1995- Ciclo C
5º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 31-33a. 34-35
Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Así como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros. En esto todos reconocerán que sois mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros»
SERMÓN
El término glorificar, evoca en nuestro vocabulario común los conceptos de honrar, exaltar, loar, alabar, aplaudir, encomiar, aclamar, ensalzar... Un nombre glorioso es el que ha adquirido, fama, estima, renombre, prestigio al parecer de la opinión pública...
Y hay algunos que necesitan de ese aplauso, de esa fama... Multitud de gente vive de ella: políticos, artistas, firmas comerciales... y eso les da votos, ratting, ventas...
De allí que los cristianos a veces cuando escuchamos que todo ha sido creado para gloria de Dios o el famoso lema jesuítico 'ad maiorem Dei gloriam', 'para mayor gloria de Dios'... podemos llegar a imaginarnos que Dios necesitaría de nuestro aplauso, de nuestra alabanza, de nuestro culto, de nuestras oraciones... que él hubiera hecho todo y a nosotros para -como desde un balcón sobre una inmensa Plaza de Mayo- recibir los vítores, plácemes y loas de los hombres...
Son las malas jugadas que nos hacen las palabras cuando se traducen los términos originales hebreos o griegos a nuestras lenguas modernas.
Quizá sea bueno, por ello, remontarse al término judío que solemos traducir como gloria y que no es otro, así como suena, que Kabod. Kabod, es en hebreo, aquello por medio de lo cual lo incomprensible, infinito, luminoso y bello de Dios en si mismo, oculto para nuestros ojos miopes, imposible de ser visto por ahora directamente, se manifiesta a nosotros, se hace visible, se hace perceptible a nuestros sentidos y nuestra inteligencia. Ya que todavía no lo podemos ver ni amar directamente en su infinita simplicidad y belleza, lo podemos percibir en sus obras, en sus actuaciones, en sus intervenciones grandiosas o pequeñas en nuestra vida.
Dios se exterioriza en su obrar, a la manera como nosotros exteriorizamos nuestro interior invisible en nuestros gestos, en nuestras palabras, en nuestras actuaciones... A esa exteriorización de Dios llama la Escritura su gloria.
Gloria, exteriorización, obrar divino que solo tiene como objeto entrar en diálogo con el hombre, con cada uno de nosotros. Porque ya lo sabemos, Dios no necesita de la creación, del universo, de las estrellas, de la tierra, del hombre... Dios es perfectamente pleno en si mismo; y la creación no le añade absolutamente nada. Seguiría siendo el mismo y perfecto y totalmente feliz, aún cuando no hubiera existido el mundo, aún cuando no hubiera realizado nada exterior a él. La plenitud divina es infinitamente suficiente y colmada en el movimiento existencial mediante el cual el Padre se da al Hijo y con el Hijo al espíritu Santo en el seno de la santísima Trinidad.
Mucho menos, pues, necesita de nuestros aplausos, de nuestra alabanza, de nuestra glorificación, de nuestras oraciones... Somos nosotros los que abriendo nuestros ojos y nuestro corazón al Dios que se manifiesta mediante sus obras, mediante su gloria, podemos alcanzar esa plenitud a la cual él nos llama sin necesidad, por puro amor y generosidad., Como por puro amor y generosidad, para bien de sus creaturas, crea el universo.
Universo creado para el hombre, para la criatura racional, puesto que ni materia, ni vegetales, ni animales, de por si pueden disfrutarlo, solo el ser humano, con su capacidad de conocer y de amar.
Que Dios crea el universo para su gloria, pues, quiere decir que crea para su manifestarse, comunicarse al hombre. Pero cuando decimos esto lo afirmamos casi como un enunciado teórico: Dios crea para el hombre. Y no nos damos cuenta de que eso no es abstracto: para el hombre, para la humanidad. En realidad lo que hay que decir es Dios crea para mi, para cada uno. La finalidad de todo este despliegue cósmico, de la luna y las estrellas, de los átomos y las amebas, somos sencillamente cada uno. No podes esconderte, Dios no está hablando a la multitud reunida en plaza de Mayo, Dios te está hablando a vos.
Y para la infinitud de Dios no hay ni grande ni pequeño, esas son comparaciones a la medida nuestra, no a la medida de él. Para Dios es tan importante o tan pequeña una galaxia que una mota de polvo, un millón de años, que un segundo y todo está cargado de su infinito amor hacia nosotros. Por eso, para gloria de Dios, no está solamente hecha la inmensidad del universo, están realizadas también todas las pequeñas cosas que suceden en tu vida. Y Dios te habla, por supuesto, desde la maravilla del espectáculo de las estrellas que titilan en una noche sin nubes, pero también desde la maravilla más grande aún de tu bebe dormido. Desde las páginas solemnes de la Biblia y de la Encíclica, pero también en el timbre o llamado telefónico que te importunó está mañana; desde la buena noticia de tu ascenso o de tu buena nota, pero también en la cara preocupada del médico mirando tu radiografía...
Todo lo obra Dios para tu bien, todo para hablarte, para llamarte, para seducirte, para revelarte lo que siente por vos... Ese es, en hebreo, el sentido de la palabra gloria...
Y ese es el sentido de la glorificación de Dios en Cristo de la cual habla hoy nuestro evangelio. Dios es glorificado en Jesús, porque en la Cruz de Cristo se hace manifiesto, de la manera más elocuente posible, el amor extravertido que Dios nos tiene, no solamente creándonos, sino entregándose a si mismo en terminante y sublime prueba de amor.
La Cruz de Cristo es la plenitud de la gloria. Allí Dios y Jesús son glorificados, en cuanto su total regalo de si constituye la exteriorización más patente de su amor.
Estamos en el discurso de despedida de Jesús. Inmediatamente después del lavado de los pies de los discípulos; ese lavado que descubre el significado de la cruz y que es parte por tanto de su curiosa glorificación.
Y Jesús ya está anunciando su partida, esa partida que se simbolizará en la ascensión, y anunciando a la vez su nuevo modo de presencia, la nueva manera que tendrá de manifestar su gloria a través, como dirá poco después, del Espíritu Santo.
Pero aquí, en el pasaje que acabamos de leer, ese nuevo modo de presencia de Cristo, de glorificación de Dios, de acción del Espíritu Santo, dice Jesús que habrá de manifestarse muy concretamente en el mandamiento nuevo: el del amor que han de tenerse los cristianos entre si.
La gloria de Dios manifestada en Jesucristo y en el amor que lo lleva a la cruz, habrá de prolongarse en la historia mediante el amor mutuo de sus discípulos, de su iglesia.
Cuando hoy se nos dice 'la Iglesia es el nuevo modo de presencia de Jesús en el mundo': inmediatamente pensamos en los ritos, en los sacramentos, en la plaza de San Pedro, en el Papa vestido de blanco asomado a la ventana de su estudio dando la bendición, en las mitras y báculos de los obispos, en el humo del incienso, en el canto solemne, en el habito de monjes y sacerdotes, en el agua del bautismo y la marcha nupcial, en esta o aquella pastoral o declaración de la Conferencia Episcopal...
También, no digo que no, también: pero ¡qué de gestos vacíos, que de ceremonias huecas, que de palabras puro ruido de aire, que de disfraz de mona vestida de seda que mona se queda, si debajo y arriba de todo ello no está candente, rugiente, punzante, la llama viva del amor de Dios...!
Porque todos los sacramentos, todos los ritos, todas las jerarquías eclesiásticas, todos los signos exteriores, todo el arte y la ley y los consejos y las palabras que resuenan en la Iglesia, solo tienen sentido en la medida del amor que sean capaces de sostener, fomentar y alentar en nuestro corazón.
Ese amor, por supuesto, que no es el puro afecto, ni el solo cariño y mucho menos el sentimiento que canta el tango o que defiende Moria Casán, sino el amor inspirado en el amor y dolor de Dios por nosotros, y que busca el bien de la persona amada, y que se entrega, y que se hace alianza de crecimiento, pacto de sangre en vistas a la perfección, camaradería en la santidad, apoyo mutuo en la búsqueda y servicio de Dios... Ése es el amor que predica la Iglesia. Ése es el amor que se hace glorificación de Cristo y de Dios.
Una Iglesia que buscara la gloria del prestigio, de la sola sabiduría, de la perfección de sus palabras, del boato, del poder político, de la solvencia económica, de la pulcritud y eficiencia de sus clérigos, o formada por cristianos que solo qusieran mantener como se dice la pureza del alma, o cumplir, o recibir consuelo o devoción, o evitar el pecado en miedo a Dios, en escrúpulo, pero que estuviera vacía de amor, no serviría a la gloria de Dios, ni glorificaría a Jesucristo...
Porque la verdadera Iglesia vive en el interior del cristiano enamorado de Cristo, y se hace carne, en el amor fiel de los esposos, en el amor limpio de los novios, en el cumplimiento de los deberes de todos los días, en el cuidado y respeto a los ancianos, a los enfermos, a los pobres, en la educación vigilante y cariñosa de los hijos, en el sufrimiento llevado con paciencia, en el servicio y la disponibilidad, en la palabra amable, en la sonrisa cordial, en las buenas maneras, en los malos humores o bajoneos no manifestados, en los pequeños gestos, en las palabras de aliento, en el saber escuchar, en el tiempo que se da, en ese amor, pues, que a la manera de Dios en la creación, se expresa en lo grande y en lo pequeño, en lo heroico y en lo cotidiano, en el martirio y en el compromiso diario y menudo...
Solo un cristianismo capaz de mostrar a este mundo egoísta, vano, frívolo, individualista, en el fondo solitario y triste, la alegría auténtica del amor cristiano, de ese amor que a imagen de Cristo hemos de tener los discípulos de Jesús entre nosotros, solo él podrá ser vehículo de la verdadera gloria de Dios y de su siervo Jesús. Que así sea.