1972 - Ciclo A
5º domingo de pascua
(30-IV-72; revisado para volver a pronunciarlo el 17-V-87)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 1-12
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No os inquietéis. Creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, os lo habría dicho. Yo voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevaros conmigo, a fin de que donde esté yo, estéis también vosotros. Ya conocéis el camino del lugar adonde voy". Tomás le dijo: "Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?" Jesús le respondió: "Yo soy el camino, y la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si vosotros me conocéis, conoceréis también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocéis y lo habéis visto". Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta". Jesús le respondió: "Felipe, hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y todavía no me conocéis? El que me ha visto ha visto al Padre. Cómo dices: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Creedlo, al menos, por las obras. Os aseguro que el que crea en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre".
SERMÓN
¿Quién, cuando se sumerge por las calles de Buenos Aires o se asoma a nuestro enorme y poblado mundo a través de la mirilla de la televisión, no se ha preguntado alguna vez qué pasará en la vida futura con tantos y tantas multitudes de hombre que no conocen o niegan a Cristo? ¿Qué será de éste que, a mi lado, en el colectivo, abstraído en sus problemas económicos, jamás ha pensado en su destino eterno y el cual, si yo le hablara de cielo o infierno, seguramente no entendería nada o se burlaría de mi? ¿Qué será de mis compañeros de oficina, de trabajo, de estudios, indiferentes o materialistas y sensuales? ¿Qué de esas caras mustias o esperanzadas o distraídas que hacen colas inmensas frente a los bancos o a los cines o en los andenes del tren? ¿Qué de esas muchedumbres anónimas de las canchas, preocupados de los goles de River o de Boca? ¿Qué de tantos embriones y niños muertos antes de nacer? ¿Qué de esos nombres y hombres importantes y poco importantes que todos los días llenan las páginas de los diarios y revistas? ¿Los maleantes abatidos; el obrero que ganó la lotería; el equipo de básquet; el del aviso clasificado; el ministro; el actor; el hervidero humano de la India; los millones de chinos; los salvajes del Amazonas; los pigmeos africanos? Capaz que muchos de ellos, en sus vidas privadas, son buenos cristianos. Pero podemos suponer que la mayoría no.
Y, en medio de estas multitudes indiferentes, ignorantes u hostiles, nosotros, los cristianos más o menos practicantes, un puñado de hombres en el mundo, un grupo de gente que va a Misa en Buenos Aires.
¿Nos salvaremos solamente nosotros? ¿Sólo para nosotros el cielo? ¿Solo para los católicos convencidos y en gracia? ¿Los demás qué? ¿El infierno, la nada?
¡Qué de interrogantes!
Les podría dar largas respuesta. Incluso dictar un curso sobre la posibilidad de salvación de los paganos. Muchos libros se han escrito sobre ello. No es un problema nuevo: los teólogos se han enfrentado con él desde el comienzo mismo del cristianismo.
Pero nos quedaríamos siempre con teorías, hipótesis, aproximaciones, explicaciones humanas. Tendríamos que tratar de mitigar las frases tajantes del Evangelio sobre la necesidad del bautismo y de la fe; de la estrechez y dificultad del camino que lleva a la eterna salud. Intentar explicar cómo se puede tener implícitamente la fe sin confesarla de modo explicito. Cómo se puede estar en la Iglesia sin pertenecer a ella externamente; ser cristiano ¡sin serlo! Como sería necesario hoy modificar la imagen tradicional del infierno ... Está bien que trabajen los teólogos; para ello los mantiene la Iglesia.
Pero recordemos que las opiniones de los teólogos son meras opiniones humanas. Aunque pueden satisfacer en parte nuestra curiosidad nadie será ten temerario que haga depender su destino eterno de la opinión personal de un teólogo, por sabio y aplaudido que sea.
Aparte, pues, las diversas teorías y opiniones lo único que se puede afirmar con seguridad, según las Escrituras y el Magisterio eclesiástico, es que solo en la Iglesia y en el ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad, ayudado por los sacramentos puede el hombre conseguir su última y plena realización. Aunque no se descuenta que los que, de buena fe, sin culpa, en cualquier creencia no católica, procedan de acuerdo al dictado de su conciencia, puedan también –conectados, de alguna manera no visible, con la Iglesia- salvarse por los méritos de Cristo.
Todo lo demás es opinable y anfractuoso. Y no está fuera de la fe católica ni quien afirme que ‘casi todos se salvan' ni quien sostenga que ‘muy pocos'.
Lo segundo parece oponerse a nuestro concepto humano de la misericordia de Dios. Yo, que siendo malo, si me preguntan, ni siquiera sería capaz de mandar al infierno a Strassera o a la Bonafini -con tal de que en el cielo no me los pongan cerca-; siendo Dios infinitamente bueno, ¿podrá enviar, o dejar que se vaya, aún libremente, a una criatura a un lugar de permanente tortura?
¿Y, si el infierno fuera otra cosas distinta a la que solemos imaginar? ¿A lo mejor simplemente el destino biológico del hombre, la muerte para siempre, la pérdida de lo que pudo haber alcanzado? ¿Acaso Dios está obligado a conceder a todos -y ni siquiera a la mayoría- algo como el Cielo, que supera infinitamente las posibilidades y deseos de los hombres –a los cuales, por otra parte, en gran proporción, no les interesa-?
Por otra parte, el que alcanzaran la visión beatífica, la vida eterna, todos o casi todos los hombres ¿no le quitaría seriedad al cristianismo y a la urgencia de la conversión que se trasunta en todo el Nuevo Testamento? ¿Para qué las costosas y riesgosas misiones, para qué predicar el cristianismo, sino para hacerle más difícil la vida a la gente con tantas exigencias, mandamientos y preceptos?
Si lo mismo se salvan católicos buenos que malos; o católicos como protestantes, musulmanes, budistas o ateos –tal cual tantos hoy sostienen- ¿qué trabajo le queda al cura o al cristiano? Por que, en realidad, garantido el cielo para todo el mundo ¿qué queda a la Iglesia y a su clero sino dedicarse a lo temporal, a la promoción o revolución social o a cualquier otra actividad terrena, menos las referidas a las realidades eternas ya supuestamente aseguradas para todos? ¡Bajemos la persiana al cielo y a otra cosa! Me hago agitador, gurú, psicólogo, director de dinámica de grupos o espectáculos litúrgicos, hablo con Neustad y Magdalena, solivianto mapuches o me dedico a teólogo de la liberación o, mejor, cuelgo la sotana, me caso y me voy.
Pero, vuelvo a decir: todo esto es opinable y poco seguro. De Dios y de sus caminos no podemos afirmar más de lo que El nos ha revelado. Todo lo demás son suposiciones y sobre suposiciones no puedo construir nada serio y, menos, jugarme la vida.
Me reservo mi opinión. Pero sea lo que de esto fuere, les diré que, aunque todos nos salváramos –cosa que está muy por verse- el problema no es solo si nos salvamos o no, sino ‘cómo' nos salvamos.
Y me explico.
Desde la Revolución Francesa nos han refregado hasta el cansancio el mito de la igualdad. Que el inteligente es igual al zonzo y el zonzo puede ocupar el puesto del inteligente. Que el varón es igual que la mujer y la mujer puede ocupar el lugar del varón y viceversa. Que yo suplantar a Maradona y Maradona a mí. Que el que ayer barría la calle hoy, sin estudios ni capacitación de por medio, puede manejar una empresa. Que, con tal de tener un micrófono o sentarse en una banca bien paga de congresal, cualquiera puede rebuznar sobre todo tema. Que la vedette puede hablar de política, y el politicastro de religión. Que la opinión del ignorante vale lo que la del docto y así siguiendo. Así va el mundo.
Pero, ciertamente, jamás la igualdad entendida de este modo entró en los planes de Dios. Al contrario, es en la variedad estupenda de las cosas, de los paisajes, de las plantas, de los animales, de los hombres, con su distinto sexo, razas, culturas, épocas, oficios y talentos, donde mejor se manifiesta la riqueza y la belleza de la creación, variado reflejo del infinito y perfecto ser de Dios.
Por eso, aunque para muchos alucinados el ideal de la sociedad futura sea la producción en serie de hombres idénticos y uniformados a lo Mao, con idénticas casas e idénticos automóviles, el cielo, en cambio –el universo futuro y definitivo inaugurado en la parusía- será el lugar menos igualitario que Vds. puedan imaginar. Habrá diferencias abisales, astronómicas. “En la casa de mi padre hay diversas moradas.”
Porque ¿quién ha de ser tan osado que diga que será allí igual que María o que los apóstoles; o que recibirá el mismo premio de un San Francisco o un San Bernardo o una Santa Teresa? ¿Igual el bueno que el mediocre; el generosos y el egoísta; el que ha sufrido cristianamente y el que no: el que ha intentado seguir a Cristo, camino, verdad y vida y el que lo ha desconocido?
Y, que conste: no serán desigualdades odiosas, porque. así como el padre, sin envidias, se goza del éxito de sus hijos y los amigos verdaderos del de sus amigos, así también nosotros nos gozaremos de la gloria de María y de Francisco y de los que ocuparán puestos diferentes o aún mejores que los míos. La caridad perfecta hará que todos gocemos del bien de todos.
Cada cual en su medida, pues, será pleno y feliz. Pero esa medida será, ciertamente, cuantitativa y cualitativamente diversa. Todos gozaremos de la ‘visión beatífica', pero según la medida de nuestra ‘luz de gloria' que, a su vez, habrá dependido del grado de caridad alcanzado en esta vida. “El examen de amor”, del cual hablaba Fray Juan de la Cruz. “Todas copas llenas, pero de diversísimos tamaños y formas y colores”, al decir de Teresa del Niño Jesús.
Pero que también conste: las desigualdades de esta tierra no dependen en su mayoría de nosotros. Vienen de nuestra constitución congénita, de circunstancias ingobernables, de factores desconocidos, herencias, situaciones favorables o desfavorables, lo que otros hacen o dejan de hacer por nosotros. Nuestro lugar, en cambio, en la eternidad, habrá dependido de nosotros mismos, de nuestra libertad, de nuestra decisión de amar en el camino de Jesús. Con la ayuda de Dios y con mis propias fuerzas y talentos, soy yo, el que elige el puesto que ocuparé definitivamente, para siempre en la vida definitiva.
Y, si esto es verdad, si es cierto lo que creemos, que de esta nuestra corta terrena vida depende la medida de nuestra gloria y la de nuestros hermanos ¿no valdrá la pena hacer un esfuerzo por llegar a ser mejor de lo que soy, por aprender a amar, por ayudar a ser mejores a los que amo?
¿No valdrá la pena tratar de hacerme santo?