1992 - Ciclo C
4º domingo de pascua
(GEP, 10-5-92)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 10, 27-30
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa.
SERMÓN
Hoy, cuarto domingo de Pascua, es el domingo llamado del Buen Pastor, tradicionalmente dedicado a orar por los sacerdotes y designado por Pablo VI Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones.
Supuestamente, en efecto, los pastores serían los obispos y los presbíteros, cuyo número, últimamente exiguo, habría que multiplicar por medio de la oración y la promoción vocacional.
Y la cosa es ciertamente así: hay que rezar mucho para que se multiplique el número y la calidad de los que aspiran al sacerdocio.
Pero, ya que estamos, y como la ocasión para esta jornada se toma de los pasajes del capítulo 10 del evangelio de Juan que se refieren al Buen Pastor y que se lee en los tres ciclos de este domingo, será bueno aclarar que jamás el cuarto evangelista llama buen pastor a nadie más que a Jesucristo; y que solo una vez en todo el nuevo testamento se hace referencia al pastor como oficio eclesiástico, en la epístola a los Efesios. En toda la Biblia siempre que se habla de pastores humanos se habla de malos pastores, excepto del descendiente de David que alguna vez vendrá y de Dios único verdadero pastor de Israel.
Más aún: el evangelio de San Juan, no solo no habla de buen pastor sino para referirse a Cristo, sino que nunca hace distinciones en la Iglesia entre simples fieles -diríamos hoy- y autoridades eclesiásticas, entre apóstoles y meros cristianos. De hecho aunque Juan nombra a los doce, jamás los llama apóstoles, siempre discípulos. Y todo lo que dice a los doce en realidad lo dice para todos aquellos que creen en Cristo. Como señalábamos el domingo pasado, para el evangelio de Juan la figura ejemplar del cristiano no es ninguna autoridad eclesiástica -que en Juan no aparece- sino el discípulo amado. Antes que nada, pues, discípulos.
¿Quiere decir que este evangelio entonces se opone al de Mateo, por ejemplo, en donde aparece una iglesia más estructurada, con autoridades y maestros; o a las epístolas de San Pablo, en donde aparecen ancianos y diáconos presidiendo la comunidad?
No, aunque es evidente que tienen puntos de vista diferentes: no opuestos, pero si complementarios.
Y que es importante hoy destacar, porque nosotros tenemos una concepción de iglesia sumamente jerarquizada. Una especie de pirámide en donde el vértice estaría ocupado por el Sumo Pontífice, por el Santo Padre, por Su Santidad el Papa; algo más abajo Sus Eminencias Reverendísimas, los Señores Cardenales; luego Sus Reverendísimas, también, Excelencias, los Monseñores Arzobispos, luego Sus Excelencias los Monseñores Obispos, y, más bajando, los sacerdotes comunes, los Reverendos Señores Presbíteros, entre los cuales algunos también son titulados Monseñores, aunque no sean obispos, de tres clases: Protonotario Apostólico, Prelado de honor de su Santidad y un tercero que no me acuerdo. Otros son canónigos, otros decanos, más abajo párrocos, capellanes, luego vicarios, finalmente los diáconos y por último abajito abajito de todo, los simples fieles, los laicos.
Todos sabemos cuánto hay de puramente humano en todos estos títulos. Pero claro la Iglesia es humana, tiene sus venerables tradiciones y, siendo la autoridad necesaria, los títulos tienen la función de prestigiar a su ejercicio y también, algunas veces de destacar o recompensar méritos especiales de sus integrantes. Del mismo modo que en lo civil o en lo militar determinadas maneras más o menos solemnes de referirse a las autoridades son normales. En fin son cuestiones discutibles. Al que no le guste tiene perfecto derecho a criticarlas y al que le guste a defenderlas. En verdad sabemos que lo único que pertenece a la esencia de la constitución de la Iglesia es, dentro del orden sagrado, la diferencia entre obispos, presbíteros y diáconos. Todo lo demás son accidentes históricos más o menos útiles o necesarios.
Pero precisamente como este aspecto accidental, pero tan llamativo, de las diferencias jerárquicas lleva a muchos a pensar que, cuando se está hablando de la Iglesia, se habla de las Santidades, las Eminencias, las Excelencias y los Reverendos, es bueno recordar con Juan que la Iglesia antes que nada está formada por discípulos y que el único verdadero pastor es Jesucristo.
Para Juan ni siquiera son importantes las diferencias entre obispos, presbíteros y diáconos, que él desconoce. Juan lucha hasta último momento en las iglesias por el fundadas contra toda distinción jerárquica. Concibe a la iglesia no como una institución fundada en el pasado por Cristo y destinada a continuar la misión, con gente que dirige y sacerdotes, sino como una comunidad de hermanos, en la cual está vigente la presencia actual del Señor Resucitado con quien todos los cristianos, como el discípulo amado, han de vivir en permanente comunión. Por eso es tan importante para Juan la imagen de la vid y los sarmientos; y la eucarístía como comida, como alimento de vida. Porque para él lo decisorio, lo definitivo, lo que marca la gran diferencia -con respecto al resto de los hombres- es el hecho de estar bautizados, de haber pasado a la vida, y de, como los brotes de la viña, como el pan que se comparte, estar unidos constantemente a aquel que la da: "Yo les doy vida eterna".
Y la igualdad fundamental de todos los bautizados está en Juan llevada a las últimas consecuencias. Fíjense que el gran descubrimiento que Mateo pone en labios de Pedro "Tu eres el Cristo, el hijo de Dios", Juan la pone nada menos que en labios de una mujer, de Marta. Porque aún estas diferencias que antipáticamente San Pablo admite en sus cartas: "las mujeres en la Iglesia que se callen", Juan las rechaza: para Juan la Samaritana, Marta o María son personalidades tan importantes como el ciego o Lázaro o aún los doce. Juan destaca que es María Magdalena y no Pedro el primero en ver a Jesús resucitado y, cuando va a los discípulos, es la primera también ella en hacer la proclamación pascual "He visto al Señor". Lo único que vale es ser discípulo amado. Y justamente en un pasaje Juan escribe: "Jesús amaba a Marta, a su hermano y a Lázaro". Eso es lo único que importa.
Juan quería que en la Iglesia todos fueran iguales y que la única primacía se la llevara, pues, el amor de Jesús y a Jesús y a los demás; y no quería saber nada de las comunidades que apóstoles como Pablo y Pedro fundaban con sus autoridades y ministros.
Claro que lo de Juan era una utopía y en realidad no funcionó. Las cartas de Juan nos muestran como la falta de autoridades a las cuales referirse producía desconciertos y divisiones. Al final el mismo cuarto evangelio tiene que aceptar la introducción tardía del apéndice añadido del capítulo 21 en donde Cristo le confiere autoridad a Pedro. Pero aún allí subordina esta autoridad tres veces al amor: "Pedro ¿me amas más que éstos?" y destaca que el verdadero pastor sigue siendo Jesús: "Apacienta mis ovejas".
El evangelio de Juan pues nos servirá siempre para equilibrar la necesidad de autoridad y ministros en la Iglesia con la gran verdad de que antes que nada la Iglesia la formamos todos los bautizados y que aún para el Papa es muchísimo más importante el día de su bautismo que el día de su ordenación episcopal y su elevación al trono de San Pedro. Ser bautizado marca una distinción substancial con el no serlo: el hecho de pasar de lo humano a lo sobrenatural, a lo divino; de introducirnos desde la muerte a la vida; la dignidad suprema de constituirnos en hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, todos sacerdotes, todos apóstoles.
Por eso el evangelio de hoy -y en realidad todo el evangelio de Juan- quiere llamarnos al trato frecuente con el Señor Resucitado, a la vida de oración, a la amistad sin mediaciones institucionales con Jesús: "Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen." Escuchar a Jesús. Orar. Estar en constante comunión y amistad con él.
Pero una vez esto bien claro, hemos de reconocer, aunque no nos guste tanto, la necesidad de que existan quienes por oficio se ocupen específicamente de servir a los demás en el ministerio de la autoridad, de la predicación y de los sacramentos.
Por eso recemos para que las vocaciones a este servicio se multipliquen. Supliquemos sobre todo para que más que sus Santidades, sus Excelencias y sus Reverencias, ellos prefieran llamarse, como suele nombrarse el Papa, "servus servorum Dei", "servidor de los servidores de Dios" y que éste no sea otro título más, sino una realidad, vivida en el amor y en la conciencia de estar sirviendo a una grey que no les pertenece y de ser, también ellos, antes que nada, discípulos.