2002- Ciclo A
6º domingo de pascua
(GEP 05-05-02)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 15-21
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque él permanece con vosotros y estará con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí y yo en vosotros. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él".
SERMÓN
Como decíamos el domingo pasado -comentando el texto johánico "Yo soy el camino, la verdad y la vida"- la realidad es la plasmación existencial del pensar divino sobre ella. Todo el universo y su decurso son pensados, antes de su surgir de la nada, por la inteligencia creadora. La verdad sobre las cosas no es, pues, sino el encuentro de nuestros pensamientos con el pensar divino.
Las cosas son porque Dios las piensa o, en la bella frase de San Agustín , "somos, porque Tu nos miras".
Sin embargo, la razón última de nuestra existencia de ninguna manera es el pensar, las ideas de Dios sobre nosotros. No basta pensar para llevar adelante una acción, un cometimiento, una obra. Triste experiencia la nuestra: ¡tantos planes, tantas bellas ideas, tantos proyectos y propósitos excelentemente razonados, meditados, escritos en nuestras libretas secretas, en nuestros diarios y que han quedado en ello: en ideas, proyectos...! Muchas veces por falta de poder, de posibilidades reales, de circunstancias adversas, pero, la mayoría de las veces, por carencia de decisión, de voluntad, de querer. Pienso que debo dejar de fumar, lo tengo claro que me hace mal y, sin embargo, sigo haciéndolo, por falta de verdadero querer, de voluntad. Se que he de levantarme puntualmente, o abandonar la televisión, para ponerme a estudiar o trabajar... y ahí estoy, inmovilizado, por escasez de querer, de decisión. Tengo perfectamente claro que debería dejar esta relación malsana, este vicio, esta ocasión próxima de pecado... y no la corto de una buena vez, por insuficiencia de voluntad. ¡Ojalá mi inteligencia estuviera acompañada siempre de voluntad, mis saberes de querer, mis convicciones de amor! No basta pensar bien; es el amor, el querer, la voluntad lo que, finalmente, hace que yo sea lo que debo ser y haga lo que me dicta mi entender.
Pues en Dios sucede lo mismo: no es Su pensar lo que decide la realidad y la existencia de las cosas y las personas que crea, sino Su querer, Su amor. De hecho, en la infinitud del ser divino se cobija la ciencia capaz de construir infinitos mundos, infinitas formas de personas, infinitas situaciones. El universo de las posibles creaturas de Dios no tiene límites. Pero, de hecho, sabemos que el mundo es finito, que el número de los seres vivientes y, sobre todo, de los entes personales es limitado. Más: se que, de alguna manera, yo soy único y, al mismo tiempo, pude perfectamente no haber sido. El que de todas las infinitas ideas de universo y todas las infinitas ideas de personas que Dios tiene en su mente, existan solo las que existen, entre ellas yo mismo, no se debe pues al puro saber divino, ni a su infinito poder -que descontamos-, sino, sobre todo, a su querer, a su amor.
Instrumentalmente, es verdad, puede ser que yo -si no he nacido de un accidente no evitado- haya sido engendrado por el querer de mis padres; pero, en mi realidad más profunda, en mi ser personal y exclusivo solo soy porque Dios me quiere. Cuanto mucho los progenitores pueden desear, o no evitar, un hijo, un ser humano, pero a mi, en mi personalidad exclusiva, en mi nombre propio, solo soy porque Dios me ha querido y sigue queriendo. Al "soy porque Tu me miras" de Agustín, hay que añadirle ahora el "soy porque Tu me amas", "existo porque Tu me miras con amor". Que si nos mirara sin querernos no seríamos. ¡Qué confianza saber que lo que nos funda en la existencia es nada menos que el amor de Dios! Que soy porque El me ama.
Es el amor divino, pues, quien funda el ser, con su respectivo valor y grado de bondad. Como en el caso del saber de Dios al cual nos referíamos el domingo pasado, las cosas son y son buenas, porque Dios las ama; y su valor depende del amor que Dios les tiene, del querer o voluntad con los cuales las ama. No nos ama Dios porque seamos buenos: somos buenos porque Dios nos ama. Nosotros, en cambio, podemos amar las cosas porque son y, cuanto más buenas sean, más deberíamos amarlas. No es estrictamente nuestro amor el que funda el valor de las cosas sino el amor que Dios les tiene.
Nuestro sermón de hoy tiene que ver con el sermón sobre la verdad del pasado domingo, porque, en Dios, su saber y su querer o amar, se identifican. En Él no existe, como entre nosotros, la posibilidad de querer lo que sabemos que no es bueno; ni de ser incapaces de querer lo que sabemos hemos de hacer. Aún así, Dios no puede querer cualquier cosa. También Dios ha de respetar los principios del ser. De tal manera que su querer siempre sigue las reglas de la verdad. Dios por ejemplo, podría crearnos con alas o con cuatro patas o con antenas en vez de ojos, porque eso no es contradictorio. Pero de ninguna manera podría crear, por más que -por absurdo- lo quisiera, un círculo cuadrado, ni un triángulo de cuatro lados, ni hacer que dos más dos fueran cinco.. Tampoco Dios podría obligarnos a realizar una acción intrínsecamente mala de modo que ésta por ello fuera buena.
Sin embargo, en el medioevo, por ejemplo, un tal Duns Escoto y luego Guillermo de Ockam , fundador del nominalismo, adversarios de Tomás de Aquino , sostenían que Dios, con solo decidirlo, podría trastocar lo malo en bueno: que el adulterio, en vez de pecado, si Él así lo quisiera, fuera una acción loable; que los mandamientos funcionaran al revés... Sería la voluntad de Dios la que omnímodamente determinaría el ser de las cosas y sus reglas, haciendo de lo absurdo inteligible, de lo perverso meritorio...
De ninguna manera, dice Santo Tomas: Dios ajusta su querer a su inteligencia, a las reglas del ser, y la contradicción jamás podría entrar en sus posibilidades, no por falta de omnipotencia, sino, al contrario, porque el verdadero poder siempre se despliega en el orden del ser y la verdad, nunca del no ser y del error.
Pero ya hemos visto que, desde las revoluciones protestante, moderna, francesa y marxista, no es el conocer de Dios el que funda la realidad de las cosas, sino el conocer del hombre. El hombre suplanta a Dios; dios es el Hombre y es su razón la que determina la verdad de las cosas y el camino de su perfección. Estallada la Revolución Francesa, hasta la caída de Robespierre, una estatua de la llamada 'diosa Razón' reemplazó a la de la Virgen, en Notre Dame de Paris y en muchísimas catedrales de Francia.
El asunto, hasta allí, siendo pésimo, no hubiera sido tan grave si no hubieran aparecido autores que, a la manera de Scoto y Ockham, postulaban, también para el hombre, el que no solo las cosas eran según él las pensaba, sino que eran o no buenas según él las quisiera. Sería el querer del hombre el que funda la bondad de la realidad y de las acciones, y no su valor objetivo, la bondad que, al amarlas, ha puesto en ellas el Creador.
Uno de estos personajes, seguido luego en parte por Nietzsche, fue el famoso, en su tiempo, Arturo Schopenhauer , nacido en Danzig, muerto en 1860. Afirmaba que era la Voluntad, el querer, no la inteligencia, la que estaba en el fondo de la realidad. Lo que descubre nuestro entender, dice, siguiendo a Kant, es pura ' representación ', no llega al fondo de lo real, es extravío de los sentidos. Es la Voluntad, el puro querer irracional, sin la guía de la verdad y el conocer, el fundamento del ser. Y nuestros quereres y voluntades individuales, nuestros impulsos volitivos, legítimas manifestaciones de esa Voluntad fundamental. Por lo tanto, todas buenas, todas lícitas y vitales sea lo que fuere lo que desearen.
La racionalidad -afirma nuestro autor- no ha de entrar para nada en el querer, en el deseo, en el amar. El impulso del deseo es de por si valioso y bueno, y hace buenas las cosas que apetece y las obras que promueve. No hay normas, no hay leyes, no hay estrictamente moral: es bueno lo que deseo, lo que quiero. " Que se haga mi voluntad en el cielo como en la tierra ", dice expresamente Schopenhauer, burlándose del Padrenuestro.
El hombrecito común que obedece a leyes, a ética, a razones, debe ser superado por el hombre totalmente libre de hacer lo que se le antoja. La moral -dirá luego Nietzsche - no es para los superhombres sino para la gentecita, para la masa. El superhombre está 'más allá del bien y del mal'. (Así llamará a una de sus obras).
Algo de esto asimilará Freud y parte del psicoanálisis contemporáneo en su exaltación de la libido, frustrada por las exigencias prepotentes del superego.
El único límite al despliegue de esta voluntad, de estos deseos, sería, para Schopenhauer, el deseo, el querer, la voluntad de los demás. El Estado, por medio de una justicia que Schopenhauer confunde con la pura represión y temor al castigo, deberá garantizar que las voluntades individuales no choquen entre si. En todo lo demás buscará el máximo de permisividad. Desaparecen la política y la justicia como búsqueda del bien común en la racionabilidad de las leyes y en el dar lo que objetivamente corresponde a cada cual. Y será el querer, la voluntad del legislador, lo que haga buenas las leyes; no las leyes expresar lo bueno. Si el voto determina que el divorcio es bueno, que robar es lícito, eso será bueno y no al revés.
Por supuesto que aunque en su vida personal Schopenhauer fue un hombre bastante depravado, solterón empedernido de pésimas costumbres, sibarita, lujurioso y cultor de todos los deseos de su corpulento cuerpo, en sus enseñanzas, hombre cultísimo como era, mantenía una cierta grandeza, intentando consagrar sus principios a partir del budismo, del cual fue siempre apasionado lector. Contradiciendo a esta voluntad, afirmaba, está, desgraciadamente, el límite de la ' representación ' acotada que la mente ofrecía al querer. (Simplemente, digámoslo nosotros, el límite de la realidad mundana, incapaz de saciar la apertura indeterminada del querer.) De tal manera que esa voluntad, de por si ilimitada -a la manera de la libido freudiana- siempre queda insatisfecha. Por lo cual, en última instancia, lo mejor es apagarla, a la manera budista, en el no deseo, en el nirvana. Lo dijo, pero no lo practicó. De todos modos nos dejó en ello una filosofía profundamente pesimista.
Lo que sí fue en él una ingeniosa afirmación es que el arte, y sobre todo la música, era la manera más admirable -más allá de la razón, de la palabra, que solo hablaba a las ideas, a la 'representación'- de encontrarse con el deseo, con la voluntad. La música para él expresa mucho mejor que el hablar lo que late en el corazón del deseo humano. Como Vds. saben, Wagne r fue admirador de Schopenhauer y se propuso expresamente -insinuado en Tanhäuser y ya a partir de la segunda etapa del Anillo -, disolver la palabra en la música. Nadie ha cantado más bellamente al amor que su Tristán e Isolda , pero cualquiera que escuche el famoso dúo, comprenderá que, allí, es como si sobraran los versos. Los términos se diluyen en la melodía infinita wagneriana, que esfumina el logos, hace perder la cordura, y surge y se sumerge finalmente en la noche -recuerden la escenografía obscura de ese acto-, en el nirvana, confundidos los dos amantes en éxtasis de amor irracional, en el amor identificado -en el último grandioso acto- con la muerte. Nadie sabrá nunca el mal que Wagner ha hecho en tantas almas con su bellísima, genial, y, a la vez, demoníaca música.
Esto no es negar la maravilla de su inspiración. Al fin y al cabo, la música de consumo de masas, de la bailanta y aún de ciertas iglesias, puro empalague y ritmo, y sin letra que diga nada que valga la pena, cumple los mismos fines de disolución ... pero a nivel del simio, no del hombre como, al menos, lo hacía Wagner. En fin: por supuesto que vale la pena escucharlo, pero como a las sirenas, amarrados al mástil a la manera de Ulises ...y dándose después una ducha de agua fría.
El legado de Schopenhauer se hará universal en el mundo contemporáneo a través de la abolición de la moral, de la desaparición de principios como "el fin no justifica los medios" y el convencimiento de que todo es lícito con tal de llevar adelante los propios deseos, el propio querer y voluntad. Sería pedante enumerar todos los autores que tanto en filosofía, como en psicología, como desdichadamente en pedagogía y aún en la Iglesia, han sustentado y sustentan esta primacía del querer sobre toda racionalidad, moral u objetividad; pero las consecuencias prácticas del llevar adelante estos principios están a la vista. El 'hago lo que se me da la gana' -disfrazado a veces con la melosa frase "el amor todo lo justifica"- es el supremo principio del vivir actual. Y así nos va.
Y la ducha de agua fría nos la da hoy Jesús en el evangelio de Juan. Juan, el mismo que hace del amor el centro de todo su evangelio, que define a Dios como amor, que insiste en la reducción de todos los mandamientos al del amor, quien, según la tradición, al fin de sus días, ya anciano, cuando apenas podía hablar ni caminar, llevado en camilla por los suyos, lo único que repetía incansablemente era: " hijitos, amaos los unos a los otros ", ese mismo Juan hoy insiste por boca de Cristo: "Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos"; "el que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama".
Lejos ser el amor puro impulso, apetito, deseo infinito, libido, voluntad, querer irracional que todo lo justifica. El amor sencillamente no existe si no está normado por la suprema inteligencia de Dios, por su ley, por la moral, por el saber divino. Si ya para los clásicos el amor era, en la definición de Aristóteles , "apetito 'racional", hoy Jesús lo eleva a "apetito 'divino", deseo dirigido y manejado por el saber de Dios, por Su ciencia, por su infinito y verdadero Amor. Solo ese amor es digno del cristiano, que ha de amar a la manera de Cristo, impulsado por el 'Espíritu de la verdad', cumpliendo la voluntad inteligente del Padre, hecho para nosotros, también Él, norma de nuestro amor: "amaos los unos a los otros, no de cualquier manera, sino como yo os he amado".