Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1980- Ciclo C

5º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 31-33a. 34-35
Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Así como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros. En esto todos reconocerán que sois mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros»

SERMÓN

A cualquier persona medianamente culta a quien solicitaran una definición del hombre, le vendría fácil y espontáneamente a los labios la antiquísima, de origen aristotélico: "el hombre es un animal racional”. Definición correcta: género: animal; diferencia específica: racionalidad.

‘Animalidad', pues, que lo hermana con el reino de la naturaleza, del cosmos, de los instintos, de los sentidos. Pero ‘razón', ‘inteligencia', que lo hace emerger de la tierra y le confiere su mirada dominadora, comprensiva, consciente, capaz de enseñorear y transformar lo inferior, de gobernarse a sí mismo -más allá de su carga de pulsiones instintivas-, de hacer preguntas inteligentes a la realidad que lo circunda.

Y, sin embargo, en la línea de su plena realización humana, el puro entender, razonar, conocer, no serían capaces de hacernos verdaderamente hombres, de definirnos adecuadamente, si no se complementara con la actividad más fundante aun de nuestra calidad de hombres que es la del amor, en la línea espiritual no del entender, sino del tender, del querer.

Porque preguntemos a cualquiera, después de haber obtenido la respuesta peripatética del hombre definido como "animal racional”, "¿y para qué le sirve al hombre la inteligencia, la razón?”. Contestará, casi seguro, "la inteligencia sirve para conocer, para entender, para estudiar, para hacer buenos negocios como Oddone, para ser presidente vitalicio de la UCR, para sacar diez en matemáticas, para manejar una IBM, para recibirse de ingeniero”. Pienso que pocos contestarían espontáneamente: "la inteligencia sirve para amar”.

Sin embargo, cualquiera que se ponga a meditar un poco, puede darse cuenta de que la interrelación que existe entre el amor y el entender es estrechísima e inevitable. Aún a nivel de los ejemplos apuntados: no utilizaría mi inteligencia para hacer negocios si no amara el dinero; ni para hacer política si no amara el poder; ni estudiaría matemáticas si no quisiera las matemáticas o, al menos, la buena nota. La inteligencia es siempre movida por el amor, por el querer.

Y cuanto más amor, más posibilidad de entender. Aquel que se entusiasma por una materia, o por un autor, o por una cualquiera actividad o profesión, es decir, aquel que entra en ‘simpatía' con ellas, que las ama, es más fácil que entienda lo que hace o lee o estudia que aquel que se acerca a estas cosas con desgano, con indiferencia, por más inteligente que sea.

No basta la inteligencia, es necesario el amor que me lleva a interesarme por aquello que quiero entender, descubrir, dominar, con mi razón.

Para ser un buen médico más vale amar la medicina y al enfermo que ser inteligente. Una inteligencia lucidísima puede ser perfectamente imbécil frente a las cosas que no ama. Si no amo su música ¿cómo voy a entender a Wagner, a Bartók, a Ravel? Si no entro en simpatía con el Quijote, con Hamlet, ¿cómo voy a entenderlos? Y, es claro, círculo vicioso ¿cómo voy a amarlos si no los entiendo? Lo mismo con la gente ¿cómo voy a conocer jamás a una persona que no quiero? Y, en cambio, cuando amo ¡qué fácil es comprender!

Pero preguntémonos ¿qué es esto del entender y del amor; la inteligencia y la voluntad, binomio inseparable del espíritu?

La antigüedad griega afirmaba que la inteligencia y la voluntad eran las dos ‘potencias' fundamentales del espíritu, del hombre. Claro, no en el sentido actual de la palabra ‘potencia' –como cuando decimos "es una potencia mundial" o "la potencia de un motor" o "la impotencia de River para parar a Maradona"- ‘Potencia' es, para el pensamiento tradicional, " lo que puede ser pero que todavía no es ”. La semilla tiene potencia o está en potencia para llegar a ser el árbol que todavía no es. O combinando el significado antiguo y moderno: "La Argentina está en potencia para transformarse en potencia”. Así pues ‘potencia' habla de posibilidad, no de actualidad, de imperfección relativa, de estar en camino, de no haber llegado. Y el hombre, precisamente, es un ‘ser en potencia', puesto que ‘todavía no es lo que puede llegar a ser'. Está en camino, en proceso de fabricación, de autoconstrucción.

¿Ven? Un conejo, una vaca, una planta ya son. Como mucho, cuando eran chiquitos, semillas, cachorros, estaban ‘en potencia para ser adultos', pero no pasan nunca de ser vaca, conejo, planta. No pueden salir de su individualidad y especie, de su ser limitado vacuno, lepórido, vegetal. Ya ‘son'. Pobremente, pero son.

El hombre, en cambio, siempre ‘puede ser', nunca ‘es' del todo. Porque, precisamente por su naturaleza racional, es capaz de ‘salir de los límites de su yo', de su individualidad específica y apropiarse cada vez más, en crecimiento de ser, de los seres que lo circundan. Está en potencia a ser ‘más allá de sí mismo' y, justamente, a través de esas dos ‘potencias' que son la inteligencia y la voluntad. Por eso ya decía Aristóteles que " el alma es, de alguna manera, todas las cosas ", (" anima est quodammodo omnia ”), porque, mediante el conocimiento y el amor, es capaz de romper su propio límite y enriquecerse con el mundo que lo rodea. El animal puede sentir cosas y alimentarse de ellas, pero, cuando lo hace las digiere en su propia individualidad. El hombre al conocer y amar es capaz de respetar el ser de aquello que conoce y ama sin reducirlo de ninguna manera a su ego.

Y no estamos hablando de los seres del mundo puramente material, cósmico, que nos circunda. También ellos, por supuesto. Conocer y amar la naturaleza, los paisajes, las cosas, los libros, los animales, el estudio, por cierto que nos enriquece, nos hace crecer. Pero ¿acaso basta? Amáramos y conociéramos todos los seres puramente materiales ¿eso llenaría nuestro corazón, nuestro humano existir? Contéstese cada uno.

No. Hay algo más rico e importante que la naturaleza percibida por los sentidos y el ser material que nos rodea: el ser humano, las personas.

Es cuando conocemos y amamos ‘personas' y la verdadera amistad orna nuestra vida, cuando podemos decir que realmente comenzamos a enriquecernos como seres humanos, a crecer.

Sin nuestra ‘racionalidad', carentes de inteligencia y amor, no podríamos salir de nuestra limitación individual y engrandecernos con los valores personales de los otros.

Hasta en las cosas más nimias y superficiales. Yo no sé jugar al futbol -indudablemente una riqueza que no tengo, fruto de la limitación-, apenas se ser un mediocre cura, pero, cuando, en el conocimiento y el amor, me identifico con River o con Boca, ahí estoy jugando yo, me apropio de esa entidad boquense o millonaria, y me alegro con sus victorias y entristezco con sus derrotas.

De ahí el absurdo del falso igualitarismo surgido de la revolución moderna. La igualdad, si nos conocemos y nos amamos, nos empobrece. Son las diferencias participadas en el amor las que hacen verdaderos pueblos y sociedades ricas y personalizantes. Uno, futbolista; otro, cantor; otro, ingeniero; otro, presidente; este, industrial; aquel, obrero. Todo igualmente mío, ‘nuestro', en el amor. Una sociedad que habla solo de justicia e igualdad, pero no de amor, siempre dejará insatisfechos a sus individuos. Porque, sin amor, la única justicia posible es la absoluta y empobrecedora de la igualdad. Igualdad rastrera, la única capaz de no suscitar la envidia del que no ha aprendido a amar.

Y así si me preguntan "¿Para qué la inteligencia?”, "¿Por qué animal racional?”, contestaré "Para amar”, "Para salir de mi yo”, "de mi estado de potencia”, La madre que se enriquece con el amor a sus hijos. El marido que crece con el amor a su mujer. El amigo que amplía su vivir con la amistad a sus amigos.

Así crezco. Así ‘voy siendo'. Porque, por medio de las puertas y ventanas de mi entender y mi querer, entra en mi el otro, el prójimo, con la riqueza de sus propias vidas, de su propio amor.

Pero el hombre de hoy se equivoca. Porque, cuando habla de amor, o habla del amor sensible que no es capaz de salir del propio yo, el sentimentalismo barato que nos vende el mundo aburrido y chato que nos rodea o, si no, habla del amor que los demás han de tener por uno. ¡Desesperada búsqueda de que alguien me ame, de que alguien me quiera!

Pero fíjense que, si bien esto responde a un hambre legítima de nuestros corazones, es totalmente insuficiente ‘mientras yo no ame'. No es el amor que el otro siente por mí el que me abre de mi mismo, el que me hace salir de la pobreza de mi yo, sino el amor que yo tengo a los demás. El otro que me ama no puede sino afirmar la porción cerrada y minúscula de mi propio ser. Es por el amor que yo ejerzo que salgo de mi cárcel y me hago uno con la riqueza de los amados.

Por eso el egoísmo, el pecado, es torturante. Es volcar el hambre de nuestro ‘ser en potencia' en lo irrealizado del yo. Ese hambre que, a través del intelecto y la voluntad tiene ‘sed del todo' –como decía Aristóteles- volcarla, devoradora, en la parte minúscula, migaja de ser, de mi yo en semilla, en germen, en camino, en potencia ¡qué carnicería!

"Amaos los unos a los otros” no es un mandamiento que quiera imponérsenos a costa de nuestros propios instintos de supervivencia, de existir, sino todo lo contrario, es una propuesta mediante la cual Dios nos descubre en palabras ‘performativas' el sentido más profundo de nuestro ser de hombres.

Precepto empero no tan fácil, porque aunque responde a nuestra vocación más profunda, nuestra psique epidérmica y medrosa suele preferir quedarse en la seguridad de lo poco que ‘ya somos', que emprender la aventura de lo que, en el amor, podemos llegar a ser. Y, además, porque en esta vida el amor nos une no solo a las riquezas y alegrías, sino también a las pobrezas y penas, de los demás.

Pero es que todo esto no es sino preparación a lo definitivo. Porque en realidad al interrogante de para qué sirve nuestra racionalidad, nuestra capacidad de entender y amar, debería ser contestada, "para conocer y amar a Dios”. Como afirmaba nuestro viejo catecismo. De tal manera que nuestros conocimientos y amores en este mundo -elevados por la fe, que ilumina nuestro intelecto y la caridad que da vuelo a nuestro querer- son el ejercicio previo y necesario para, un día, poder participar de la Vida de Dios.

Así, rompiendo el vaso cerrado de tu propio yo en el amor que te permite tu ‘ser en potencia' por haber sido creado ‘animal racional', habiendo aprendido a enriquecerte en el existir de los demás, estarás preparado para poder, un día, también en el conocimiento y el amor, enriquecerte con el Existir Supremo de Dios. Él, eterna y -ahora sí- pura y plena Felicidad.

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