2004- Ciclo C
5º domingo de pascua
(GEP 09/05/04)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 31-33a. 34-35
Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Así como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros. En esto todos reconocerán que sois mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros»
SERMÓN
Pensar en una iglesia católica, si tuviéramos que plasmarla en una forma grandiosa, a muchos nos llevaría espontáneamente a imaginar un edificio tipo la catedral de La Plata, sus líneas góticas protendidas hacia el cielo. Y es que fue en el Medioevo -la amalgama entre lo romano y lo germánico-, que los templos cristianos adquirieron lo que fue su idea definitiva hasta no hace mucho.
Sobre la planta de la antigua basílica romana, que había servido de base a las primeras iglesias, la catedral medieval adquirió distinción de planos, verticalidad, de tal modo que todo el conjunto se alzaba hacia lo alto -agujas, pináculos, cresterías-, arriba del resto de la ciudad o del burgo. El fiel no ingresaba a ella sino 'ascendiendo'. Primero -y en muchos lugares- la pendiente que solía llevar al sagrado recinto. Pero al menos a través de escalones de entrada, que no podían ser menos de tres. Con esta acción simbólica, el buen cristiano dejaba abajo al mundo, la vida cotidiana, el trabajo, las preocupaciones, los negocios, en fin, lo 'profano', para subir, para alzarse, hacia el ámbito de lo divino.
Al ingreso encontraba fuentes para lavarse o, como signo, la pila con el agua bendita con la cual se santiguaba en señal de necesaria purificación. Porque el interior del templo era espacio sagrado, terreno ajeno a lo cotidiano y comercial, en donde, ahora, las formas estiradas hacia claves y ojivas, e iluminadas desde lo alto por la revelación luminosa de los vitrales, hacía ascender no solo al cuerpo sino la mirada y el corazón hacia el que la Escritura llama el Altísimo. Y todo irradiado, fosforecido, por la presencia del Señor Sacramentado. Allí se iba a rezar, según aquella hermosa definición de la oración de Santa Teresa: " tratar de amistad con Dios, estándose mucho intimando con Aquel que sabemos que nos ama" . Y eso era la liturgia: oración, acción de gracias, alabanza, súplica, imprecación, elevada al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.
Dentro del recinto, había todavía un sector sobreelevado: el presbiterio que, tal como ocurre en nuestra parroquia, estaba -al menos- tres escalones por encima de la nave. Allí sólo podían acceder los clérigos, esto es, los varones apartados y dedicados al culto divino, servidores de sus hermanos en las cosas de Dios.
Pero, con esto, no acababan los planos. Porque el celebrante debía todavía subir otros escalones, hasta llegar al ara, al altar, sobre el cual oficiaría el Sacrificio propiamente dicho, ofreciendo el pan y el vino transustanciados en Cuerpo y Sangre de Cristo Jesús.
Algunos de Uds. recordarán muy bien aquellas Misas rezadas en latín. ¡No hace tanto! Los altares prolongados hacia arriba por retablos y ciborios hacia los que debíamos levantar la mirada, y ante los cuales el sacerdote celebraba de espaldas al pueblo; las mantillas cubriendo piadosa y elegantemente la cabeza de las mujeres, incluso de las más pobres; los clérigos perfectamente identificables, con su tonsura y su sotana y sus paramentos. Y todos correctamente vestidos, con su ropa dominguera, porque no se iba a un lugar cualquiera, ni a una reunión meramente mundana, ni a un encuentro fraternal...
Y ¡el silencio! que, como expresión de respeto, espontáneamente se guardaba dentro de los templos, aún cuando no hubiera celebraciones litúrgicas... ¿A quién se le hubiese ocurrido entonces aplaudir en una ceremonia? ¿A quién, hablar en el interior de una Iglesia, sino a hurtadillas y sabiendo que estaba mal? ¿Quién se hubiese atrevido a presentarse en la casa de Dios mal trazado o con ropa de trabajo? A nadie; ni siquiera a un mendigo.
¿Cómo imaginar que, en poco tiempo, los templos católicos se convertirían en salones de reunión comunitaria, no litúrgica? Casi reuniones de club o de consorcio, 'animadas' por discjockeys de cuarta y 'divertidas' por el protagonismo del presidente de la asamblea, del encuentro... ¿Quién iba a pensar en el altar como una simple mesa aderezada para una comida "fraterna"? ¿O, peor, que el lugar sagrado se prestaría para ceremonias llamadas "interreligiosas"? ¿A quién se le iba a ocurrir la posibilidad de bailes, baterías, guitarras eléctricas, en otro lugar que no fuera una discoteca o, en el peor de los casos, en el salón parroquial?
Recuerdo que, siendo yo muchacho, cuando iba al Colón o a la Wagneriana y se interpretaba música sacra (una Misa de Mozart, un oratorio de Bruckner, no digamos nada de una Pasión de Bach), terminado el último compás el Director se retiraba en silencio y a nadie se le ocurría aplaudir, ni siquiera estando en un salón de concierto. La música sacra -se sabía muy bien- cualquiera que fuera el lugar donde se la interpretara, era algo destinado de suyo al culto divino y, por lo mismo, se interpretaba y se escuchaba en actitud orante.
Aún vivía entre nosotros la antiquísima distinción entre lo sacro y lo profano. Distinción que no era preciso marcar, pues estaba "metida" en la cultura popular. Lo sagrado, lo relativo al orden de lo divino, lo celeste, diferente de lo profano, lo puramente humano, mundano, temporal.
Y esta distinción, de por sí no se reduce a una especie de forma exterior, algo que pueda ser cambiado sin afectar a la esencia de lo que se trata de expresar. Es verdad que las formas exteriores son convencionales, dependen de las culturas y del espíritu de los tiempos. Y, en honor a la verdad, hay que reconocer que, algunas formalidades son solo producto de la cultura; algunas limitadas a un momento histórico determinado y pueden resultar obsoletas y ser cambiadas.
Pero, aun concediendo que lo sagrado no tiene porqué expresarse en canto polifónico o en gregoriano, en música de órgano o de violines y címbalos, es preciso ser muy estrecho de miras para no entender que lo sagrado exige una música propia, distinta de la que empleamos para otros usos completamente diversos. Dicho de otro modo, que aunque la forma exterior sea cultural, la realidad expresada mediante ella, siempre exigirá un símbolo adecuado para que pueda ser reconocida.
Incluso en las culturas más primitivas hubo siempre clara distinción entre lo que se usaba en el mundo, lo puramente humano -gavotas, minué, valses, fox trot, en la tradición europea; o danzas y ritmos festivos en el África-, y lo que se utilizaba en la relación con Dios. También en el África pagana o en la India no cristiana, son distintos el baile para divertirse y fomentar la solidaridad y amistad comunitaria, y la danza hecha en honor de lo divino. Más aún: es sabido que cuanto más tradicional es una cultura, mayores y diversos son los modos de expresión que se utilizan para los distintos ámbitos en los cuales debe moverse el hombre: uno, el lenguaje del guerrero; otro, el de los niños, distinto el de las mujeres... y aún entre nosotros diferente el de los hombres que gobiernan; uno, el coloquial; otro bien diverso, el diplomático; hondo y rico el del drama o la tragedia; sublime -debería-, el usado para lo sacral. En muchos pueblos primitivos, incluso la lengua sagrada era diferente, especial, reservada sólo para hablar con Dios o sobre Dios. Esa función cumplió el latín durante siglos en el mundo de la Iglesia Romana. Como el sánscrito entre los hindúes o el antiguo egipcio entre los coptos.
Y es que lo referente a la distinción entre lo sagrado y lo profano no es solo una cuestión "de estilo" y su indistinción un mero empobrecimiento expresivo. Se trata -en la falta de diferenciación del modo de comportarse y expresarse en lo sacro y lo cotidiano-, de la abolición lisa y llana de la diferenciación entre lo sobrenatural y lo natural, entre la gracia y lo humano, entre Dios y el hombre. En una palabra, la abolición de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Depuesto y elevado en su lugar un Jesús anodino, cerrando la cola de los grandes hombres buenos de la humanidad, tales como Buda, Sócrates, Confucio o el Mahatma Ghandi.
Una cierta teología nacida del protestantismo, aunque mentada "católica", ha difundido este error, que consiste en pensar la encarnación de modo 'monofisita': esto es, entendiendo que, en Cristo, las naturalezas divina y humana se unifican, se mezclan, y devienen una única cosa o naturaleza. No ya la asunción de la naturaleza humana, respetada como tal, por la Segunda Persona de la Trinidad, sin cambio ni mutación de ningún tipo en Dios -unión 'hipostática', dice la teología- permaneciendo bien distintas la naturaleza humana y la divina, sino, la supresión de toda distinción entre Dios y el hombre. Esta falsa visión de Cristo, trasladada a nuestra vida haría, para estos teólogos, que lo divino fuera lo humano, y lo humano, lo divino. Porque, como dicen algunos, Dios habría asumido no a la individualidad humana de Jesús, sino a toda la humanidad. La encarnación se habría producido no solo en Jesús sino en todos los hombres. Son viejos errores y que se repiten en distintos ámbitos pero que, por ejemplo, han obligado a intervenir recientemente a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe para corregir nada menos que a un profesor de teología de la Universidad Gregoriana de Roma.
Pero, desde estas posiciones, parece ya no ser necesario predicar a Cristo (si total, todos pueden salvarse desde su buena conciencia humana que ya por el hecho de ser humana sería divina, dado que el Verbo se ha encarnado universalmente en todos). Ya no es preciso guardar las formas católicas, porque Dios es el mismo para todos y le da igual todo y Cristo, aunque no lo reconozcan, ya está unido a todo hombre de cualquier religión. Ya no se requiere construir templos distinta e identificablemente católicos -piénsese en el vacío y multi-nada pseudo templo para orar a cualquiera, del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York, o ciertos lugares de meditación de algunos aeropuertos internacionales-. Ni siquiera hay que vivir 'en gracia' (de eso ni se habla); basta con ser buenas personas y querernos mucho, pues a tal cosa se ha reducido toda la vida cristiana.
En las antípodas de todo esto se ubica el evangelio de hoy. Cristo habla de una gloria que tenía junto al Padre antes de que el mundo fuese; una gloria que le es dada ahora al hombre Jesús en cuanto es en la Persona del Hijo. Una gloria que le es propia , en cuanto Dios, y dada , en cuanto hombre. (El término gloria en la Sagrada Escritura tiene un significado unívoco, no como en nosotros que puede designar la gloria de cualquier héroe. La gloria, en la Escritura, es lo 'propio y exclusivo' de Dios -su 'santidad'-, en cuanto se revela, se muestra y se ofrece al hombre mediante la fe en Jesucristo. No es algo que el hombre pueda tener por su naturaleza, o por sus obras, sino solo por gracia.
El mandamiento del amor que aparece a continuación en la perícopa de hoy, está inseparablemente unido a esa glorificación que le es debida a Cristo Jesús. Imposible amarnos a nosotros mismos y a nuestro prójimo con el amor que procede de Dios, si no estamos incardinados en el ámbito divino, si no hemos sido introducidos y permanecemos, en aquel recinto sacro que es la Vida Divina que se nos comunica por el Bautismo, que se alimenta con la Eucaristía, que se conserva y se recupera con la Penitencia.
El amor del que nos habla el Evangelio de hoy -lo hemos oído infinidad de veces-, no es el cariño humano, no es la ternura propia de nuestro ser racionales, ni, mucho menos, la pasión, el instinto, ni el saludo de paz hecho a la manera de un encuentro en el café. Es el vivir mismo de Dios participado a los hombres.
Vivir que se hace manifiesto en el actuar cristiano , en las acciones santas que, aún cuando se refieran a lo profano lo mismo están impregnadas, si hechas por caridad, de calidad trascendente, de actitud señorial y son diferentes a las de un pagano -" todo cristiano parece un señor y toda cristiana, aún la más humilde, una dama ", escribían asombrados los antiguos cronistas musulmanes cuando visitaban Europa, en otras épocas-.
Pero, si el ser cristiano nos identifica aún en nuestro actuar cotidiano, cuando ese actuar se refiere directamente a lo sobrenatural y divino debe verterse en formas sacrales, en lenguaje propio, en ámbito santo, en música exclusiva, en actitud diferente a la que utilizamos en el mundo.
Por eso la trivialización y profanación de la liturgia -y lo digo en su sentido literal, etimológico- es lisa y llanamente la destrucción de la vida cristiana, del aprecio por la gracia, de la distinción de lo natural y lo sobrenatural y, por lo tanto, signo terrible de Su ausencia.
Que aunque, pues, puedan mutarse las formas exteriores, nunca dejemos de encontrar en nuestros templos, esa elevación de ambiente, esa separación de lo cotidiano, ese arrancón ascendente que, superando nuestras actividades diarias y haciendo de atmósfera propicia para nuestro encuentro con Dios -no solo con nuestra conciencia o nuestros hermanos-, nos ayude a vivificar y aumentar esa vida divina, esa vida de la gracia, esa santidad, que constituye la esencia misma -infinitamente más allá de nuestra condición humana-, de nuestro ser cristianos llamados a la gloria.