2003 - Ciclo B
5º domingo de pascua
(GEP; 18/05/03)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 15, 1-8
Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos»
SERMÓN
Desde mis jóvenes años del Nacional Buenos Aires y los tiempos en que estudiaba agronomía, siempre me gustó el mundo de la botánica, del cual depende, casi íntegramente, el armazón de la existencia de todo ser viviente. La fisiología vegetal, -tanto más simple que la animal y, diríamos, tanto más limpia: savia cristalina, flores, hojas, frutos, en lugar de sangre, secreciones, vísceras- tiene el especial privilegio de acercar a todo el resto de la biología, la energía necesaria del sol , fuente primaria de la vida.
Que hubieran sido las algas, las plantas, las que, mediante la fotosíntesis, durante cientos de millones de años hubieran preparado la atmósfera de oxígeno que permitió la aparición de formas superiores de organismos vivientes y, aún hoy, nos habilita a respirar, a vivir, a los hombres, me parecía impresionante. Las hojas verdes de los árboles, plantas y prados, mediadoras necesarias entre la cálida y luminosa gracia del sol y cada uno de nosotros.
Las raíces, con su meristemo cónico , protegido por la caliptra , perforando la tierra, sedientas de humedad y de sales nutrientes, en un poderoso sistema de absorción guiado por las leyes de la ósmosis; elevando, mediante sus vasos leñosos, en el recorrido, luego, de su tallo, la savia bruta para entregarla a los cloroplastos benévolos instalados en el citoplasma de células que forman parte del regazo de las hojas. (¿Ven? algo de botánica todavía me acuerdo).
Y allí, ¡el milagro de la fotosíntesis!, el ciclo de Calvin que, a partir del dióxido de carbono respirado de la atmósfera, en el baño de la savia aún informe, transforma, captando la energía solar, lo inerte, lo muerto, en materia orgánica, hidratos de carbono, en glucosa , mientras, al mismo tiempo, fabrica oxígeno . Ambos la fuente primaria de la energía que utilizan la vida, nuestros músculos, nuestro cerebro, la temperatura de nuestro cuerpo y, todavía más, del fuego de nuestros hogares, el de la leña, antes, y ahora, el que generan los restos de inmensos bosques depositados durante milenios en las ollas profundas de la tierra, en forma de petróleo, de gas. Energía solar acumulada que aún impulsa nuestros motores y, en los generadores termoeléctricos, se hace electricidad y, otra vez, luz, calor. ¿Se dan cuenta? ¡Todo originado en el sol!
Pero el sol no nos da la vida, ni mueve nuestras máquinas, y tampoco, de noche, nos regala en lámparas y estufas su luz y su calor, sino a través de la mediación de las plantas. ¡Excelencia de la botánica ! -decía nuestro profesor del Nacional Buenos Aires para promovernos a su estudio, siempre relegado junto al de las materias menos importantes-. "Al contrario", afirmaba, "¡la asignatura más importante del bachillerato! ", "Sin la botánica -insistía- y el prodigio de la transformación, en las hojas, de la luz del sol en materia de vida y en oxígeno, no existiríamos". (Lo mismo nadie le estudiaba.)
Y, desde la ancha hoja, la savia, ahora transformada, distribuyéndose abajo, arriba, a los costados, por los vasos cribosos, los vasos liberianos, promoviendo el nacimiento de flores e inflorescencias, apuntando nueva vida en las yemas de los tallos, en la explosión final del fruto y en la promesa de perennidad de sus semillas.
No es extraño, pues, que -sin saber hasta el fondo los mecanismo de esta transparente fisiología- el hombre antiguo considerara al mundo vegetal un universo mucho más sereno y solidario que el mundo de las bestias, de los animales.
El entrelazado de sus ramas, el apiñarse de sus bosques, la simbiosis de tantas plantas, la belleza de sus flores y la generosa abundancia de sus frutos, sirvieron siempre de modelo de vida, de solidaridad y de fortaleza. Aún sin saber nada de la fotosíntesis y del oxígeno y de la glucosa, nuestros ancestros se daban cuenta de que, más que los animales, la vida se definía por la existencia de los vegetales. Precisamente el término 'vegetal' tiene igual etimología que la palabra 'vida' -"vi" o "ve", la misma de la palabra fuerza, "vis", en latín, y de varón, 'vir' y de 'vírgen' y de 'vigor' y de 'viga'-. En su acepción propia, habla de robustez, energía, afincamiento en lo vital.
También del mundo vegetal surge el término 'radical', -nada que ver con el alicaído partido- del latín 'radix', 'raíz' y significa 'fundamental', 'raigal', 'imprescindible', 'incondicionado'.
Y, de los vasos 'liberianos', que transportan la vida en savia nutritiva a lo largo de troncos y de ramas, proviene nuestra palabra 'libertad', que significa, antes que nada, impulso vital, de crecimiento, de juventud. (Y, también, 'libro'.)
En la relativa independencia de los tallos, las ramas y las hojas, y su firme unión al tronco, arraigado en la tierra, apuntando al cielo, el hombre de todos los tiempos veía la imagen de lo que debería ser una verdadera comunidad humana.
La imagen sirvió, sobre todo, a Israel para interpretar su propia idiosincrasia, la unión de sus distintas tribus, su arraigo en la tierra prometida y, al mismo tiempo, su relación especial hacia arriba, hacia Dios.
Especial elocuencia tenía la planta de la vid, con sus parras buscando el sol y, al mismo tiempo que ramificándose en sarmientos y zarcillos, abrazándose los unos a los otros, produciendo, finalmente, en espléndidos y brillantes racimos, la gema de la uva, espumante de savia, sabrosa de sol, en el cotidiano milagro de Caná de la transformación silenciosa y modesta, pero no por ello menos espléndida, del agua de la tierra en anticipo de vino.
"Voy a cantar a mi amigo la canción de su amor por su viña... la viña que tenía el amigo en fértil otero... Lo aró y le quitó las piedras, y la plantó de cepa exquisita... Y esperó que diera uvas, pero le dio ácidos agraces.. ." Así canta Isaías el amor de Dios -el Amigo- a su pueblo y la ingratitud de éste. Lo mismo hacen Jeremías , y el Salmo ochenta que, además de la figura del pastor, utiliza la de la vid: " Arrancaste una viña de Egipto, expulsaste naciones para plantarla a ella, le preparaste el suelo... Y echó raíces y llenó la tierra. Su sombra cubría la ladera de las montañas, sus pámpanos cubrían los más altos cedros, extendía sus sarmientos hasta el mar, hasta el Éufrates sus renuevos ..."
Pero ya sabemos que todo ello termina mal. En "uvas ácidas". Y el Salmo 80 continúa: "por los pecados de Israel " [...] "brechas se hicieron en los cercos, cualquiera entraba para robar sus uvas, los jabalís la pisoteaban y la devoraban los animales del campo". Y el salmista clama acongojado: "Oh Dios vuélvete ya, visita a esta viña, torna a cuidarla..., a ella, la que plantó tu mano"
La súplica de Israel se elevó desde el templo devastado por babilonios, desde el templo reconstruido, desde las sinagogas, desde la diáspora de los judíos dispersos por el mundo... y se perdió en la queja del salmo durante cinco siglos.
Y, hoy, Dios responde, de forma exorbitante e inesperada, en la palabra de Jesús: "Yo soy la verdadera vid, vosotros los sarmientos" Y el Padre: el viñador, el sol que la vivifica.
Es en Jesús, en el misterio gozoso y glorioso de su encarnación y Resurrección, donde la luz y el calor del sol de Dios se hace vida para nosotros. Así como la energía vital del astro maravilloso que nos sostiene cerca suyo con su gravedad, impidiendo que la tierra se dispare centrífuga a las tinieblas exteriores, nos alcanza su vida a través del verde de las hojas, así la gracia de Dios, que no quiere que nos alejemos de Él, solo nos puede alimentar y dar vida a través de Jesucristo. No hay posibilidad de gracia fuera de Jesús. Él es el único capaz de transformar nuestros esfuerzos humanos, nuestra agua, nuestras sales de la tierra, en verdadera savia. Unirnos, mediante ella, a su propio vivir; empalmarnos -en auténtico amor divino, en fe, esperanza y caridad- a nuestros hermanos: la Iglesia, su viña, su verdadero pueblo. Y allí fructificar en uvas y en racimos, convertir nuestra savia transparente, aguachenta, en sangre, en vino.
La figura de la vid es verdaderamente elocuente. Nos quita de la cabeza el que ser cristianos consista solamente en aceptar una determinada doctrina, adoptar estas y aquellas normas de vida, alentarnos a ciertas acciones, prohibirnos otras... Ni siquiera una enseñanza de convivencia, de amor humano, de altruismo terreno, de solidaridad con carenciados e inundados... Eso también, pero muchísimo más. Ser cristiano es vivir la vida de Dios, a la manera lejanamente semejante a como las plantas y los animales que de ellas se alimentan, no hacen sino consumir y vivir la vida del sol.
El pobre y casi ridículo 'bípedo implume', animal apenas racional, el ser humano, con sus prometeicas ambiciones taladas por la inevitable muerte y el irremediable límite, ¡llamado, por la cálida y luminosa invitación de Dios, a vivir su trascendente fisiología, su divina biología, su trinitaria vida!
Vida. Savia nueva, no solo doctrina, no solo norma, es ser cristiano. Transfusión de savia celeste, abrazo de raíces y sarmientos, de hojas y zarcillos, de racimos y pámpanos. La mejor agua y sales de la tierra aspirados por los rizomas arraigados al humus de la historia, de la gran cultura, de lo bueno que hay en el hombre, pero todo florecido, por la gracia, en racimos y uvas, transformados en el rubí del cáliz desbordando vino, embriagándonos de amor a Dios, embalsamándonos de eternidad, haciéndonos santos.
Oración y sacramentos, convivio y consuelo, meditación en el silencio, mirada de Cristo en el Sagrario y acción en el amor, calvarios y tabores, todo ello son los vasos liberianos, cribosos, que, en Jesús, en la tenacidad del tallo, recio y flexible, en hojas y frutos, nos unen a la savia de la Vida divina.
Que nuestra savia aguada, aún en bruto, al conjuro de María en Caná -"Haced lo que Él os diga"-, sea transformada en elaborada savia, en vino, y, en nuestra Misa cotidiana de cristianos, transubstanciada en sangre vivificante... unidos a la vid verdadera. Nosotros, sus sarmientos.