Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2001 - Ciclo C

4º domingo de pascua
(GEP 06-05-01)

Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 27-30
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa.

SERMÓN

            Las antiquísimas tradiciones que rodeaban a la divinidad Yahvé, importada a Palestina de Madián, y que poco a poco irá adoptando el pueblo judío como Dios único, no eran fácilmente compatibles con la ideología monárquica. En efecto Yahvé estaba asociado a la liberación del poder y tiranía del soberano egipcio, el faraón. Desde esa perspectiva fue utilizado durante muchos siglos como bandera anti-autoritaria, como garante de la independencia de las tribus, de su libertad. Yahvé fue especialmente popular durante la ocupación de las tierras palestinas, donde las tribus, para salvar su identidad, tuvieron que luchar contra los reyezuelos y tiranos cananeos y, a partir del año 1200, contra la invasión de los pueblos del mar, los filisteos, emparentados con los griegos. Esta popularidad hizo que Yahvé fuera paulatinamente identificándose o reemplazando al Dios El de los cananeos que los judíos habían adoptado en su contacto con ellos.

            De tal modo que las doce tribus que finalmente se confederaron como embrión del Israel histórico estaban sumamente orgullosos de este Dios Yahvé que les daba independencia y fuerza contra los intentos de sometimiento de sus vecinos. Al mismo tiempo Yahvé sostenía la mancomunidad de las tribus y sus integrantes sobre relaciones de estricta igualdad. En cada tribu y aldea las decisiones las tomaban las asambleas. La única autoridad admitida en aquellos tiempos era la de Yahvé, sin ninguna mediación política, ni siquiera sacerdotal, entre Él y su pueblo.

            Empero, cuando los filisteos, firmemente asentados en la costa, comenzaron a extender su poder hacia el interior y arrinconar a las tribus, ya las alianzas circunstanciales y los esfuerzos parciales no bastaron para detener el poder ofensivo de aquellos. Es entonces cuando, casi imperados por las circunstancias, de mala gana, aceptan, hacia el año 1035 AC el experimento de un caudillaje único con Saúl. Pero Saúl es un rey 'sui generis'; en realidad las tribus conciben su liderazgo como temporal, provisorio, a la manera de las dictaduras romanas que eran votadas durante un año para situaciones anormales, de ninguna manera como una institución permanente. Saúl, mediano terrateniente, no tenía estrictamente más corte que sus propios sirvientes, ni propiamente capital, ni más palacio que su modesta residencia en Guibeá y de ninguna manera tenía el poder de cobrar impuestos.

            Al fallar este experimento con la muerte de Saúl en el campo de batalla al ser vencido por los filisteos, las tribus se vieron obligadas a buscar, a regañadientes, una solución más estable. Esa allí cuando aparece David, personaje históricamente importante pero del cual es difícil -dada la multitud de tradiciones posteriores que se tejieron alrededor de su figura-, ubicar exactamente su talante. Mercenario tan pronto al servicio de los filisteos como de Saúl, una especie de condotiero del renacimiento, con tropas profesionales de diversa extracción -casi todos fuera de la ley-, con una ciudad propia, Jerusalén, ajena a los territorios tribales, birlada a los jebuseos, David aparece, en medio del desastre, como la figura providencial capaz de defender a los judíos del imperialismo filisteo y de las amenazas de Siria en el norte y, al este, de las hordas del desierto que intentaban cruzar la frontera del Jordán. Las tribus, contra el parecer de muchos y, en el fondo, sin quererlo verdaderamente, han de recurrir finalmente a David para que les saque las papas del horno.

            David se cobrará muy bien el servicio, ya que impone su mano férrea sobre todas las tribus con exigencias de tributo, de tropas, de servicios para su corte palaciega, de obreros para sus construcciones.

            Peor aún: cuando aniquilado el poder filisteo, David, lejos de conformarse con ello y devolver el poder, empieza una ambiciosa campaña de extensión de sus dominios. Las circunstancias le son propicias porque en esa época tanto el imperio Egipcio, con su débil dinastía vigésimo primera, como el Asirio, ocupado en otras conquistas, distraen su atención de los territorios palestinos. David, implacablemente empieza a proyectar su poder sobre los pueblos circundantes, ya no en campañas de defensa sino de conquista, utilizando sus propias tropas pero también los recursos y hombres de las tribus israelitas. Esto produce a la vez que un cierto orgullo nacional, un sordo rechazo en el espíritu independiente de Israel. Sentimientos contradictorios que, explotarán, luego, en la época de Salomón, con el levantamiento en masa de las tribus del norte, que de todos modos lo mismo tendrán que comerse su propia monarquía con capital en Samaría.

            Pero lo que es más grave es que a David no le convenía demasiado la teología del Dios Yahvé, liberador, garante de las libertades individuales, único verdadero soberano de su pueblo. Tiene que hacer de Yahvé no un Dios liberador, sino conquistador y legitimador de la autoridad real. De allí que los teólogos de corte comienzan a pergeñar una teología monárquica sin antecedentes en Israel y más bien copiada de los círculos religiosos y culturales de las demás monarquías del Medio Oriente. Se dibuja al rey como representante de Dios en la tierra: Yahvé lo engendra (Sal 2, 7; 110, 3), lo proclama su hijo (Sal 2, 7; 2 Sm 7, 14), su primogénito (Sal 89, 28) , su mano derecha (Sal 80, 18), lo entroniza a su diestra (110, 1), lo exalta (2 Sm 23, 1) ... Son todas expresiones que Vds. pueden encontrar en diversos salmos. Pero el testimonio más evidente de la nueva teología real es la famosa profecía de Natán, en el Segundo libro de Samuel capítulo 7 por la que Yahvé confirma la monarquía davídica y sus pretensiones de poder prometiéndole una duración eterna: "Tu casa y tu reino permanecerán para siempre".

            Esta nueva teología no reemplazará totalmente sino que convivirá en la Biblia con la vieja teología Yahvista. Más aún la sublevación de las tribus contra Salomón y su estado centralista y sus impuestos y exacciones agobiantes, se hará precisamente en nombre de Yahvé.

            Esta ambigüedad perseguirá constantemente hasta los tiempos de Jesús la teología y las esperanzas de Israel. Caída cinco siglos después la monarquía davídica, con su capital y templo, a golpes de los arietes y las catapultas babilónicas, no todos los judíos unánimemente pondrán su esperanza en la restauración de la estirpe davídica. Muchos aguardarán una intervención directa de Dios en la cual nuevamente Él solo será el Señor y Rey de su pueblo sin la mediación de ningún rey, ungido o mesías -Hijo o no de Dios que sea, o hijo del hombre venido del cielo-... Y aún cuando se acepte la espera de un Mesías, la interpretación de su figura no es unánime: algunos identifican directamente al Mesías con el pueblo de Israel, otros con un personaje celeste que nada tiene que ver con la filiación davídica, otros con una cabeza de estirpe sacerdotal... Ya sabemos que incluso hoy entre ciertos judíos ortodoxos existe una gran oposición al Estado de Israel que, afirman, es una especie de traición a los ideales religiosos judíos, un estatismo parangonable a lo peor del desdeñado modelo monárquico, una defección de la soberanía de Yahvé...

            Son estas contradicciones en la teología y esperanzas de Israel las que explican nuestro evangelio de hoy. Las frases del discurso que Juan pone en la boca de Jesús son una respuesta a la pregunta que los judíos le han hecho dos versículos antes: "Si tu eres el Cristo, dínoslo abiertamente".

            Sin duda que, en la teología de Juan, Jesús es el Cristo, el Mesías, pero Juan a propósito no quiere este título unirlo demasiado a la descendencia davídica. De hecho David es mencionado una sola vez en todo su evangelio, donde el apodo 'Hijo de David' no aparece nunca. Juan no quiere saber nada con una filiación carnal que pudiera justificar en la Iglesia ninguna sucesión de autoridad. En esto Juan y sus comunidades, como ya lo dijimos el domingo anterior, se alinearán claramente en las filas de la teología antimonárquica y antiautoritaria. Cuando la Iglesia en la segunda mitad del siglo primero todavía está indecisa en adoptar estructuras anárquicas, o colegiadas, o monárquicas o, incluso, en ciertas regiones, legitimar la autoridad hereditariamente mediante la parentela de Jesús, Juan se cuida bien de dar a Jesús el título de descendiente de David. Aún reconociéndole el título de rey, en la respuesta a Pilato aclara bien que se trata de una autoridad que no le viene por descendencia, ni legará de esta manera, sino que la recibe directamente de lo alto, de Dios. "Mi realeza no es de este mundo". Lo cual no quiere decir que no sea, a los ojos de Juan, rey del mundo -como afirman algunos teólogos contemporáneos que quieren erradicar su soberanía sobre la política y estructuras de esta tierra relegándola a una autoridad meramente espiritual o puramente escatológica-, sino que -dice Juan-, no le viene 'del mundo'. Por eso, aunque no menciona explícitamente la filiación davídica para no dar lugar a la tentación de ninguna sucesión dinástica ni autoridad delegada, Jesús reivindica veladamente su autoridad davídica sin mencionarlo expresamente. De hecho no solo David había sido pastor en su niñez, sino que luego, uno de sus títulos, como el de los monarcas de casi todo Oriente y aún occidente -es uno de las designaciones de Agamenón en la Ilíada-, era precisamente el de 'pastor de su pueblo'. Por más que en la teología antimonárquica se insistía en que Yahvé era el único Pastor -"el Señor, Yahvé es mi Pastor, nada me puede faltar"-, en la época de Jesús, el término no podía ser usado por ningún judío sin evocar al mismo tiempo a David.

            Pero eso no creaba ninguna dificultad en Juan porque la autoridad de Jesús aunque mesiánica era mucho más que una mediación de la autoridad de Dios, como podría haber sido la de David. El mesianismo de Jesús es de una categoría superior a la de un Cristo o Mesías entendido a la manera judía. Es la del Verbo hecho carne. Es la del que -como dice el prólogo de Juan-, "desde el principio estaba en Dios y era Dios." Por eso termina este breve discurso con la sorprendente afirmación: "El Padre y yo somos uno". Como le dirá más tarde a Felipe en la última cena: "El que me ha visto a mi ha visto al Padre. ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mi?" (Jn 14, 9-10). De tal manera que Jesús no posee una autoridad delegada sino que es sujeto de la mismísima e idéntica autoridad del Padre.

            Esta afirmación que, poco a poco, llevará a la Iglesia a la afirmación explícita de la igual y misma divinidad de Cristo respecto al Padre en el concilio de Nicea y, finalmente, al dogma de la Trinidad inmanente que sostiene la existencia en el único Dios de tres Hipóstasis distintas, representa una de las afirmaciones más elevadas y profundas de todo el evangelio de Juan.

            Juan aquí instrumenta esta afirmación en función de su concepto de Iglesia, de nuevo pueblo de Dios, del cual Jesús es y será siempre el único pastor. Para las Iglesias johánicas ningún ser humano, ni siquiera 'el discípulo amado' -mucho menos Pedro-, podrán reivindicar esta suprema e inmediata autoridad sobre las ovejas de Jesús. Aún cuando finalmente, tal cual lo hemos leído en el apéndice al evangelio de Juan del domingo pasado, se acepte la dirección y pastoreo petrino de la Iglesia, las ovejas siguen siendo de Jesús y del Padre y del Espíritu Santo, y no de Pedro: "Apacienta mis ovejas".

            Si ser cristiano significa vivir en comunión de caridad y fe con los hermanos y, al mismo tiempo, en relación jerárquica con los pastores vicarios, siguen siendo verdaderas las bellísimas afirmaciones de Juan: que cada uno es inmediatamente reconocido por Jesús, que ser cristiano es antes que nada escuchar su voz y por ello recibir de Él la vida eterna. Ningún pastor humano puede ni debe apartarme del Único Pastor ni de mi obligación de conciencia de escucharle -en oración, en evangelio, en la tradición de los santos-, por más que pastores vicarios y humanos desviados puedan deformar su mensaje, degradar su liturgia, servirme pastos puramente terrenos. "Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre". En el fondo la valiente afirmación de los apóstoles frente al sanedrín, también éste compuesto de falsos pastores de Israel, "hay que obedecer a Dios antes que a los hombres".

            Es inútil que busques pastores que te guiñen el ojo, que digan que si a tus debilidades, que se abracen con el mundo, que cambien el sentido del mensaje de Cristo a predicaciones humanoides... el cura canchero y 'aggiornado' que apruebe tus caprichos y lo que 'sentís' y tus situaciones y acciones irregulares... Es inútil que excuses tus faltas de fe y tus costumbres permisivas en el mal ejemplo de este o aquel cura, o el escándalo o necedad de este o aquel obispo.... Ningún obispo, ningún sacerdote, te servirán de excusa cuando tengas que presentarte frente al único y verdadero Pastor al cual, si eras suyo, debiste reconocer la voz y, reconociéndola, seguirlo, adherido a su amor y a su verdad, a pesar de lo que te digan los hombres.

            La Iglesia hoy nos llama en este denominado Domingo del Buen Pastor a pedir por vocaciones al papel de pastores vicarios, de cuarta, que ejercemos nosotros los pobres hombres llamados al sacerdocio o al episcopado. Que el Señor las conceda abundantes, pero sobre todo santas, de modo que, sin contradicciones, al escuchar sus palabras y seguir sus consejos y ejemplos, podamos escuchar al mismo tiempo y seguir la voz de Jesús, nuestro único Pastor.

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