1972 - Ciclo A
4º domingo de pascua
23-IV-72
Lectura del santo Evangelio según san Juan 10, 1-10
En aquel tiempo, Jesús dijo: «Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino por otro lado, es un ladrón y un asaltante. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. El llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando las ha sacado a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz» Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir. Entonces Jesús prosiguió: «Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia»
SERMÓN
Como Vds. han de saber, la Universidad Gregoriana de Roma, que es uno de los más renombrados centros de estudios filosóficos y teológicos de Europa, reúne estudiantes de todas partes del mundo. Hasta no hace muchos años, los alumnos de cada grupo nacional estaban obligados a distinguirse por el color o forma de su hábito. Así, por ejemplo, los latinoamericanos usaban sotana negra con faja azul, los alemanes hábitos morados –parecían cardenales-, los griegos, celestes, los africanos blancos con listones rojos. Una de las cosas más pintorescas de Roma era justamente ir a ver al mediodía, al término de las clases, esta estudiantina multicolor desbordando por las calles vecinas a la Universidad. Allí estacionaban los ómnibus de los turistas que acudían a ver el espectáculo. Tanto es así que, cuando estos uniformes comenzaron a dejar de usarse –porque los estudiantes comenzaron a tener vergüenza de utilizarlos, de ser distintos-, el intendente de Roma protestó ante la Santa Sede por restar un atractivo turístico a la Ciudad Eterna.
El caso es que, uniformes o no uniformes, la Gregoriana sigue siendo un centro internacional donde es posible encontrarse con gente de todas las latitudes: coreanos, polacos, indios, paquistanos, chinos, ingleses.
Y, aquí comienza mi historia. Recuerdo que, cierta vez, presté un libro valioso a un nigeriano, negro como el carbón, que, ocasionalmente, conocí en el bar de la Facultad. Pasó un mes y el dicho libro, que a mi vez hube de necesitar urgentemente, no había vuelto a mis mano. Con gran horror, cuando comencé a buscar a mi nigeriano, me di cuenta de que me sería imposible hallarlo. Sencillamente porque, para mis ojos de blanco, todos los negros eran exactamente iguales. Distinguir un negro de otro era para mí como para un hombre de ciudad percibir la diferencia entre vacas de la misma raza o, para el visitante de una maternidad, un bebe de otro. Me resigné, pues, a perder mi libro. Pero ¡cuál no sería mi sorpresa, a los tres meses, cuando se me acercó un negro con mi libro en las manos y me dijo: ”¿Será usted el que me prestó un libro a comienzos de año?” “Sí”, le respondí, y medio azorado, escuché: “¡Por fin lo encuentro! Me era imposible reconocerlo; ustedes los blancos son todos idénticos”
Probablemente también para las vacas o los bebes todas las caras que se asoman a mirarlas sean exactamente iguales.
Pero pregunten Vds. a una mamá si su bebe es igual a otros, o intenten cambiárselo por uno ajeno y verán si no lo distingue. Lancen un ternerito en medio de cientos de vacas aparentemente iguales y verán si no encuentra a su madre.
Desde afuera todos los hermanitos de una familia parecen iguales, pero ¿quién es el que no se asombra cuando, por vez primera, le dicen que es parecido a su propio hermano?
Así es, señores, cuánto más conocemos a un individuo, cuanto más lo amamos, más lo distinguimos de los demás. Al principio son todos negros, o todos blancos, o todas vacas, o todos bebes. A medida que los vamos conociendo y queriendo, se transforman en nigerianos o angolanos, franceses o italianos, Hereford y Shorthorn, hasta que, un día, también tienen nombre y apellido, apodo y sobrenombre. Y, entonces, si realmente los amo y los conozco, nunca podré confundir a Juan con Alberto, a Susana con Elsa. El hombre conocido y querido es único, inconfundible, distinto, de contornos netos y definidos, persona.
En “El arte de ganar amigos”, el famoso libro de Carnegie , se afirma que no hay sonido más dulce para los oídos de ningún hombre que el de su propio nombre (1). Y es verdad: a nadie le gusta sentirse un número, uno más, ubicado más o menos en la cola anónima de la humanidad. Todos, porque son únicos -Dios los ha hecho únicos- desean verse reconocidos y amados como únicos, como personas.
Publicado 1936
De allí la terrible angustia y soledad del hombre moderno confundido en la masa sin nombre de las grandes ciudades, donde nadie se conoce, donde nadie se ama. Rebaños que pastan en las vidrieras de Buenos Aires, hormigas que cavan su senderos por Florida, terneros hipnotizados por las mismas pantallas movedizas, números fríos en los expedientes anónimos de las oficinas.
Se llenan las frases de grandes palabras, se habla del sublime destino del Ser Humano, se inciensa al Hombre con mayúsculas, se perora sobre el futuro de la Humanidad, de la dignidad del Obrero, de la maldad del Capitalista. Pero nadie se ocupa de mi, de ti, de él, de Juan Ramírez, de José Fernández, de Pepe, de la Beba.
Se juega con abstracciones que no existen. Porque ¿dónde está la Humanidad, dónde el Hombre con mayúsculas, el Ser Humano, el Proletario, el Capitalista? La mirada sin amor de los sistemas de los políticos ávidos de votos y de los intelectuales ha esfuminado a los Juanes y a los Pedros, los ha amontonado en confusa parva, los ha convertido en masa. Masa para sacar votos, masa para extraer consumidores o pagadores de impuestos, masa para dirigir a golpes de semáforos y latigazos de propaganda.
El mundo moderno ha sacado al individuo de su ambiente natural, su familia, su aldea, su pueblo, su pequeño club o industria, donde era personalmente conocido y estimado, y lo ha arrojado en los enormes corrales de las megalópolis, de las superoficinas, de las superfábricas. Un número, una tuerca, un tornillo, ya no más individuo, ya no más persona, ya no más Juan y Pedro.
Ha degradado el amor al prójimo, la caridad personal, la fraternidad cristiana, al mecanismo sin rostro de los seguros y Ministerios inútiles de bienestar social. Pero pregunten a los miles de hombre y mujeres solos de Buenos Aires: “ No quiero tu dinero, quiero tu sonrisa, quiero tu amistad ”:
Y ahora tiene el tupé de venir con sus grandes promesas: que la Humanidad, que el Hombre, que ‘los argentinos', que el Pueblo …
Que se guarden sus promesas, falsos pastores. Nadie necesita jefes que digan amar al pueblo, sino que sepan amar personas. Porque nadie da su vida por la Humanidad o por el Ser Humano, ni por el Pueblo de Dios, sino por personas a quienes ama.
Falsos pastores. El Buen Pastor es el que da su vida por sus ovejas. El que llama a cada una por su nombre.
Así nos ama y nos conoce Cristo. El no ha dado la vida por el Hombre ni por la Humanidad. El ha muerto por ti y por mí. Y nos conoce y ama con nuestro nombre y apellido.
Y tu nombre y mi nombre en sus labios será nuestra recompensa para toda la eternidad.
1- “Recuerde que para toda persona, su nombre es el sonido más dulce e importante en cualquier idioma. Jim Farley descubrió al principio de su vida que el común de los hombres se interesa más por su propio nombre que por todos los demás de la tierra. Haga el esfuerzo por aprender los nombre de pila (preste atención). El nombre pone aparte al individuo; lo hace sentir único entre todos los demás. La información que damos, o la pregunta que hacemos, toma una importancia especial cuando le agregamos el nombre de nuestro interlocutor”