Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1989 - Ciclo C

4º domingo de pascua
16 de abril 1989

Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 27-30
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa.

SERMÓN

            ProfesiÓn de la Hna. MarÍa de los Ángeles de JesÚs

Con esta primera pregunta -llamada- a la Hna. María de los Ángeles de Jesús, hemos dado comienzo a nuestro ofertorio de la Misa de hoy, que sigue la procesión de las ofrendas tal cual se hace en casi todas las misas de las parroquias, cuando dos o tres personas de la comunidad llevan hacia el altar el pan y el vino, y el sacerdote los presenta, elevando patena y cáliz, a Dios. Esa ofrenda, ese pan y ese vino que, más tarde, se nos devuelve consagrado, transubstanciado, en el Cuerpo y Sangre de Jesús.

Pero todos sabemos muy bien que ese pan y ese vino que ofrendamos al Señor no son sino el símbolo, el gesto, por medio del cual expresamos nuestra propia interior actitud de donación y entrega, en el amor, a Dios y al prójimo. En la humilde obediencia a Su voluntad y que es la que carga de sentido a la desnuda y leve objetividad del vino y del pan. Sin esta carga de nuestra propia entrega realizada a lo largo del día y de la semana, harina y uva quedan estériles en el plato y la copa, aunque se transformen, allí, sobre el altar, pero no 'comulgado' por nosotros, en Cuerpo y Sangre de Cristo. Porque en la Comunión cada uno recibe, transformado, consagrado, solo lo que en la patena ha entregado de sí.

Pero el ofertorio de hoy no corre de ninguna manera el peligro de ser un gesto vacío: porque en nuestra procesión de las ofrendas, en nuestra patena y cáliz hoy se ofrece el pan crocante y el vino espumoso de una joven vida, de una virgen, de una muchacha, que ha decidido hacerse ofrenda permanente para Dios y regalarse sin condiciones y sin retorno, para siempre, en todos sus minutos, sus horas y sus días, a Dios nuestro Señor.

"Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen". La Hna. María de los Ángeles de Jesús, oveja de Cristo, un día escuchó la voz de Jesús y, abandonándolo todo, quiso seguirlo, con la guía de María, por el camino escabroso y ríspido, pero directo, del Monte Carmelo. Largos años de postulantado y noviciado, votos temporales, han ido madurando en ella esa su decisión primera, para que, ahora, en plena lucidez y libertad haga su ofertorio definitivo, su profesión solemne.

De hoy en más, todos los ofertorios de sus misas habrán de recordarle este, resuelto y decidido, de hoy. Ellos serán la revalidación diaria de este gesto litúrgico por el cual, abnegándose de sí misma, se regala a Jesús; hasta el día en que, ofrenda consumada y consumida, vuele a los brazos de su Señor, en el final ofertorio de su muerte.

Todo esto suena absurdo en el mundo contemporáneo, incapaz de entender el misterio pascual. ¿Cómo una chica joven podrá cometer semejante desatino, renunciar a su casa, a su profesión, a formar una familia?

"¿Habrá tenido alguna desilusión; algún fracaso?" "¿La habrá dejado el novio?" Así comenta a veces espontánea a veces malpensadamente alguno. Si no es como algunos que se creen más eruditos, que apelan a algún llamado oscuro del inconsciente, a alguna explicación freudiana.

Ellos nada saben de las alegrías del espíritu, de los llamados al heroísmo, de la solidez de una vida con un solo objetivo, ni de la paz y serenidad del saberse en el camino, ni de las elevaciones del alma en la contemplación del encuentro con el Dios amado.

No, seguramente, por su culpa. ¿Cómo habrían de saberlo en esta cultura pedestre que nos vende el mundo de hoy, con sus objetivos pseudopolíticos, confortísticos, placenteros, crematísticos? ¿Cómo percibir la vocación profunda a lo grande que abriga todo humano corazón detrás de la cortina de humo del barullo mundano magnificado por los 'mas media' y de las pasiones desbocadas por una falsa liberación?¿Cómo habrían, sobre todo, de sentir el llamado de Jesús y la alegría maravillosa del seguirlo?

El mundo solo ve lo que la monja abandona, pero no entiende nada del bien y la belleza y la alegría que ella abraza.

Alegría, sin más, que vivirá plena en los banquetes del cielo, pero que se anticipa en ese céntuplo prometido por Cristo, ya aquí en esta vida, a los que le siguen. Alegrías, ciertamente, que todavía crecen en espinas de cruz, luces que parecen a veces oscuridad, serenidades que se fertilizan en dolor, y amores que se avivan en la ingratitud y en la sequedad, pero alegrías al fin muy superiores a las que el mundo puede dar, si realmente se vive la vida consagrada y no se introduce subrepticiamente el mundo, bajo el hábito, en el corazón.

Por eso, hoy, la Hna. María de los Ángeles de Jesús va a hacer su profesión solemne, su entrega definitiva. Ella viene a presentarse delante de todos nosotros que actuaremos de testigos, como ofrenda viva al Señor. Ella sabe que esta entrega no es un suicidio -como lo podría pensar el mundo- sino que es un enorme privilegio que el Señor le hace: recibirla como suya y hacerla partícipe de todo lo suyo.

Porque por supuesto la Misa prosigue. Después del ofertorio viene el prefacio. Prefacio que el rito prescribe se pronuncie como bendición sobre la profesa. Prefacio que se corona en la consagración. Pan consagrado, vino consagrado, ¡virgen consagrada!. Jesús dice sobre ellos: "Este es mi Cuerpo". "Esta es mi Sangre". "Tú eres mía"; y los tres han dejado de ser pan, vino, mujer, para transformarse en fuentes de vida de Jesús.

Sí: hacia allí avanza la procesión de las ofrendas, la profesión de la virgen: hacia la consagración. Eso que era solo pan, solo vino, solo vida humana, ahora es transformado en vida divina que se nos ofrece en comunión. Cristo, en la Misa acepta nuestra ofrenda, la hace suya, la transubstancia y asciende al nivel de su vitalidad trinitaria, y nos la vuelve a dar, sublimadas, transformadas, consagradas. "¡Admirable intercambio!" dice la liturgia. Nosotros entregamos lo humano y Él nos entrega lo divino. ¡Oh buen Señor que quiso cambiarnos el oro, los dólares de su existir celeste por el cobre, los australes, del nuestro terrestre!

La Hna. María de los Ángeles de Jesús va a hacer ahora su ofertorio, su ofrenda. Yo se lo voy a aceptar en nombre de la Iglesia, en nombre de Cristo Jesús, y también, en Su nombre, voy a transformar esa ofrenda. La voy a consagrar, como consagro el vino y el pan. "Esto es mi Cuerpo", "Esta es mi Sangre". "Tú eres mía".

Desde ahora ella hará presente y manifiesto en su vida la vocación profunda de todo bautizado: el vivir como consagrados, como sagrados.

Por eso, desde ahora, ella será "reverenda", "Reverenda Hermana", digna de reverencia. Todos nosotros, bautizados, pero sobre todo ella, 'consagrada', 'sagrada', no deberá permitir que nada menos digno, en sus pensamientos, acciones y palabras, contamine su vivir.

Ha de saber que, desde ahora en adelante, todas sus acciones son 'sagradas', desde el rezo del oficio en la capilla, el lavado de baños, cacerolas y pasillos, hasta la recreación en el jardín. Todo meritorio, todo ofrenda agradable a Jesús.

Porque ella ya no se pertenecerá más a sí misma, deberá sentirse siempre y en todo, 'pertenencia', 'propiedad' de Jesús. Y -lo ha oído muchas veces- en la medida en que, olvidada de sí, se ocupe solo de los asuntos de su Señor, el Señor se ocupará de ella, de 'Su propiedad', y nada le hará faltar en el camino hacia la santidad.

Y los que estamos aquí presentes agradecemos a Dios y agradecemos a la Hna. María de los Ángeles de Jesús este regalo que nos hacen. Que hacen a la Iglesia: porque nadie se puede santificar solo -como decía Jesús en su discurso de despedida en la Última Cena-: " por ellos me consagro, por ellos me santifico, para que también ellos sean consagrados y santificados ".

La santidad, aún oculta en medio del desierto, si es verdadera santidad tiene proyecciones fraternas y alcanza con sus gracias a toda la Iglesia. Bendito sea Dios que nos hace este regalo a la Iglesia de Buenos Aires, a nuestro barrio, a nosotros.

Y nosotros, a nuestra vez, prometemos rezar por ella, por lo menos hoy en esta ceremonia; e invocaremos en las letanías sobre ella la protección de todos los santos. Antes de la oración consagratoria, antes de que se levante resucitada, transformada, consagrada, después de haber significado su muerte al mundo y al pecado, su ofrenda de sí, postrándose en el piso patena. ¡Aleluya!

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