2003 - Ciclo B
4º domingo de pascua
(GEP; 11/05/03)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 10, 11-18
En aquel tiempo, Jesús dijo: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí -como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre»
SERMÓN
Es en el Próximo Oriente, en el área sirio-palestina y en los piedemontes del Zagros en Irak e Irán, donde, a lo largo del X y IX milenios antes de Cristo, se documentan los primeros pasos hacia la producción de alimentos mediante la agricultura y la ganadería.
Es allí donde, por primera vez en el mundo, los arqueólogos y paleontólogos descubren la presencia de fósiles de ovejas domesticadas. Descendientes de ovinos salvajes, como los actualmente existentes 'mufones'.
La cuestión es que si, desde entonces -el neolítico- hubo un animal popular entre los hombres que comenzaban a civilizarse ese fue la oveja. Gran parte de la alimentación y el vestido de los individuos de las primeras aglomeraciones urbanas de la historia dependieron de estos animales y de la habilidad de los pastores para multiplicar, mantener, cuidar y proteger a sus rebaños.
No es pues extraño que, en la imaginería de aquel tiempo, a los soberanos de las ciudades y a los jefes -entre otros tantos otros nombres, como el de conductor, cabeza, arconte, regente, adalid, hijo del cielo, rey- se los apodara con el calificativo de 'pastores'. Ello está atestiguado desde muy antiguo, por ejemplo en Sumeria, precisamente el lugar donde los arqueólogos descubren los primeros indicios de la domesticación de los bóvidos. Al rey se le llama "el pastor elegido de los dioses". También se les da ese título a los reyes de Babilonia y Asiria. E incluso, para designar la acción de gobernar, era usual hablar de 'pastorear'.
Juntar a las ovejas dispersas, dirigirlas justamente, cuidar de las débiles y enfermas, aparecen, en distintos textos mesopotámicos cuneiformes, como características de un verdadero gobernante. Lo mismo sucede en Egipto desde el Reino Medio, en donde al faraón se le atribuye la función de ser 'pastor de su pueblo'.
Pero no solo los reyes, también a las divinidades se les da el apodo de pastores. Uno de los títulos más usados de Osiris, dios solar, es precisamente el de pastor. Y una de sus funciones era conducir al 'ka' de los muertos, llevándolo sobre sus hombros. "Como el pastor lleva el corderito sobre su espalda", dice un texto jeroglífico en una pirámide del Antiguo Reino. Hay una oración a Amón Ra que lo invoca, refiriéndose quizá a su ejército de estrellas, como "pastor fuerte que dominas sobre tu ganado". Todas imágenes que nos resultan familiares a los lectores de la Sagrada Escritura.
Sin embargo, contrariamente a lo que podríamos pensar, en comparación a las civilizaciones vecinas, resulta sorprendente el uso moderado que se hace de este título en el Antiguo Testamento. Aplicado a Dios, en el Pentateuco, no más de cuatro veces. Nunca a los reyes.
Los estudiosos de la Biblia buscan el porqué de esta diferencia con las culturas del entorno, ya que también Israel era un pueblo pastoril.
Una de las explicaciones, atestiguada en la literatura rabínica, casi contemporánea a Jesús, es porque los pastores tenían mala fama. Su necesaria libertad para ir buscando pastos para las ovejas, lejos de los dueños, hacía que fueran poco vigilados. Se suponía que invariablemente robaban al patrón y no le daban cuenta de todos los nuevos nacimientos. Se guardaban corderitos, pieles, leche y quesos; en su trashumancia se llevaban con sus rebaños las ovejas que hallaban sueltas por el camino; en su soledad -se murmuraba- tenían tratos innominables con sus animales... Eran proverbialmente conocidos por su hedor y por sus pulgas. Tanto es así que, junto con los publicanos y prostitutas, ocupaban el más bajo de los estratos de la sociedad judía. No se podía tratar con ellos, y quienquiera les comprara, fuera del mercado, un animal o queso o leche, quedaba impuro; se hacía cómplice de sus supuestos delitos. (Es así como entiende Lucas que el primer mensaje de la llegada de Aquel que había 'venido a buscar no a los justos sino a los pecadores' fuera hecho a los pastores, en Belén. No por buenos y justos precisamente.)
Pero quizá esto no explique la reticencia del Antiguo Testamento en utilizar el título de Pastor para dirigirse a Dios. Más aún -como hemos dicho-: ni una sola vez, contra las costumbres orientales de la época, se le da a los reyes de Judá o Israel este título. El profeta Ezequiel se lo otorga, pero solo al futuro Mesías, el 'Ungido', el hijo de David.
Es que, si leemos con cuidado la Sagrada Escritura, veremos que, aún habiendo cumplido la monarquía un papel importante en su historia, la identidad del pueblo de Israel, tiene poco que ver con aquella. Más: hay pasajes extremadamente críticos respecto a ella. Cuando el pueblo judío pide un rey al viejo profeta Samuel éste les plantea en términos terribles lo que será de costosa y tiránica una monarquía, un gobierno central, el sometimiento al Estado. Lean por ejemplo el capítulo 8 del primer libro de Samuel.
Es que, cuando se escriben el Pentateuco y los libros de los Reyes, hacia los siglos VI y V antes de Cristo, ya hace tiempo que la monarquía ha sucumbido arrastrando en su desastre a toda la nación. La visión de los autores que relatan e interpretan esa historia es sumamente despreciativa respecto de los reyes fautores de esta desgracia. Apenas queda salvada la figura, ya lejana y corregida por la leyenda, de David.
Destruido Israel, su pueblo en el exilio Babilónico, lo que se añora no son los tiempos monárquicos. Se vuelve la mirada más atrás todavía y se describe como época de oro y, por lo tanto, esperanza de futuro no el reino, el centralismo, el Estado, sino los tiempos de los patriarcas o, cuanto mucho, los de Moisés, cuando no había reyes y todo el mundo, supuestamente, se guiaba, igualitariamente, por la ley de Dios.
Por otra parte, Yahvé, el Señor, no era un Dios originalmente unido a la autoridad, a la monarquía, sino un Dios liberador, redentor, que había independizado al pueblo de Israel del poder del faraón y lo había defendido de los reyezuelos cananeos, arameos, filisteos y moabitas. El ideal, para el Pentateuco, no es la monarquía, el unicato, el estatismo centralista, sino la confederación de las tribus, los diez mandamientos, el derecho de propiedad, la justicia para todos, la igualdad de oportunidades, el bien de la familia y de los hijos.
De allí que la historia que leemos en la Biblia, escrita justamente cuando, otra vez, Israel se encuentra, como cuando estaba en Egipto, en el Exilio, varios siglos después, en Babilonia, no anhele el retorno de la monarquía, ni de un pastor real, sino que pronostique una época en donde se volvería a la pureza y libertad primitivas, cuando todos llevarían escrita la ley de Dios en sus corazones y no fuera necesario un rey o un déspota que la hiciera cumplir y mucho menos, con esa excusa, un soberano surgido de lo político que sojuzgara y esquilmara a su pueblo.
Hoy tenemos muy metido en la cabeza, cuando oímos el término pastor, que se alude a un dirigente religioso. Pero eso no es así en la Biblia: el de pastor es allí un término, acompañado generalmente de un adjetivo peyorativo, que se aplica a los dirigentes políticos. Por eso la sociedad que vuelve del exilio pretenderá construirse solo sobre la ley. Cuanto mucho con sacerdotes que, al mismo tiempo que garantizarían la benevolencia divina, recordarían e interpretarían esa ley a su pueblo.
Pero vueltos a su tierra, gracias al conquistador de Babilonia, Ciro el persa -a quien Isaías, según las convenciones de la época, aplica el término de 'pastor'-, los cinco siglos que separan a esa vuelta de la llegada de Cristo se ven tan llenos de abusos, ahora de los dirigentes menores, de los sacerdotes, de los escribas, de los jueces corruptos, de los comerciantes ávidos de ganancias, de los banqueros usureros, de los políticos de comité, de Sanedrín ... que la ansiada utopía queda casi destrozada. Ya ser pastor es lo peor de lo peor. Jeremías, Ezequiel, Zacarías casi solo usan la palabra pastor para hablar de los falsos pastores, de los que esquilman las ovejas, de las que las matan, de las que las exprimen, mercenarios que solo quieren sacar de ella la leche y la lana, sin importarles nada de ellas mismas, dejándolas a merced de los lobos, ellos mismos lobos con piel de oveja.
De allí que, otra vez, en los profetas postexílicos, la esperanza mire a un futuro casi anárquico, en donde no harán falta los pastores y solo Dios será el auténtico pastor. La Biblia no da mucho lugar para tener esperanzas en las autoridades humanas. No que no las considere necesarias, sería imposible una sociedad sin ellas, ni siquiera en un convento, pero si que las mira siempre contaminadas de ambición, de ansias de poder, de búsqueda del tener y del placer.
Tampoco el nuevo Testamento. Que todos los jefes y autoridades de Israel son ilegítimos, para Lucas está demostrado en el discurso de Pedro -la primera lectura de hoy- cuando acusa precisamente a éstos de haber asesinado a Jesucristo: "Jefes del pueblo y senadores, [...] este hombre está aquí sano delante de vosotros por el nombre de nuestro Señor Jesucristo de Nazaret, el que vosotros crucificasteis..." No son los políticos los que traen la salvación, más bien al contrario, sino Jesús. La política, al menos entre nosotros, ayudada por el periodismo y la dirigencia intelectual y pseudoartística, ha vuelto a crucificar a Cristo: lo ha expulsado de la sociedad, lo ha arrinconado a los arrabales del folklore, lo ha despojado de toda trascendencia y divinidad. No existe ni en los discursos, ni en las leyes, ni en la educación, ni en la justicia, ni en los diarios, ni en la televisión, ni en las cátedras: todo es postcristianos, cuando no directamente anticristiano. Más que nunca se puede hoy decir respecto a nuestro pueblo lo que, en frase de Jeremías, repite Jesús mirando conmovido a su gente: son 'como ovejas sin pastor'. Peor, dispersas y depredadas por los lobos, disfrazados con la piel de oveja de las elecciones, de la falsa democracia.
Pero, contra todo eso, hoy se presenta Cristo en el evangelio de Juan como el pastor, pero no cualquier pastor, sino el bueno "Yo soy el buen pastor". El que Dios en su nombre envía para gobernar directamente los corazones de su pueblo y conducirlos a la verdadera vida.
Y el pasaje del evangelio quedaría sin ser comprendido del todo si lo entendiéramos solo en polémica con las autoridades judías de la época, o con las de la vieja monarquía, o con las de cualquier político de nuestros tiempos, entendidos como asalariados a quienes solo importa su propia vida y sus propios beneficios. El evangelio de Juan está escrito muchos años después de Jesús, cuando los cristianos ya empiezan a organizarse y, entre ellos, surgen líderes, jefecitos, empiezan a delinearse autoridades. Y eso no le gusta a nuestro evangelista. Noten Vds. que Juan jamás utiliza la palabra 'apóstoles' para nombrar a los doce. Siempre los llama discípulos. Hay un intento explícito en su evangelio de crear una sociedad sin jerarquías, fraterna, igualitaria, en donde el único primado lo tenga el amor, la caridad. El único pastor -insiste Juan- es Jesucristo, el buen pastor, nadie puede reivindicar ese título. Ni los obispos, ni los curas, ni el Papa, ni los 'fundadores', ni nadie, 'pastores' en todo caso con superminúscula, delegados, y solo pastores cuando lo hacen a imagen y en nombre de Jesús, no de si mismos, ni de sus ideas personales, movidos solo por la caridad.
Todo cristiano ha de saber, afirma Juan, que la única autoridad verdadera, a la cual en lo íntimo de su conciencia tendrá que rendir cuentas cada uno, el solo capaz de llevar a la salvación, es Jesucristo. Como también lo hemos escuchado a Lucas, en la primera lectura "no existe bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el cual podamos alcanzar la salvación."
Ciertamente un utopismo llevado al extremo haría caer tanto a las sociedad como a la misma iglesia en la anarquía. Siempre hay fuerzas de disolución, crimen y egoísmo que necesitan ser reprimidas, opciones hacia el bien común que han de ser dirigidas por autoridades legítimas. Si Vds. leen las epístolas de Juan, verán cómo el ideal de la pura fraternidad no funcionó: se produjeron conflictos, enfrentamientos. Finalmente, las mismas comunidades fundadas por Juan no pudieron sostener un sistema puramente fraterno y terminaron por aceptar la autoridad de Pedro. Pero la ambivalencia de la autoridad humana que denuncia la Biblia siempre permanecerá. Aún en la Iglesia.
Solo los santos -y hubo, muchas veces, pastores santos; reyes y dirigentes santos- pueden usar sin 'ab'usar de la autoridad.
No. No podemos ser ingenuos, ni siquiera en lo eclesiástico y pensar que todos los que se dicen pastores lo sean a la manera de Cristo. Sigue siendo verdad la afirmación de Juan que el único Buen Pastor es el Señor. Por eso no solo no pueden escandalizarnos los pastores que a lo largo de la historia de la iglesia han fallado y fallan en su misión, sino que tampoco podrán ellos excusarnos de nuestros propios extravíos, de ningún modo legitimados por sus malos ejemplos. Todo cristiano tiene la liberadora obligación de saber por su cuenta que es lo que quiere Jesús de él, y cuándo los que se llaman a si mismos pastores lo siguen, y cuándo no. También, aunque Jesús les haya encomendado la misión de apacentar a su rebaño, hay muchos entre ellos que lo hacen mal. Pero por su coherencia o no con el evangelio, 'por sus frutos', dice el Señor, 'los conoceréis'.
Y tanto más en el campo de lo político. Porque la desconfianza fundamental del antiguo testamento a la dirigencia con poder, no puede menos que agravarse cuando ni siquiera de palabra se reconoce a Dios y gran parte de las leyes vigentes tanto en economía como en política, se dan de patadas con Su Ley.
Pero nada de esto es para hacernos pesimistas. Realistas. Lo mismo, a partir del domingo que viene, salte a la casilla que salte la bola de la ruleta de los votos, -una más de las tantas elecciones que hemos debido padecer en nuestra menuda historia-, podremos seguir viviendo. Mejor o peor, Dios dirá. La vida da muchas sorpresas. Cualquiera sea el contexto futuro que nos toque vivir, lo mismo servirá para que cada uno pueda seguir a su único Pastor. Hacernos santos.
Porque nuestra elección tiene que ser mucho más profunda que la que marque con su sello redondo el casillero en blanco de nuestro DNI -elección de la cual bien podemos prescindir-. Aprovechemos la ocasión, aunque nos quedemos en casa, para votar otra vez, no a cualquiera de los que disputan la poco importante presidencia de este desplazado lugar del mundo los próximos cuatro años, sino, otra vez, la dirigencia de nuestra vida, de nuestros quereres, de nuestra manera de proceder, de nuestra jerarquía de valores, de nuestro modo de amar y de jugarnos por los demás, de nuestro vivir en familia y educar a nuestros hijos, de nuestro hacernos hombres, que no puede ser otra que la del único Buen Pastor, el que da su vida por las ovejas, el único capaz de conducirnos -gobierne aquí abajo quien gobierne- a la verdadera felicidad y a la Vida.