión usada al servicio de la clase gobernante -algo así como, en ciertos lugares, la religión de la democracia, mediante los ritos de las elecciones obligatorias con las cuales se pretende legitimar a gobernantes que parasitan las naciones y son ajenos a los intereses de éstas-. ¡Pobre gente de Israel!, sometida con leyes imposibles de cumplir, que dejaban en permanente 'off side' al pueblo judío frente a los escribas o abogados y legisladores de la época, y que ni siquiera los protegían de los abundantes malhechores y bandas que hacían caso omiso de esa misma ley que a ellos, en cambio, los oprimía.

            Pero no eran solo los problemas económicos ni sociales del pueblo los que estremecían el corazón de Cristo, sino la ignorancia en que lo tenían sumergido, el olvido de su misión de pueblo de Dios, el abandono moral al que lo condenaba la dirigencia, el desconcierto que producía la multitud de sectas, de opiniones, de banderías, permitidas por las autoridades para dividirlos, ellas que deberían haber sido sus maestros y defensores... Porque Israel no era un pueblo más -como Egipto o Persia o Siria o la misma Roma- que hubiera de juzgarse por su capacidad de creación de riquezas, su justicia en la distribución de los bienes, el funcionamiento de sus tribunales, la calidad de su educación, de su cultura.... Israel era el pueblo de Dios. Aunque sin poder mundano, llamado para guiar al mundo y a todas las naciones en lo ético y hacia sus destinos trascendentes, hacia el conocimiento del verdadero Dios... Aún en su pobreza, aún sometido militar y políticamente por Roma, Israel -como lo había hecho en otro tiempo en el destierro- podía haber seguido siendo fiel a su sublime misión... No hay pobreza, ni prisión, ni enfermedad, ni desdicha, que nos impida ser santos... Y el pueblo de Israel solo encontraba sacerdotes y dirigentes que, por un lado, lo esquilmaban y, por otro, lo dejaban en su descarrío y hasta corrupción, mientras falsos profetas y escribas les calentaban los oídos con frases llenas de odio contra los ricos y contra el extranjero y multiplicaban su descontento y su frustración... Nadie les hablaba de su dignidad de pueblo de Dios, de su misión, de fe, de santidad... lo único capaz de rescatarlos de su verdadera miseria... Nadie les hablaba del único pastor, Dios, Yahvé.

            Ese había sido desde siempre el mayor título de orgullo de los judíos. Porque, en la predicación de los grandes profetas de antaño, la función de pastor de Israel se la había reservado exclusivamente Dios, Yahvé. A diferencia de los demás pueblos a quienes había entregado a los poderes políticos y cuyos reyes se decían sus pastores. Si los reyes de Judá y luego los sacerdotes habían adoptado también el título de pastores lo habían hecho abusivamente o, en todo caso, en un sentido totalmente subordinado al del único pastor. Pero esto también había quedado esfuminado en la conciencia de los judíos del tiempo de Jesús, tanto en el bajo pueblo que no se daba cuenta de que antes que a nadie debían obedecer y seguir al solo Dios y ninguna autoridad aquí en la tierra podía suplantar esta inmediata rendición de cuentas, -"hay que obedecer a Dios antes que a los hombres", dirá Pedro a los judíos después de la Resurrección-; como en la dirigencia judía que ya había olvidado que su autoridad solo se legitimaba en la total subordinación de su uso a Dios y según su voluntad. Salvo un par de veces, tampoco en el nuevo testamento se les llama pastores a los dirigentes de los cristianos, a los curas o a los obispos, ya que es claro que nuestro único pastor es Cristo. "No existe bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación", hemos escuchado en la primera lectura. Y es bueno señalarlo en la Iglesia de hoy, donde existe entre los fieles tanta 'pastorlatría'. Recordemos siempre que nuestra conciencia de cristianos habrá de ser juzgada delante de Jesús, no delante de los curas, ni de los obispos, ni del Papa.

            Es una lástima que en la traducción de los evangelios se pierdan los matices que se esconden en el texto original griego y aún el hebreo que a él subyace. 'Yo soy el buen Pastor' degrada el adjetivo que traducimos como "buen" y que en griego 'kalós', en hebreo 'tob', dice mucho más que bueno. Dice 'noble', 'bello', 'fuerte', 'valeroso'... No una bondad cualquiera, sentimental, demagógica, populachera, sino una bondad que supone altura de espíritu, dignidad, armonía, coraje, señorío, paternidad, valentía... Esa figura que busca la gente en sus líderes y que seguramente no la encuentra en los políticos en busca de 'ratting' y de votos, destemplados en las tribunas y balcones y ridículos en los almuerzos con Mirtha Legrand...

            Esa dignidad y valentía que se traduce en que "el buen Pastor da su vida por las ovejas"... Pero no exactamente en el sentido 'muere por las ovejas'... Eso está bien y suena heroico, pero no es cabalmente el significado de la expresión original. Si muere no puede defender a las ovejas. No es cuestión de morir. Aquí no hay una referencia directa a la cruz, al menos todavía. Bellamente el giro hebreo que está detrás de nuestro texto dice: el pastor noble "pone su nefesh, su alma, su persona, en la palma de la mano". La tiene, pues, en actitud de ofrenda a Dios y a los que tiene que defender: Vida, alma, que expone en limpidez, en transparencia, a la vista de todos. Vida que somete al designio de Dios; vida que pone al servicio de aquellos a quienes sirve pastoreando.

            No es lo que vale el hecho de perder la vida -valor supremo de este mundo-, sino el estar dispuesto a perderla por amor a Dios y a aquellos encomendados a su cuidado; aunque nunca haya de hacerlo.

            Nadie juzgará a un soldado bueno o malo si muere o no en un campo de batalla. Lo importante es su actitud mientras vive: ese ponerse totalmente al servicio de Dios y de su patria que hace al verdadero militar. Podemos morir en una acción bélica sin haber tenido nunca nuestra alma en la palma de la mano, sin haber sido nunca verdaderamente soldados; y podemos morir en la cama habiéndolo sido. No es necesario el estallido de la guerra para que el soldado pueda sentirse auténticamente soldado. Se trata de la actitud, de la disposición del ánimo, de la entrega interior. La cruz para Cristo es el colofón, a lo mejor innecesario pero magníficamente plástico, de esa actitud de cesión plena al Padre y a los hermanos, del poner su alma en la palma de la mano. La misma actitud que tiñó la vida de la santísima Virgen sin haber tenido que derramar su sangre.

            La misma actitud del verdadero cristiano: hacer cada instante de su vida ofrenda límpida de servicio, en donde lo más importante es siempre la fidelidad a la vocación, que supone, por supuesto, no negarnos a los desgarrones, a dejar porciones de nuestro ser, de nuestro tiempo, de nuestra hacienda, de nuestra salud, de nuestra vida... Cosas que debemos arriesgar en la palma de la mano para ser coherentes con nuestra dignidad y nobleza de cristianos. Ese es el 'mártir', el testigo, que actúa siempre con transparencia cristiana, de frente, dispuesto a todo, aún al sufrimiento y a la muerte, aunque no los busca ni desea, para dar testimonio de Jesús. Se puede ser mártir en la hoguera o en el paredón, pero se es también mártir, aunque muramos de viejos, si hemos vivido de hecho con el alma en la palma de la mano, poniendo arriba de todo el querer de Dios y el amor a los hermanos. Nadie puede querer la muerte como muerte: solo enfrentarla virilmente, como ocasión de entrega o, en el ocaso de la vida, asumirla, como postrera prueba de nuestro ponernos, abiertas las manos, hacia las manos del Padre.

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