1991 - Ciclo B
5º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 15, 1-8
Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos»
SERMÓN
Salvo la famosa crátera de Orvieto, expuesta en el Louvre, poco es lo que se conserva de Polignoto , el más famoso pintor de la civilización griega, del siglo V antes de Cristo. Ya a fines del siglo IV había desaparecido gran parte de sus obras. Por eso Atenas mostraba entonces con orgullo las extraordinarias pinturas murales del maestro conservadas en el Pórtico de Peisianactos , cerca del Agora. Dicho pórtico, como todo pórtico, era una galería o recova, sostenida por columnas dóricas, sus muros interiores adornados por el gran pintor. Allí fundó su escuela filosófica Zenón , que luego se prolongaría entre los romanos con nombres como Séneca , Epicteto y Marco Aurelio .
Como durante siglos los miembros de esta escuela filosófica enseñaron debajo de ese Pórtico adornado por Polignoto, -en griego stoa pórtico- poikíle -adornado-, la escuela terminó por llamarse simplemente ' stoa ' y sus integrantes stoicos o estoicos. Y estoicismo su doctrina.
Era sobre todo una ética, una moral. Afirmaban que la naturaleza era Dios y estaba formada de alma y de materia. El cosmos, la materia, estaría embebido, en efecto, de una inteligencia, un logos, una ley, una racionalidad que como una especie de alma la manejaba inteligente, providencialmente hacia sus fines. Y el hombre era una pequeña imagen de ese universo, un microcosmos, formado también de alma y cuerpo, de racionalidad y materia. Mediante su libertad, debía unificar ambos principios armonizando su conducta de acuerdo a la gran alma del mundo, a esa providencia o ley de la naturaleza, de acuerdo a la ley natural. Para eso debía sofrenar los impulsos caóticos, materiales, de sus pasiones y ponerlos bajo la hegemonía de su razón. Precisamente a la razón la llamaba indistantemente ' logos ' o ' eguemonikón ', e.d. la rectora, la directiva. Todo el esfuerzo ético de los estoicos consistirá pues en vivir de acuerdo a la ley natural, conforme a la naturaleza ('omologouménos te fusei zen') o, lo que es lo mismo conforme a la razón ('omologouménos to logo') y así se alcanza supuestamente la semejanza con lo divino, con lo cósmico y por lo tanto la felicidad de individuos y pueblos. Para lo cual es necesario instruir a esta razón o 'eguemonikón' en las ideas del alma del mundo o ley natural y obligar, por medio de la ascesis, a los instintos o pasiones o ' pathos ' del cuerpo a que la obedezcan, tratando de conseguir la ' apatheia ', la impasibilidad, la imperturbabilidad, la apatía. Por eso lo que más conspira contra la virtud es la ignorancia, que produce la desviación viciosa de las pasiones. El ignorante siempre obra mal. Por eso el remedio de todos los males es antes que nada la instrucción.
Estas elevadas doctrinas no podían dejar de influir, cuando se pusieron en contacto con él, tanto en el judaísmo como en el cristianismo. Tanto es así que en el judaísmo de la época de Cristo se concebía a la ley de Moisés casi como a esa ley de la naturaleza de la Stoa. El judío y, sobre todo, el fariseo, ajustándose totalmente a la ley de Dios, eran capaces de conseguir por sus propias fuerzas la identificación divina. Bastaba ser instruidos en la ley. Por eso eran tan importantes los maestros, los rabinos. Los pecadores eran antes que nada ignorantes.
Pero justamente contra esta doctrina aparentemente tan excelente se levanta el cristianismo y, en especial San Pablo en sus cartas a los Gálatas y a los Romanos: por supuesto que la ley de Dios ha de ser la norma de la conducta, pero de ninguna manera -dice- ella puede ser cumplida siempre y sin fallas por las solas fuerzas humanas, por más instrucción que haya y aunque se sepa la Toráh de memoria. El papel de la ley en realidad, dice San Pablo, es convencernos de nuestra situación de debilidad, de pecado, de nuestra miseria frente al paradigma, de nuestra imposibilidad de ajustarnos a la norma. Y, por eso mismo, al hacernos tomar conciencia de nuestra situación de pecado, la ley -y esa es su principal función según San Pablo- nos hace abrirnos a la gracia de Cristo. De allì que no es la ley la que salve, sino la gracia. Tanto porque sin la gracia no podemos cumplir la ley, como porque aun concediendo que podamos cumplirla al dedillo, eso, cuanto mucho nos dará derecho a felicidad natural, a perfección intramundana moral o política, pero jamás a vida divina, sobrenatural, eterna. Por lo cual paradógicamente el sentimiento y la angustia de darnos cuenta de nuestra impotencia para cumplir la ley, nuestra conciencia de pecado, nos abre más a la gracia de Dios que el creer que la cumplimos, que somos buenos. "No he venido a llamar a los que se creen justos, sino a los pecadores". La famosa parábola del fariseo y el publicano.
El asunto es que cuando la Iglesia debió predicar al mundo el evangelio, así como para traducir y pensar el mensaje cristiano los primeros teólogos católicos utilizaron principalmente el lenguaje de la metafísica Platónica y Aristotélica, así para pensar la moral cristiana se sirvieron de muchas categorías estoicas. Ni lo primero ni lo segundo se pudo realizar sin desviaciones doctrinales, sin herejías.
Precisamente una de la grandes y primeras herejías éticas, morales, contra las cuales se enfrentó la Iglesia, fué de influencia estoica: el pelagianismo. Que al mismo tiempo representó una regresión a la moral judaica, farisea.
Pelagio , un monje inglés, que allá por el año 400 llegó a Roma, comienza a enseñar una doctrina muy semejante a la estoica. El hombre puede hacerse perfectamente dueño de si mismo, hegemónico de sus pasiones, por la razón. Tiene frente a a si el mal ejemplo de Adán y por eso se desvía y se corrompe. Entonces Cristo viene a predicar con sus palabras, pero sobre todo con su vida, cual es la verdadera norma, la verdadera ley. El cristiano iluminado, instruido, por su doctrina, puede por medio de la ascesis y la razón, libremente, seguirlo y así conseguir la vida eterna, la divinización. Todos nacemos en el estado en que supuestamente estaba Adán antes de pecar: inocentes y amigos de Dios y si así morimos, de niños, alcanzamos la vida eterna. La Redención no es sino enseñanza, un llamamiento a una vida digna, en el ejemplo luminoso de Cristo y que cada uno ha de conquistar con sus fuerzas naturales y su libertad.
Esto enseñaba Pelagio y muchísimos obispo lo apoyaron. Y hasta el Papa Zósimo, antes de darse cuenta de la perversidad de su doctrina y condenarlo, anduvo con titubeos y se indignaba que pudieran atacar a un hombre tan virtuoso y ascético como Pelagio.
Los atacantes no eran nada menos entre otros, que San Jerónimo y San Agustín, que en el furor de la polémica, no ahorraron, es verdad, sobre todo el primero, invectivas e insultos contra Pelagio y sus secuaces, cosa de erizar la piel ecuménica de Zósimo.
Pero sin duda que es San Agustín, de todos modos, el gran defensor del verdadero cristianismo y el teólogo por antonomasia de la gracia. Sin la gracia de Cristo -afirma, y con él lo enseña la Iglesia- el hombre no puede acceder a la vida eterna, está técnicamente en estado de pecado, aún cuando de adulto practique obras éticamente virtuosas. En este estado de pecado nace, aún cuando no haya hecho nada malo. Más aún, sin la gracia, aunque el hombre pueda realizar muchas obras buenas, está imposibilitado de cumplir siempre y totalmente con la moral e inevitablemente procederá muchísimas veces mal y aún caerá en el vicio.
Y vean, lo primero -el no poder acceder al cielo sin la gracia - es un problema de salvación eterna que, sin duda es lo único importante o, al menos lo más importante. Pero lo segundo -el no poder proceder éticamente sin la gracia - es un problema también político. Porque quiere decir que cualquier proyecto político que prescinda de la gracia de Cristo está condenado tarde o temprano al fracaso, será gestor de una sociedad inhumana o corrupta.
San Agustín lo entendió bien y, por eso, entre otras cosas, escribió su famosa obra "La Ciudad de Dios", en que contrapone la sociedad pretendidamente natural, estoica, farisea, en la cual finalmente impera el egoísmo y la concupiscencia de los más fuertes, el epicureísmo de las clases dominantes, y la corrupción y pérdida de la verdadera libertad de las masas, es decir -la describe él- la ciudad de los que une el amor de si mismos; opuesta a la Ciudad de aquellos a quienes une el amor de Dios, la Ciudad de Cristo, la Ciudad de Dios.
La primera siempre termina siendo la Ciudad del Diablo, porque aunque pretenda imponerse normas éticas, al no poder estas cumplirse y al no haber tampoco criterios objetivos de eticidad, de bien y de mal, finalmente cae en la relativización de lo bueno, en el subjetivismo, en la anarquía de los egoísmos y, a la postre, en la prepotencia de las minorías pudientes por imponer bajo forma de ética y bajo coacción sus normas de dominio a las mayorías de diversas maneras manejadas, oprimidas, alienadas, a veces sin que ni siquiera se den cuenta de ello. No por nada Séneca, el estoico, fué el maestro de Nerón.
Pero esto no es solo una herejía antigua; es, lamentablemente, la realidad del mundo actual. En la terrible rebelión luterana y liberal de las revoluciones protestante y francesa contra el orden cristiano y la gracia, el hombre pretendió guiarse a si mismo por la sola razón: la ilustración, el iluminismo, son otros tantos nombres de esta rebeldía que pretendió que bastaba la instrucción y la luz de la razón para llevar al hombre por los senderos del bien y a la felicidad. Con la moral, al modo estoico, pelagiano, era suficiente. Esa pseudo moral liberal, a la manera de Robespierre, el Incorruptible, se mantuvo solo durante un tiempo, gracias a la inercia de las costumbres de la antigua cristiandad que se había hecho carne en el pueblo. Pero cedidos los diques de la gracia de Cristo y de la ley de Dios, pronto derivó al libertinaje que todos conocemos y que cada vez más, desde arriba a abajo de toda la escala de valores morales, está destruyendo el orden cristiano en el mundo y en nuestro pueblo.
Se pretende empero, al servicio de las clases dominantes que por el manejo de los capitales sin alma y el asalto al estado en la mentira de los partidos y la falacia de las elecciones y las presiones de los lobbies, se reparten las más grandes tajadas del poder y de las riquezas que les permiten dar libre curso a sus concupiscencias, a sus ambiciones de dominio, de posesión y de placer, se pretende -digo- a su servicio imponer una nueva moral -un nuevo orden como se dice hoy, a nivel mundial- hecho de elecciones periódicas, de falsos derechos humanos, de ecología, de instrucción sexual, de dietas macrobióticas, pero sobre todo de reglamentos, de impuestos, de exacciones, de intervencionismo estatal, de libertad de expresión para un puñado de periodistas mercenarios y artistas degenerados, y de libertad de comercio para unas cuantas multinacionales,...y de la libertad de irse al infierno aquende y allende para la mayoría.
Y a esto se llama democracia. Ella es la nueva moral. La democracia es el criterio supremo del bien y del mal. La democracia es la moral. La moral es la democracia.
Por ello sus inevitables excrecencias de mal han de ser camufladas constantemente con altisonantes llamados a la ética, a luchar contra la corrupción, esa misma corrupción que el mismo sistema farisaico, estoico, socialdemocrático, inevitablemente provoca.
Y, para ello, ni más ni menos, se pretende poner a la Iglesia al servicio de estos fines. De allì que toda la dirigencia junta, gnóstica, masónica y democrática, aplaude a la Iglesia cuando ésta denuncia la corrupción y agita los valores de la ética. Magnífico que hable de libertad y de justicia; plausible, aunque algo anticuada, cuando defiende a la familia o se refiere a moral matrimonial -de todos modos dejemos pasar, nadie en eso le hace caso-; venerable cuando se refiere a la enseñanza de ese uno de los grandes hombres que fue Jesucristo; pero ridícula, execrable, medioeval, retrógrada , si pretende predicar a Cristo Resucitado, Señor del Universo, Rey de las naciones, único nombre en quien está depositada la salud de los pueblos fundador de la única Iglesia y religión verdaderas.
Y de hecho muchos jerarcas eclesiásticos caen en la trampa. Los escuchamos en sus pastorales, en sus entrevistas y discursos, en sus documentos cuando terminan sus asambleas a modo de parlamentos, esos documentos con los cuales hoy está empapelada la iglesia y que suelen denunciar la injusticia, la pobreza y, a veces, la inmoralidad y cuanto mucho hablan de la ética y de la moral, pero donde no se refieren nunca o poco a la raiz de todo el mal, que es la falta de fe, de esperanza y de caridad; la falta de la gracia de Cristo en el recurso a la oración y a los sacramentos; la apostasía de las naciones; la desvinculación, el rechazo, de nuestros dirigentes y cada vez más de nuestro pueblo, de la única Iglesia de Cristo. Eso se acalla en homenaje al pluralismo, al ecumenismo o, peor, por ignorancia, porque ya en ello no se cree más.
Hace poco lo decía valientemente el cardenal Ratzinger, prefecto del Santo Oficio, -y con esto termino- "El error de Pelagio tiene muchos secuaces en la Iglesia de hoy... Vivimos la tentación, sin duda humanamente comprensible, de hacernos oír aún donde no existe fe y pensamos que el puente entre la fe de la iglesia y la mentalidad moderna podría ser la moral. Porque todos, quien más, quien menos, observan que hay una gran necesidad de moral y muchos ofrecen a la Iglesia mostrándola como una garantía de moralidad, como una institución de moralidad, y así se pierde el coraje para presentar el Misterio."Es el MASDU que denuncia permanentemente el abbé De Nantes en Francia: el intento de convertir a la Iglesia en el gran "Movimiento de animación espiritual de la democracia universal".
La alegoría de la vid que nos presenta el evangelio de hoy es patente, paladina: ser cristiano no es solo vivir una ética, una enseñanza, es antes que nada participar de la savia, de la vitalidad del tronco, de Cristo Resucitado, de su Santo Espíritu. Vitalidad que nos llega ordinariamente mediante la oración y los sacramentos y sin la cual es imposible, tanto en el orden individual como en el social, vivir éticamente: "sin mi nada podéis hacer".
Es pues inútil que se levante toda esta hipócrita polvareda actual en contra de la corrupción, es inútil que los obispos de la Conferencia Episcopal o del CELAM sumen sus voces autorizadas a este democrático clamor: sin la conversión; sin la gracia de Jesús, sin la oración humilde y confiada, sin los sacramentos de la única iglesia de Cristo, sin el reconocimiento expreso de la realeza política de Jesús, por más que de vez en cuando surjan reacciones -que terminan tarde o temprano siendo instrumentadas y absorbidas por el sistema-, sin aquello, ni los individuos ni la sociedad jamás alcanzarán verdadera paz, verdadera honestidad, verdadera justicia y, lo que es más triste aún, tampoco alcanzarán el cielo.