Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1980 - Ciclo C

4º domingo de pascua
16 de abril 1989

Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 27-30
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa.

SERMÓN

"Imagen de ‘frustración': Una amargura irreprimible dejó traslucir la imagen del presidente de los Estados Unidos, James Carter, cuando habló al pueblo norteamericano para dar cuenta de (…) ” decía el epígrafe de una fotografía del mentado en La Nación de hoy.

Hace tres o cuatro días otro diario afirmaba algo parecido de ese triste personajón que fue Sartre: "Se sentía ‘frustrado' en los últimos años de su vida ”. Jean Paul Belmondo, no hace mucho, también declaró que se consideraba ‘frustrado' en sus experiencias matrimoniales.

Y "se ‘frustraron' las esperanzas de un pronto desenlace de la suerte de Tito ”, o "de los cautivos ”, o "de los rehenes ” -también lo hemos leído-. Y el ecónomo "habló de la ‘frustración' de las esperanzas en el plan económico ”. Y un conferencista, "de la ‘frustración' general del hombre contemporáneo ”; una vedette, "de la ‘frustración' de su promisoria carrera artística”; un político, "de la ‘frustración' del pueblo ”; una adolescente, "de la ‘frustración' de sus amores ” y un anciano, "de la ‘frustración' de sus juveniles ilusiones y de su vida toda ”.

Y hete aquí, pues, que ‘frustración' se ve convertido en uno de los términos más atareados de nuestro diccionario moderno. Por algo será, digo yo. Porque, a decir verdad, leyendo literatura periodística un poco más antigua, el término aparecía poco, y en contextos diferentes.

Del 50 al 70 más bien se hablaba de ‘esperanzas'. Esas esperanzas –muy lejos de la Esperanza teologal- que, hundiendo sus raíces en el ingenuo progresismo de fin del siglo pasado, no habían podido destruir las dos tremendas conflagraciones mundiales de este siglo. En realidad se alimentaban en la ilusión de la lección supuestamente aprendida por el horror de la guerra, en el avance vertiginoso de la técnica, en la nueva economía americana y, más tarde, en el falso espejismo de John Kennedy , en la reorganización de la ONU -con su orgulloso edificio apuntando a las nubes-, en la difusión triunfante de la democracia, la descolonización y, para los cristianos, en el fútil entusiasmo del Concilio Vaticano II sumado al último aliento al optimismo que fue la llegada del hombre a la luna.

Sí. Muchas cosas alimentaron falaces esperanzas en nombre de la humanidad, del poder de diálogo, del ingenio, de la bondad natural del hombre.

A todo esto que apuntaba aquella confianza en el progreso, los años que hoy estamos viviendo, el panorama del presente, le dio un mentís estrepitoso. La crisis energética, la polución ambiental y los trastornos ecológicos han frenado el optimismo ingenuo en los avances de la ciencia. La superpoblación, el desgaste irreversible de los recursos naturales, impiden pensar que a todos alcance un día un futuro a lo Hollywood. Aún los países más prósperos de occidente anuncian síntomas de crisis económicas.

La democracia liberal se revela cada vez más como maligna fuente de corrupción, anarquía, inmoralidad, disolución de la familia, destructora de valores, de jerarquías, de verdades. La descolonización no ha hecho sino hacer retornar más feroces que nunca los demonios tribales o entregar inermes a los pueblos al marxismo. El comunismo sigue revelando su inhumanidad y crueldad en los archipiélagos Gulag, en su imperialismo sangriento, en el repudio de su pueblo.

El Estados Unidos que, hace unos años, era el ejemplo al cual tantos apuntaban, hoy se remece en el ludibrio internacional, mientras su torpe mesianismo democrático y pro-derechos humanos –falsos- castra la posibilidad de sanas reacciones de los pueblos. La ONU es una grotesca mascarada de charlatanes inútiles y perpetua tribuna de las izquierdas. La Iglesia del Vaticano II llena de desgarrones y contradicciones. Y ¿para qué seguir enumerando? Los males son muchos y graves.

Y la lógica conclusión sería ¿cómo no nos vamos a sentir frustrados?

A partir de esto -de la amargura de la frustración- el predicador podría sacar piadosas conclusiones y, fustigando los males del mundo, incitar a sus fieles a poner sus esperanzas en el Cielo y a hacerse santos. Lo cual estaría muy bien. Pero, quizá, valdría la pena ahondar más en las causas generales de esta llamada ‘frustración'.

Y me explico. Una cosa es reconocer los males de nuestra época –graves, sin duda y de incierto futuro- y otra es sentirse ‘frustrados'. Podemos hacer lo primero, reconocer los males. Pero el cristiano no tiene ningún motivo para sentirse ‘frustrado'.

Dice el DRAE: ‘frustrar' es "Privar a uno de lo que esperaba ”. Ven: solamente si uno ‘espera cosas que no obtiene', puede sentirse frustrado.

El secreto, pues, para no sentirnos frustrados sería no ‘esperar cosas que no podemos conseguir'. Es una cuestión de adaptación a la realidad, de conformidad con nosotros mismos, de estar contenidos –‘contentos', en latín- en nuestros límites y en el de la realidad finita y pecadora que somos y nos rodea.

¿Cómo no vamos a encontrarnos frente a una generación de frustrados, cuando se les han prometido tantas cosas que no se pueden realizar en este mundo? Se nos acostumbra mal a partir de nuestra niñez. Desde la propaganda que por las cosas más tontas promete la felicidad -la sonrisa plena del que toma Coca Cola, o del que fuma cigarrillos en la pista de esquí o en las islas Bahamas; la felicidad del que usa tal desodorante o toma tal cual ginebra.

En realidad en ello se basa toda propaganda: mostrar el consumo del producto como generador de felicidad –por otra parte entendida epidérmicamente-. Como si nos dijeran aquí tienen la dicha, fácil, al alcance de la mano. Use tal perfume y será trasladado automáticamente al paraíso.

Pero a este clima de promoción de consumos que no agregan demasiado a lo hondo de nuestras vidas se suman las promesas utópicas de los políticos, pasando por los triunfos fáciles de los protagonistas de las series televisivas, catalizado todo por el aliento ambicioso de los padres empujando a sus hijos a obtener siempre más.

Todo lleva al hombre de hoy a pedir, a exigir, de la vida más de lo que ésta puede dar. Así, con ilusiones desmedidas, nos acercamos a todo: a nuestros estudios, a nuestras familias, a nuestra patria, al matrimonio, al trabajo, a nuestras profesiones.

Y, claro, si creíamos que cualquiera de estas cosas iba a hacernos plenamente felices, la realidad limitada de lo terreno y puramente humano se encargará de desilusionarnos, de frustrarnos.

Porque resulta que, sin saberlo, el hombre oculta en su corazón un deseo ilimitado de felicidad. La ‘libido' es ilimitada, diría Freud , y Sartre estaba de acuerdo con ello.

Y así es. Porque el apetito del corazón del hombres ha sido creado por Dios infinito, indefinido, porque está hecho para poder disfrutar un día de la infinita felicidad que solo Él puede dar, Plenitud sin límites de Bien, de Belleza y de Alegría.

Claro, si no lo sabemos, si nos confundimos, si lanzamos toda esta hambre de Felicidad y de Bien sobre los objetos finitos y pequeños que nos ofrece el mundo ¿cómo no nos vamos a desilusionar? ¿cómo calmar nuestra hambre de infinito con un mendrugo de pan?

Pero así nos acercamos a las cosas. Sin pensar en su radical finitud. Entonces ¿cómo no frustrarnos?

¿Cómo va a ocupar el lugar de Dios una criatura? Si me acerco al matrimonio pensando que allí voy a lograr la plenitud de mi existencia; o a este hombre o a esta mujer creyendo que ellos van a satisfacer totalmente mi corazón; los estoy trasformando en dioses, en ídolos ¿Cómo no voy a sentirme frustrado cuando los vea con sus defectos, sus limitaciones, sus ruleros?

Lo mismo cualquier trabajo o estudio o profesión o cosa. La realidad me mostrará que no encuentro en ellos todo lo que había esperado. Y, porque no fui realista desde el principio, por eso ahora me siento frustrado, amargado, en mi matrimonio, en mi actividad, en mi camino lleno de límites y, también, de males que, inevitablemente, he elegido.

Lo mismo con los países y la política. Nos prometen utopías, queremos paraísos ¿cómo nos vamos a conformar con la realidad de una Argentina llena de argentinos? ¿Cómo nos vamos a conformar con un mundo lleno de hombres, mezcla de bondad y de maldad, de gracia y de pecado?

"El mundo ” –dicen- "está frustrado ”. En realidad está tan mal y tan bien como más o menos todas las épocas. No hubieran existido falsas esperanzas no habría hoy frustración.

Las cosas pueden mejorar, por supuesto, y empeorar, también. Nunca ser definitivamente buenas o definitivamente perversas. Todo, aquí en la tierra, puede ser siempre mejor.

Por eso el cristianismo es sabio. No promete la felicidad en este mundo. Tampoco promete la desdicha. El mundo, creado por Dios, aunque limitado, es hermoso y está lleno de bienes. Sabiendo desde el inicio de nuestras vidas que ninguno de estos bienes puede colmarnos, podemos legítimamente disfrutarlos. Basta no pedirles que me den más de lo que pueden. Porque si, queriendo un banquete, me sirven una papa hervida, me frustraré; pero si no me he hecho ilusiones de banquete, con mediana hambre, podré disfrutar de la papa. Y de mi jardín, y de mi casa, y de mi familia, y de mi trabajo, y de mi mujer con ruleros, y de mi hijo penúltimo de la clase.

Claro que, además del límite, también existen el mal y el pecado y el dolor. Pero, si yo lo sé de antemano y lo preveo, tampoco me frustraré y el dolor dolerá menos.

Pero ¿quién nos prepara hoy para el dolor, para el pecado, para la muerte? De allí que estas desdichas se hagan mil veces más terribles cuando inevitablemente aparecen.

Se equivoca grandemente el clérigo ‘postvaticano' que, para hacer del cristianismo algo supuestamente alegre, oculta la realidad de la cruz, banaliza la liturgia, oculta el mal, no habla de pecado. Cuando estos lleguen –y casi siempre llegan- habrá desarmado a sus fieles para enfrentarlos.

De la ilusión a la frustración el paso es inevitable cuando no se tiene claro desde el vamos que lo único capaz de colmar la dinámica infinita del deseo, es Dios. Y ¡cuando Lo veamos tal cual es! Pero, cuando sabemos esto, entonces, podemos pasar por el mundo con la alegría propia del que acepta el don de Dios en las pequeñas o grandes felicidades de esta vida, sin esperar de ellas ni más ni menos que la riqueza que poseen, y del que sabe, además, que, incluso los males, el dolor y la muerte, pueden transformarse en bienes, en verdadero crecimiento, en la magia de la Cruz.

Por eso predicar la esperanza de la Vida eterna, no es despreciar el mundo ni renunciar a la felicidad terrena. Muy por el contrario, se transforma en el único medio de gozar auténticamente de los bienes de este mundo.

La felicidad futura se transforma en motivo de felicidad presente.

Porque, como cristiano, no espero de la vida una felicidad que no puede darme, soy el único capaz de disfrutar la felicidad que sí puede otorgarme.

Por eso el evangelio es Buena Noticia, porque no tolera frustrados ni frustraciones. O, mejor dicho, teme una sola frustración, la eterna, la definitiva. Pero, en el fondo, ni esa, porque llegar a aquella felicidad no depende de mis fuerzas sino de Cristo.

"Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás y nadie los arrebatará de mi mano ”.

Y el que promete, no es otro sino el que es capaz de cualquier imposible, el omnipotente Dios:

"Yo y el Padre somos uno ”.

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