1997 - Ciclo B
5º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 15, 1-8
Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos»
SERMÓN
Cuando se trataba de excesos, la civilización clásica -al menos tardía- no se andaba con chiquitas. Basta pensar en las saturnales romanas -festejos realizados en honor a Saturno-, que algunos mentan como antecesores de nuestros carnavales; o las angeronalias realizadas en honor a Volupia, la diosa del placer carnal; o las maiumas celebradas a orillas del mar en honor a Venus; o las cotitias celebradas de noche en honor de Cotis, la diosa de la impudicia; súmese a estas fiestas lascivas las bendidias , de Atenas, en honor de la luna; las cabirias de Tebas dedicadas a los cabirios; las anagorgías celebradas para enaltecer a Afrodita, las sabácidas, las catagagonías, las panegirias , las cronias -y no quiero cansarlos con nombres raros-, para mostrarnos que el calendario grecoromano estaba plagado de festicholas de hartísima dudosa moralidad, en las cuales no solo la plebe sino las autoridades -como en las saturnales- y las clases altas, participaban alegremente...
Imaginémonos el grado de libertinaje que habran adquirido las célebres fiestas en honor a Dionisios, a Baco, las bacanales, que hasta el mismo senado romano, en el año 186 antes de Cristo, debió prohibirlas.
Las bacanales introducidas en Roma en el siglo IV antes de Cristo y en Grecia en el V se habían transformado, cuando creció la población, en orgías peligrosísimas para la seguridad pública, como está en camino de degenerarse en nuestros días el Carnaval de Río, a pesar de los límites que inútilmente pretenden ponerle las autoridades. Es sabido que hay más homicidios en esos días que en todo el resto del año junto.
En realidad la palabra orgía, en su arranque, tiene más bien un significado religioso o bélico. En principio se refiere a la savia exuberante de las plantas sanas. De allí pasa a significar lozanía, brío, y ,en el hombre, deseo interior, gana de lucha, de hacer algo. Luego tiene que ver con esa parte de la psique humana que se levanta hirviente en la ira y parece que, desde sus orígenes, está asociada con el vino, que se daba a los guerreros antes de la batallas para apagar sus miedos y exaltarlos en odio a sus enemigos. Su semántica se enriquece y 'orgía' termina por denominar toda pasión que obnubile la inteligencia: la ira, la cólera, la pasión, el arrebato... De hecho se identifica antonomásticamente con la ebriedad del vino. Dionisios (o Baco, en su versión romana) es precisamente el introductor -tanto en Grecia como luego en Roma- de la viña y del vino. Los estudios arqueológicos nos muestran efectivamente que la industria vitivinícola es en occidente bastante posterior al cultivo de la cebada o del trigo. De tal modo que Dionisios de hecho es una divinidad posterior y relativamente nueva con respecto a Deméter o a Ceres, respectivamente diosas de esos cereales y de la primera generación olímpica.
En el mito, Dionisios rodeado de sus bacantes invade a Grecia desde Asia, y ultima a los reyes de Tracia, Licurgo , y de Tebas, Penteo , representantes de lo clásico. Al final de su triunfal trayectoria parte hacia el Olimpo, raptando en su camino a Ariadna, abandonada en Naxos por Teseo. Hay que recordar que Ariadna es la que da a Teseo el famoso hilo que le permite no perderse en el Laberinto y terminar con el Minotauro; así Ariadna es el símbolo de la inteligencia, de la lucidez, todo lo contrario a Baco. Y Baco, Dilonisios, en el mito, concluye su obra asesinando a Ariadna.
Eurípides, el último de los tres grandes trágicos griegos después de Esquilo y Sófocles, culmina su labor teatral, en el 405 antes de Cristo, precisamente con Las Bacantes, según Goethe su más bella tragedia. Todo el hilo del argumento pasa justamente por la oposición que Penteo, rey de Tebas, símbolo de lo griego, adorador de Apolo, hace a la importación de los ritos dionisíacos, báquicos, y todo lo que ellos significan de irracionalidad, de exceso, de búsqueda de lo puramente vital y placentero. Las simpatías de Eurípides, en su obra, están todas volcadas a favor de la racionalidad occidental, contra esta importación bárbara de la orgía y la desmesura. Sin embargo el viejo dramaturgo, viendo como la irracionalidad invade Grecia -después de la guerra del Peloponeso- y el fracaso de la democracia, en esta obra de vejez -que se estrena póstuma después de su muerte- con enorme sabiduría y un dejo de escepticismo y desesperanza adornado con rasgos de poesía y de humor -a la manera del Falstaff verdiano, también genial testamento de un anciano- Eurípides, digo, hace finalmente en esta pugna triunfar a Dionisios, que logra engañar a la mismísima madre de Penteo, que alienada despedaza a su hijo con sus propias manos. Como si dijera Eurípides que finalmente en la historia del hombre la irracionalidad o el deseo de la vitalidad a toda costa o como quiera llamársele, vicio, euforia, embriaguez, viaje, pasión, exaltación, orgía, pentecostalismo, macumba, amor furioso u odio, termina siempre por apoderarse del hombre y de las sociedades. Y eso que Eurípides no había visto las guerras fratricidas, orgías de sangre, como las que, fuera de toda razón, devastaron nuestro siglo, desde la primera guerra mundial, hasta la de la ex-yugoeslavia, o la que lanza a la locura guerrillera a tanta gente.
Es el conflicto permanente que detectaron en lo humano Schelling, Nietzsche y Klages entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Lo primero -figurado por el dios Apolo- representando la serenidad, la mesura, el orden, la inteligencia; lo segundo -lo dionisíaco- la pasión y el éxtasis. No es de extrañar que estos autores alemanes que privilegiaron como aspecto superior de lo humano lo dionisíaco, hayan estado en el nacimiento de la ideología nazi. Lo apolíneo, el orden, es para las masas y las razas serviles; el señor -según ellos- debe sumergirse en la ebriedad exaltante y creadora de lo dionisíaco.
Es verdad que el hombre verdaderamente clásico, el griego defendido por su gran literatura y por sus grandes filósofos, había tratado de lograr un cierto equilibrio entre lo dionisíaco y lo apolíneo. Sin embargo nunca tuvo la clave para hacerlo: cuando, en los sistemas platónico, aristotélico o estoico, intenta privilegiar en el hombre la razón, la inteligencia, el orden o la ley, lo hace en desmedro de lo que también es el hombre: sus sentimientos, sus legítimas pasiones, su lirismo, su a veces bendita irracionalidad que le permite romper esquemas y alcanzar racionalidades más plenas... Así es que una moralidad unilateralmente racionalista, kantiana, voluntarista, legalista, que sospecha de toda intuición, sentimiento, o fuerza interior, termina no solo por ahogar lo humano sino -yendo en contra de la naturaleza- despertar la reacción contraria: el odio a la razón, al orden, a la ley.
La Biblia, contrariamente a lo que se piensa, está muy lejos de ser puritana, racionalista... Baste pensar en nuestro tema de hoy, la viña, la vid, el vino. Cuando Josué manda a sus espías a explorar la tierra prometida, Canaán, estos vuelven de allí trayendo, como signo y muestra de la prosperidad y alegría que les espera, un sarmiento con un racimo de uvas. El Cantar de los Cantares, ese casi irracional poema bíblico de amor de un esposo por su esposa, compara precisamente a ésta con una vid lozana y, en sus demasías amorosas, termina por simbolizar el mismo amor de Dios por su pueblo.
Eso no quiere decir que la Escritura apruebe la irracionalidad: al contrario, abomina de los cultos de fertilidad cananeos, de sus orgías, de las manifestaciones extáticas de sus falsos profetas, de la adivinación, y, por supuesto, a la vez que aplaude la alegría del vino condena la ebriedad.
Si Vds. recuerdan, en la mitología bíblica, el primer cultivador de la vid, no es Dionisios o Baco ni nada semejante, es el mismísimo Noé , después del diluvio. Pero precisamente si hay un hecho vergonzoso en la vida de Noé y que la Biblia condena sin tapujos es el de que sus hijos lo encuentran un día borracho, semidesnudo, en su tienda.
Al mismo tiempo parte importantísima del mensaje bíblico es precisamente la ley, tanto es así que exasperada ésta por la doctrina rabínica y farisea termina por resumir y compendiar toda la espiritualidad judía. Pero quien quisiera reducir a la ley y a la razón la vieja espiritualidad hebrea estaría engañado por un fariseísmo y talmudismo que poco tiene que ver con el intenso humanismo bíblico: piénsese en los salmos, en los profetas, en los relatos plenos a veces de pasión de los grandes personajes y gestas bíblicos. Piénsese también en la jovialidad de las fiestas de Israel y sus bodas y sus banquetes.
Oseas, Isaías, Jeremías, Ezequiel, gustaban comparar a Israel con una viña plantada y cuidada por el mismo Yahvé, Dios.
El texto del evangelio de hoy no hace más que prolongar esta imagen bíblica. Pero ahora la vid no es solo Israel es Jesús y tpdos los creyentes a él unidos. Cristo es el verdadero continuador, a la vez que plenificador, de la espiritualidad de Israel, alcanzada ahora por él a todos los hombres. A una relación con Dios, basada por rabinos y fariseos, en el legalismo, los preceptos, la moral, la ética y los rituales, Jesús sigue oponiendo la imagen de la viña, es decir de la vida humana no estabulada en los comportamientos estancos de los reglamentos e imposiciones políticas o económicas o pseudoreligiosas, sino de las relaciones vitales, reflejadas en esas vides que, con sus zarcillos y pámpanos, cubren enormes extensiones de terreno, dándoles verdor y frescura con sus grandes hojas y el cristal de sus uvas, y al mismo tiempo son, en aparente desorden, como una sola planta entrelazándose mutua y vitalmente.
A la imagen del buen pastor que vimos el domingo pasado y que sugiere la relación entre un jefe o guía con sus seguidores, Juan añade ahora esta figura de la vid que lleva esta relación a una inimaginable intimidad: la de la misma savia vital que corre por los vasos de todos los sarmientos. No se trata solo de la unidad externa que procura un orden cualquiera o el puro seguimiento o discipulado, se trata de compartir una existencia, una vida que en este caso fluye de Cristo a todos los que creen en él.
Aquí no hay conflicto entre lo apolíneo y lo dionisíaco: si bien es verdad que el vivir cristiano sigue los cauces de una ley, esa ley va más allá de la pura razón que puede interpretar el moralista y el legislador, porque potenciada y resumida por el amor, y es mucho más que un sujetarse a normas, porque es enlazarse en amistad y comunión con la misma vida de Dios ofertada en Jesús.
Confundir el cristianismo con una ética que podría ser compartida ecuménicamente con otras religiones o ideologías es ignorar que antes que nada ser cristiano es vivir de la savia misma del vivir de Cristo. Pensar que cualquier mística, creencia, convicción o culto es capaz de llevar al hombre y a las sociedades a la paz y la plenitud, es desconocer que el hombre, dejado a su naturaleza, a la larga es incapaz de producir sino conflictos; y que el único que puede dar la gracia necesaria para llevar a lo humano a la perfección es Cristo: "separados de mi nada podéis hacer".
Fácilmente se olvida que la doctrina católica sostiene que no solo le es imposible al hombre acceder a la vida eterna sin la gracia de Cristo, sino que ni siquiera en lo humano es capaz sin ella de cumplir plenamente la moral.
Es inútil perorar contra la corrupción y hablar de la necesidad de una mejor justicia, tanto política como económica y social, ni de consejos de la magistratura, si no predicamos a Cristo. ¡Dale hablar de moralidad, de justicia, de bioética, de ética matrimonial, de economía humanizada! Nada de eso tiene mordiente, ni convence a nadie, y solo queda en bella y estéril teoría, si no convertimos los corazones a Cristo Jesús.
Porque lo apolíneo más o menos lo conocemos. Los cristianos, la gente de cierto nivel cultural, el sentido común, estamos todos más o menos de acuerdo en lo que debería hacerse, en lo que no habría que admitir... Pero falta la fuerza, -no la fuerza externa de la coacción, que ya sabemos a qué conduce, sobre todo si los que la aplican son tan inmorales como nosotros,- sino la fuerza interna, la convicción, el amor a Jesús, lo dionisíaco en el buen sentido, la embriaguez de la amistad con el Señor, el éxtasis de la oración y de la mística, la ternura fraterna del corazón movido por la contemplación del amor crucificado.
A una educación que sin Cristo, laicista, había querido ser apolínea, racionalista, kantiana, puritana, el mundo contemporáneo ha respondido con lo orgiástico, con la libertad a todo precio, con la rebeldía, con lo pentecostal, con Baco y Dionisios, con el falso éxtasis de la droga o el vino o la discoteca, todo eso que lamentaba el viejo Eurípides, viendo al mismo tiempo la impotencia de lo puramente apolíneo y legal para frenarlo. Porque Teseo termina siempre por abandonar a la aburrida Ariadna en Naxos.
Debemos volver a predicar y vivir a Cristo. Antes que mandamientos sea nuestro cristianismo un verdadero encontrarnos en amistad con Jesús, unirnos a la vid. El evangelio no dice que se necesita gente honesta: el evangelio dice que hace falta gente que crea en Jesús y ame a los hermanos y que de frutos. No nos interesan cristianos que solo se porten bien, interesan cristianos que oren, que recen, que estén unidos a Jesús, capaces de vivir en el éxtasis de la oración, de la plegaria continuada, del fluido contacto con él, de la alegría de su amistad, del vino embriagante de la eucaristía, de jugarse todo por Él.