Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1998 - Ciclo C

4º domingo de pascua


Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 27-30
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa.

SERMÓN           

Es sabido que ya desde sus ancestros primates, mucho antes: desde sus antepasados reptiles, el ser humano, como animal gregario que es, exigió, para vivir en sociedad una cierta verticalidad. La etología contemporánea ha descubierto precisas jerarquías en las agrupaciones animales, desde el macho dominante, jefe del grupo, hasta los individuos de ínfimo rango. Aún en los gallineros se ha encontrado que no hay ni una sola gallina que no ocupe un puesto diferenciado: sea dominada por las de arriba y a su vez domine a las de abajo. Esta jerarquización de las sociedades animales es fruto de astucias de la naturaleza a través de la selección natural, no solo para el orden del conjunto sino para el cuidado y mantenimiento de los más aptos. En efecto son los más capaces y fuertes los que ocupando los puestos dominantes consiguen mayores seguridades, mejores oportunidades de tener hijos, mejor alimentación, y por lo tanto garantizan el aumento de descendencias mejores ...

            Los instintos reptílicos de agresividad, dominio y sumisión, territorialidad, deseo de acceder a alimentos y a miembros del otro sexo, están pues profundamente radicados en nuestras programaciones instintivas y probablemente sean el antecedente fundante de la autoridad en los hombres primitivos.

            Sería excesivo empero suponer que ese es el fundamento último de la autoridad entre los hombres, como afirman algunos biólogos y psicoanalistas de cuño marxista. La autoridad tal como la conocemos es una necesidad específicamente humana nacida en el alba de las civilizaciones al menos a partir del neolítico. Es en ese período cuando el 'homo sapiens', dejando su calidad de mero recolector, descubre el cultivo de los granos y la domesticación de animales. Ello es lo que permite la aparición de grandes conglomerados humanos, mantenidos por agricultores y ganaderos, y, por lo tanto, el nacimiento de la ciudad, con su repartición del trabajo, diversificación de los oficios, y aparición de la gran cultura. Allí también tiende a especializarse el oficio de la seguridad y de la guerra, antes encomendada a todos los miembros varones de la tribu. Se crea el grupo especializado, a veces la casta, de los guerreros, y también, muy unidos a éstos, el de los dirigentes, ciertamente necesarios para coordinar los múltiples esfuerzos individuales y distintos oficios, administrar justicia y aunar las distintas opciones en asuntos atinentes al bien común. Santo Tomas de Aquino, afirmaba que aún en el Paraíso hubiera debido haber autoridad, ya que, por menos indóciles y más buenos que hubieran sido los hombres en ese estado, lo mismo habría sido necesaria una instancia superior que unificara los criterios en asuntos pasibles de ser resueltos de diversas maneras.

            Pero lo que, como su fruto más humano, la abundancia del neolítico con sus graneros y ciudades permite, es la aparición del ocio, incluso de clases ociosas y, por lo tanto, la aparición de la cultura y del arte. Hay gente que ahora tiene tiempo y medios para pensar, reflexionar, crear belleza, escribir poemas, historia, leyendas, construir palacios, templos ... Es allí también, cuando, más allá del mundo mágico del hombre paleolítico, aparecen las grandes religiones con sus respectivos mitos y, luego, las filosofías que, poco a poco, van abriendo la mente del hombre a los grandes problemas, y a preguntarse reflexivamente sobre su destino.

            Así las jerarquías sociales se hacen cada vez más complicadas. Todos estos oficios, papeles y creencias deben organizarse. La autoridad última se ve necesitada de cada vez más poder, a la vez que de mandatarios y clases intermedias. Más aún: es cada vez más necesario contar con un aparato represivo. Como también afirmaba santo Tomás "dado que el hombre librado a si mismo está sujeto a las tendencias irracionales de sus egoísmos e instintos inferiores -reptílicos, diríamos nosotros- la autoridad que se hubiera ejercido naturalmente en el Paraíso ahora tiene que apoyarse en la coacción y el castigo".

            Pero como esa autoridad coercitiva es ejercida también por seres humanos falibles y con instintos reptílicos toda esta organización no se da sin desigualdades e injusticias. Las clases dominantes, si no está bien educada éticamente o desfallecen sus controles, tienden a usufructuar para su propio beneficio el poder y los privilegios que este conlleva y utilizar para ello aún la ley y la coacción.

            Por el otro lado, si, a causa de nuestros instintos, aún las legitimas superioridades las vivimos con antipatía, tanto más el abuso del poder despierta movimientos de rebeldía y de desorden. Rebeldía y desorden que en dialéctica diabólica exigen más represión y castigo, o más sanción social o económica, y así siguiendo...

            Es lógico pues que desde la época de los sofistas, pasando por todos los utopistas de la historia, terminando en Locke, Rousseau, Marx, Bakunin, haya habido tantos pensadores que consideraron y consideran a la autoridad siempre como algo perverso, ilegítimo, a ser abolido, y la anarquía, es decir la falta de autoridad, como supremo ideal social.

            Es echar el agua sucia de la bañadera junto con el bebe. Porque más allá de los abusos de su ejercicio la autoridad siempre será necesaria, tanto en la sociedad, como en el club, como en la empresa, como en el monasterio, como en la familia. Aún el ejército rojo que al principio había intentado terminar con los grados militares tuvo rápidamente que volver a ellos.

            El problema siempre será saber de qué manera es posible controlar lo mejor posible los abusos del poder y hasta qué grado de corrupción podemos admitir o tolerar en la autoridad antes de que se transforme en realmente lesiva para la sociedad. Al fin y al cabo es sabido que es mejor cualquier tipo de orden, aún cuando tenga mucho de injusto, que absolutamente ningún orden.

            Pero, como decía Soljenitsin, "cuando el hombre cree en algo superior, el poder no es aún mortífero. Para los hombres sin esfera superior, el poder es veneno". Lamentablemente en eso estamos. Quizá por primera vez desde hace muchos siglos el hombre se cree la fuente última de la autoridad, sin Dios, sin ley natural, sin otra instancia superior más allá del arbitrio de las multitudes manipuladas por los poderes económicos y mediáticos y con sistemas incapaces de promover a los mejores -al menos en lo político- a los puestos claves. Según muchos pensadores la humanidad sin Dios y sin ética, y sobre todo sin la gracia de Cristo, avanza hacia nuevos sistemas de abusos institucionalizados y esclavitudes anestesiadas que dejarán chatas a todas las dictaduras y tiranías de este siglo que termina.

            Mientras tanto será cobijo para todos la Iglesia; pertenecer a los hombres y mujeres redimidos por Cristo. Aquellos que en la Iglesia 'escuchan la voz de Jesús, son conocidas por Él y lo siguen' -como dice el evangelio de hoy-, y por eso, -también lo dice- ningún poder del mundo puede 'arrebatarlas de sus manos y de las de su Padre'. Es probable que, poco a poco, la Iglesia sea el único espacio verdaderamente igualitario y de libertad que le quede a los hombres, en su predicación de la verdad -esa verdad que nos hace auténticamente libres-; en su enseñanza ética, centrada en el amor vivido en humildad y búsqueda del bien de los demás; en su oferta de gracia realizada a través de sus sacramentos, capaces de darnos fuerzas para vencer nuestras desviaciones, excentricidades e instintos reptílicos; en la búsqueda de Dios y de la felicidad suprema, que nos hace inmunes frente a las tentaciones de los falsos bienes con los cuales pretende encadenarnos el mundo.

            Es verdad que como toda sociedad compleja la Iglesia también tiene jerarquías, autoridad, oficios especializados, cargos con privilegios y, por ello, en alguna medida, su autoridad sufre también las tentaciones anejas al poder. La historia de la Iglesia, junto con ejemplos maravillosos de auténticas autoridades puestas al servicio de los demás, nos muestran también casos de abusos... El que esté libre de culpa arroje la primera piedra. Y sin embargo los buenos ejemplos digamos que son los más. No solo porque desde el evangelio los hombres de Iglesia han ejercido siempre constante autocrítica sobre si mismos, y desde las enseñanzas de Jesús la Iglesia no entiende la autoridad sino en función del servicio, sino porque su sistema de gobierno, aceitado a través de los siglos, se ha demostrado bastante eficaz: una monarquía elegida por un numero limitado de gente mayor, generalmente promovida por sus méritos, los cardenales, descartado por el celibato todo favoritismo nepotista; monarca que, a su vez, elige a los obispos con el consejo de sus pares; y éstos a los presbíteros, y así siguiendo. Algo semejante a lo que pasa en las grandes empresas o en los ejércitos. Podría ser peor.

            Pero, prescindiendo del sistema, es evidente que la comunidad cristiana necesita de estos funcionarios especializados que somos los sacerdotes y los obispos y que gerenciamos o administramos con autoridad los bienes tanto espirituales como materiales que Dios ha querido poner al servicio de la Iglesia toda, de la comunidad cristiana. Más: Dios ha querido que el tesoro de la Revelación, de su palabra, de su enseñanza, por un lado, y de sus sacramentos, por el otro, esté especialmente encomendado a este estamento u orden sacerdotal. Y ese es su servicio fundamental e imprescindible. Esta es también su dignidad y, al mismo tiempo, su enorme responsablidad. Sublime misión la de, con esa autoridad, crear espacios de libertad para que, en él, hombres y mujeres puedan encontrarse con la voz de Jesús y realizarse enteramente.

Hoy, cuarto domingo de Pascua, es el domingo llamado del Buen Pastor, tradicionalmente dedicado a orar por los sacerdotes y designado por Pablo VI Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. De todos es sabido la falta que tiene la Iglesia de sacerdotes -y sobre todo de sacerdotes dignos y santos- capaces de cumplir idóneamente su misión de ayudarnos con su autoridad a santificarnos. Más allá de las alarmantes estadísticas, cualquiera sabe de lo difícil que es hallar hoy un sacerdote para confesarse o conversar con él o que pueda prestar fácilmente los servicios que precisamos. Es necesario, pues, rezar por las vocaciones. Pero, al mismo tiempo, también -a Dios rogando y con el mazo dando- favorecer en nuestro medio, en nuestras familias, el nacimiento de estas. Nadie suele mostrar a sus hijos que, además de ser médico, abogado, ingeniero, militar o licenciado en administración de empresas, también puede optar por ser licenciado en administración de iglesia o sea sacerdote. Más bien parece que cuando aparece una vocación es un drama. Desdramatizar el hecho, tomarlo con naturalidad, con alegría. Habría que ver cuanto más drama es en nuestros días, cualquier otra vocación, incluso la de administrar una familia.

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