1977- Ciclo C
5º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 31-33a. 34-35
Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Así como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros. En esto todos reconocerán que sois mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros»
SERMÓN
A pesar de que estamos en pleno tiempo de Pascua ‑es decir el tiempo que prolonga litúrgicamente el gozo del triunfo de Cristo en la Resurrección‑ curiosamente la liturgia de la Iglesia, en el relato del evangelio de hoy, nos retrotrae a momentos previos a la Pasión, justo cuando Judas se hunde en las tinieblas de la noche para consumar su horrenda traición. Estamos en el transcurso de la Última Cena, el Calvario ya está esperando, iluminada por la luna su terrible silueta de muerte. Los sicarios judíos, despiertos y alertados, esperan la señal del traidor. Empero, el Señor, como anticipando la Pascua –y por eso leemos hoy este pasaje‑ estalla en una exclamación de júbilo y triunfo: “¡Ahora el hijo del Hombre ha sido glorificado!”.
Prendimiento de Jesús - beso traidor de Judas - 1302-1305 Capilla de los Scrovegni. Padua. Giotto di Bondone
Extraño. Pero es que, en la teología de San Juan, de donde se ha extraído esta perícopa, el momento de la Cruz coincide con el de la ‘glorificación’ de Jesús Y quien no entienda esto no podrá comprender jamás el sentido profundo de la vida cristiana, ni podrá asumir sus propias cruces como corresponde.
La Cruz no es un accidente circunstancial de la vida de Cristo ni un penoso momento dialéctico que quedará superado por la Resurrección, ni la resurrección un ‘happy end’ forzado por Dios –‘Deus ex machina’‑ en la tragedia de la vida del Señor. La cruz es ‘la hora’ del hijo del Hombre, para `eso’ vino a la tierra, para dar la vida por los suyos; porque no hay amor más grande que el del que da la vida por los amigos. Ya había dicho Jesús: “el Padre me ama, porque ‘doy’ mi vida. Nadie me la quita; yo la ‘doy’ voluntariamente.”
Dar.
Y es que Jesús no hace sino prolongar en el tiempo el movimiento por el cual el Padre continuamente engendra al Verbo, al Hijo. Fíjense que el ser mismo de Dios se inicia por el ‘dar’. Dar no es accidental al Padre, se constituye personalmente, en su ser relativo, al ‘darse’ al Hijo. Darse que, común al Hijo y al Padre, se prolonga luego en la ‘dación’ del Espíritu Santo.
La misteriosa Vida Trinitaria, desde la fontanidad paterna, se constituye esencialmente en un ‘dar’ que cumple superexcedentemente el principio intuido por los neoplatónicos del ‘Bonum diffusivum sui’ –‘el Bien es difusivo por naturaleza’‑. Y este ‘darse’ es tan pleno y total que es la misma única e infinita esencia del Padre la que transmite al Hijo y ambos, a su vez, transmiten al Espíritu Santo.
Ese es el secreto del incomprensible un solo Dios, una única Divinidad, una única Esencia y Existencia y tres distintas Personas. Y, obsérvese que, al entregarse, al darse el Padre totalmente al Hijo, es precisamente cómo se constituye como Persona paterna. ‘Entrega’ y ‘ser’ Padre se confunden, porque ‘se da’ al Hijo es Padre y porque ‘se entrega’ al Verbo es, en Éste, glorificado. Porque ‘muere’ en la segunda Persona nace, resucita, simultáneamente como Primera. Y lo mismo ambos con respecto al Espíritu Santo.
Si la misma Vida de Dios es esencialmente ‘dación’, entrega ¿cómo no habría esto de reflejarse en la estructura de sus acciones extra divinas? ¿Y qué es la creación sino el libre derramarse hacia afuera de la paterna sobreabundancia de Dios?
Es el ‘darse’ intratrinitario de las Personas divinas el que estalla ahora gaudiosamente en un libre ‘seguir dándose’, común a los Tres, hacia afuera, hacia el universo.
Darse desde la eternidad que, mirado desde el tiempo, es como un ir recibiendo paulatinamente dones cada vez mayores, reflejo de la Vida divina: Al principio, el mero ser material, en los inicios de la creación; más tarde la vida, vegetal y animal; luego, en mayor plenitud, la vida humana, hecha de espíritu y materia, capacidad de entender y de amar, de oír y responder. Y, finalmente, en desborde último e incomprensible, Dios que no solo entrega dones, materia, vida, espíritu sino que ‘se entrega’ a Si mismo en Cristo Jesús.
En Jesús, así como el Padre se da totalmente al Hijo y ambos al Espíritu Santo, Dios se nos da a nosotros. Y, fíjense, no en la Encarnación, no en Navidad, sino, plenamente, en la Cruz.
Jesús de Nazaret no reserva nada par Si, no da solo consejos, no hace solo discursos, milagros, curaciones. Se da a Sí mismo. Raigalmente en la Cruz que se hace fuente ubérrima que llega a todos a través de los canales de los sacramentos.
Pero es allí, entonces, en la Cruz-fuente, cuando Su humanidad se transverbera y es asumida plenamente por la divinidad. Porque, cuando se da totalmente muriendo a Sí mismo, se pone total y plenamente a favor de la corriente de la Vida divina que es justamente ‘darse’. Por eso, al perderse se encuentra, al morir vive, en la Cruz alcanza la Gloria.
Así como el Padre se constituye como Padre cuando se entrega totalmente en el Hijo, así Jesús se hace hijo del Hombre, es glorificado, resucita a la plenitud de la Vida, justamente cuando ‘dándose’ muere. Justamente su darse, morir como hombre, le permite ahora seguir dándosenos como Dios.
Y al dar la vida no hace sino ‘cumplir el mandamiento del Padre’ ‑había dicho Jesús en el capítulo décimo‑.
Curiosa, esta palabra mandamiento –‘entolé’ en griego‑. San Juan la usa en su evangelio solo en tres o cuatro ocasiones: Una, ésta que acabo de nombrar -10,18‑ el mandamiento del Padre a Jesús que es dar la vida cosa para la cual ha venido al mundo y, las otras, para denominar al mandamiento del amor cristiano, como en el evangelio que hoy hemos leído. De aquí que ‑dicen los exégetas‑ que este término no está bien traducido como ‘mandamiento’: significa mucho más que un simple precepto. Es el sentido mismo de la vida de Cristo y de ahí que, trasladado a los cristianos, se constituya también en el sentido mismo, la razón de la existencia, el núcleo básico de la vida cristiana. Mandamiento del Padre que se traduce en ‘darse’, en entrega plena del Hijo en la Cruz. Entrega que, ahora, San Juan entra a denominar, a llamar, con el nombre de ‘amor’.
Ha preparado de tal manera las cosas que, en este contexto, el vocablo ‘amor’ no puede tener ningún significado equívoco o profano. A pesar de ello San Juan evita adrede utilizar los términos habituales, en el griego común, de ‘eros’ o ‘storgué’, que podían connotar situaciones excesivamente humanas. Acuña un nuevo sustantivo ‘agape’ para calificar el amor cristiano. Suena en el original: ‘agapate allelous’, ‘amaos los unos a los otros’. ‘Caridad’, tradujeron los latinos.
Y, para que no quede ninguna duda de la diferencia con todo otro tipo de amor, califica al mandamiento de ‘nuevo’ ‑‘entolén kainén’‑ y, más aún, lo explica ‘amaos los unos a los otros’, no de cualquier maneras, sino ‘como yo os he amado’. Es decir ‘dándome’, entregándome, en la dirección del Padre al Hijo y de ambos al Espíritu Santo.
Lamento estar hoy tan abstruso y pesado, pero es que el concepto del amor está tan pervertido y prosaizado que, usándole mal, corremos el riesgo de transformar al cristianismo en un humanismo puramente horizontalista, en el cual el buscar solo el bien humano baste para hacernos sentir cristianos.
Es la tentación en que caen tantos incluso buenos católicos –no digo nada de los malos o extraviados, que, con la palabra amor, califican cualquier bastardo sentimiento‑ de reducir su acción cristiana a la promoción de los valores terrenos, la justicia social, los derechos humanos, la distribución de los bienes económicos y culturales, los sentimientos altruistas.
Objetivos que ni siquiera suelen buscar correctamente porque, sin darse cuenta, muchas veces toman como guías a ideologías no cristianas y hasta científica y económicamente erróneas y empobrecedoras.
Desviando su cristianismo a actuaciones sociales impotentes o revolucionarias en lugar de luchar por lo que constituye la verdadera vida de Cristo, la participación de la existencia divina. Lograda en el amor entrega y no cualquier entrega filantrópica, sino en la de las virtudes teologales, reflejo de las entregas intratrinitarias –la del Padre al Hijo en el Verbo mediante la fe; la del Padre y el Hijo al Santo Espíritu en el agape o caridad. De esta Vida hoy poco se predica o se habla apenas, cuando es justamente este agape o caridad el que nos vivifica, cuando el amar “como Cristo amó” se constituye no en una invitación ejemplar, sino en una participación real de ese Su amor, porque dándonos‑muriendo permitimos que –como en Cristo‑ pase a través nuestro el mismísimo amor darse de Dios.
El amor, pues, del que nos habla Cristo encuentra su último fundamento en el misterio de la Trinidad. Y a ello estamos llamados los cristianos.
Pero debemos repetirlo: no es fácil amar como Cristo, no es sencillo el mandamiento del amor. No es burdo sentimentalismo, no es novela rosa, no es altruista romanticismo juvenil, no es ‘toma mi mano hermano’, no es solo promoción humana. Quien no vive su comunión con Dios en la oración, quien no se vence penosamente a si mismo matando su egoísmo, quien no sabe morir, no entenderá jamás el mandamiento del amor y acompañará siempre al evangelio a ritmo de tango.
El que, en cambio, se una a Jesús en la fe y la caridad, finalmente sabrá por experiencia cómo el amor es entrega, como esta entrega y muerte es gloria y felicidad, cómo perdiendo la vida finalmente se halla y cómo vivir es dar, es amar, como Cristo nos amó, ama y amará, aquí y en la eternidad.