Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2004- Ciclo C

6º domingo de pascua
(GEP 16/05/04)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que vosotros oísteis no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho. Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquietéis ni temáis! Me habéis oído decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amarais, se alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Os he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, creáis»

SERMÓN

            Cuando hablamos de Dios, aún con los no cristianos o los ateos, estamos viviendo de la cultura cristiana o postcristiana. El hombre de la antigüedad no podía ni aceptar ni negar la existencia de Dios, simplemente porque no tenía su definición. Esa definición se la ha dado al mundo el cristianismo, heredero de la concepción bíblica. Desde el paleolítico tenemos evidencias que la supuesta religión de los seres humanos no era más que el contacto mágico con una realidad a la cual proyectaba su subjetividad y pensaba que, por tanto, era viviente. Así como él tenía pensamientos, deseos y quereres, así el hombre primitivo pensaba que los tenía la montaña, el mar, el sol, los bosques, las fuentes. Todo estaba animado. Ese era su concepto de lo divino. Y ese concepto lo siguieron teniendo luego todas las grandes civilizaciones históricas, incluidas las del lejano oriente.

El concepto de que existen simplemente 'cosas' es una afirmación de la Biblia que, recién en el siglo VI antes de Cristo, en el famoso poema de Génesis 1, ["En el principio creó Dios el cielo y la tierra"] llega a la conclusión de que nada está animado, ni es divino sino que todo es 'materia', creada por Dios, con leyes fijadas en su naturaleza y gobernada global, ecológicamente para bien de los hombres. Resulta ser -la de la Biblia- la primera visión desmitilogizadora, profana y científica del universo. Como hemos dicho, para el resto de las culturas y religiones, el universo y su partes, incluido el hombre, eran divinos, poblados de genios, endriagos, hadas, espíritus, demonios, gnomos, silfos, trasgos, duendes, ninfas, faunos, sirenas... Para el pueblo hebreo las realidades existentes, son creaturas, simplemente cosas: minerales, vegetales, animales, y, finalmente, humanas. Nada más.

El hombre primitivo halla para cada fuerza o elemento divinizados lugares específicos de culto, de encuentro, de morada. Para hablar con el genio o la divinidad correspondiente -el genio de la suerte, o la diosa de la fertilidad, o de los negocios, o de los amoríos, etc.- había que acudir a los templos o lugares que aquellos ocupaban. Allí habitaban, allí uno se encontraba -también- con los especialistas -chamanes, brujos, sacerdotes o lo que fueren- en relaciones con ellos. A cambio de ofrendas y donaciones, éstos les garantizaban una acción eficaz de aquel a quien se acudía en pedido de ayuda para los asuntos y menesteres de esta vida. El suplicante, pues, debía encaminar sus pasos a dicho lugar, para encontrarse con el dios.

Algo de eso se ve en las etapas más primitivas del mundo hebreo. En los viejos relatos Dios acompañaba a su pueblo habitando en la tienda del encuentro, allí era donde Moisés hablaba con Yahvé. Vemos también, ya en la época sedentaria, la cantidad de templos que, de herencia cananea, eran utilizados por los mismos judíos para adorar a dioses de diversos nombres. Esos templos son declarados ilegales recién a fines del siglo séptimo por el rey Josías, en las postrimerías de la época monárquica, en parte para aventar toda tentación de politeísmo religioso, pero sobre todo para unificar políticamente a Israel alrededor de la corona davídica, en Jerusalén, mediando el monopolio de su templo. Desde entonces todos los sacrificios, los eventos importantes debían hacerse allí. El templo de Jerusalén, centralizaba el culto oficial a Yahvé, y se aumentaba su prestigio con la peregrinación obligatoria. Es en Jerusalén, desde entonces, donde permanece, mora, habita Yahvé.

Es gracias a la caída y destrucción de Jerusalén en el año 586 AC cuando el pensamiento hebreo llega a la elevada y novedosa conclusión de que ni el universo ni el hombre ni las cosas o fuerzas de la naturaleza tenían nada de divino, que Dios es definitivamente único y trascendente al cosmos y, por lo tanto, no está de hecho limitado a ningún sitio en particular. El hebreo sabe que puede rezar a Dios en cualquier lugar. ¡Enorme consuelo para aquel que ya no podía acudir al templo y vivía en países extranjeros! Empero, a la vuelta del destierro y reconstruido Jerusalén y su templo, aún sabiendo que Dios estaba en todas partes, el templo constituyó un lugar especialmente numinoso, sacro, en donde, por lo menos psicológicamente y a través de los ritos, resultaba más fácil al judío encontrarse con Dios. Jesús legitima esta costumbre y El mismo -aunque los evangelios lo muestran orando en cualquier lugar- cumple con las peregrinaciones obligatorias y es un piadoso frecuentador de la que llama "casa de su Padre".

Todos sabemos sin embargo que ese templo será destruido para siempre en los años 70 -aunque haya todavía hoy algunos judíos ortodoxos que sueñan levantarlo de nuevo- y reemplazado definitivamente por la realidad de la humanidad de Jesús: "Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días" Había señalado poco antes de morir. Y Juan, el evangelista acota: "Él se refería al templo de su propio cuerpo".

Porque el "Sí" de María inaugura en el universo una nueva presencia de Dios entre los hombres.

Es cierto que la teología cristiana continúa afirmando la ubicuidad de Dios, pero no la panteísta ni animistamente confundido con las cosas, sino la que, desde su infinita trascendencia y distinción con la creatura, ejerce en ella creándola y conservándola en su ser.

Dado que, en Dios, ser y obrar se identifican, la inmediatez que desde su simplicidad sin tiempo y espacio guarda con las cosas es proximidad más próxima que la que cada cual tiene consigo mismo. "Intimior intimo meo", decía San Agustín, "más íntimo que mi propia intimidad". Allí, en efecto, donde Dios opera está presente con todo su ser. Imaginar a Dios distante, celeste, altísimo, es solo un juego de nuestra imaginación inepta para describir la realidad divina. La trascendencia de Dios no es de distancia sino, en suprema proximidad, de infinita diferencia en la densidad de su existir.

Pero precisamente Dios ha querido de alguna manera salvar esa infinita diferencia, haciéndose, en la aceptación libre de María, uno con el que es a la vez Hijo de Dios e hijo de Ella. Unidad que tampoco tiene que ver, de por sí, con la física o la biología, según los mismos panteísmos que hemos señalado, sino con el diálogo libre de amor que la gracia de Dios permite al hombre instaurar con la fuente de su ser. Ya sabemos que aún a nivel humano, nuestro estar presentes los unos a los otros, no depende de nuestra proximidad física, de nuestro contacto piel a piel, de nuestro ocupar un mismo espacio al cuadrado. Podemos vivir, comer y dormir juntos, sentarnos en el mismo banco, aún en esta iglesia, y estar, lo mismo, a miles de kilómetros de soledad. No es el abrazo, la yuxtaposición, lo que hace a la projimidad, sino el conocimiento y el amor, la proximidad de la amistad. Es entendernos y amarnos lo que nos aproxima, acerca; no el 'transar', no 'apretarnos', como dicen los muchachos de hoy. Es la calidad de ese amor lo que nos junta. Es la vivencia atenta de las necesidades del otro, la alegría en sus alegrías y la tristeza en sus tristezas, lo que nos hace estar realmente juntos.

Por eso, aunque Dios se haga presente mediante la gloria de sus obras, de esta creación maravillosa que en su cósmica belleza nos llama a aceptarlo y reconocerlo y que Él sostiene, estando en ella, con el poder de su obrar creador, aunque este poder -y por tanto ser- toque a todos y cada uno de los hombres; por eso mismo, aunque, en generosidad increíble haya asumido a Su vida a Jesús y Éste permanezca superrealmente en los sacramentos... para que ese obrar y estar se transforme en verdadera presencia para nosotros, necesita la respuesta del reconocimiento y de la aceptación: del amor manifestado en fidelidad, a la manera del esposo y la esposa. "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él". No porque ya no estuvieran físicamente en nosotros, sino porque, reconocido, lo estará humana, sobrenaturalmente. Es el tema cristiano de la 'inhabitación de la santísima Trinidad'.

Porque, claro, Juan no habla de cualquier reconocimiento y amor, sino del amor y conocimiento que el mismo Dios, por su gracia, por Cristo y en el Espíritu, produce en el cristiano. Yo puedo vivir en un cuarto que está cerca del templo -como efectivamente lo hago, en el primer piso-, puedo tragar la hostia, puedo saber 'intelectualmente' que Él está en mi, tanto por su esencia como por la gracia que me ha concedido en el bautismo, puedo pasar todos los días el plumero por el sagrario y el altar, y, a pesar de ello, estar lejísimos de Jesús. Su presencia en mí, esa inhabitación de la Santísima Trinidad en mi cuerpo que la teología dedujo de este pasaje, solo se produce si se da el encuentro de mi respuesta libre.

Ya no depende de Dios estar cerca nuestro: no lo puede estar más de lo que está. Somos nosotros quienes en nuestra mente y nuestro corazón debemos apercibirnos y gozar de esa presencia, transformándola así en morada y, a nosotros, en templos del Espíritu Santo, como dice San Pablo. La inhabitación de la Trinidad en nosotros está condicionada por nosotros mismos: amar a Jesús y observar su palabra.

Escribe San Agustín: "Dios Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, vienen a nosotros cuando nosotros vamos a ellos; vienen a nosotros socorriéndonos cuando nosotros vamos a ellos escuchándolos; vienen a nosotros iluminándonos, cuando nosotros vamos a ellos contemplándolos; vienen llenándonos de su presencia, cuando nosotros vamos a ellos recibiéndolos" Al revés, el que no ama ni practica los mandamientos no puede formar parte de esta vida de Dios. El Padre y el Hijo no pueden venir, no pueden dar su paz, allí donde no hay amor a Cristo y a los hermanos, amor que surge de la obediencia a la palabra de Jesús, que es la palabra misma del Padre.

En este evangelio, que forma parte del discurso de despedida de Jesús, el Señor se refiere al nuevo modo de presencia que, después de su resurrección, inaugurará en su Iglesia mediante el Espíritu Santo, el Paráclito, el divino impulso del amor, que se hará, en cada uno de sus discípulos, presencia viva y trinitaria ya que es el Espíritu del Padre y de Jesús en cada uno de nosotros.

La presencia objetiva de Cristo trasladada a Su Iglesia, Su palabra y Sus sacramentos, se hará viva en nosotros, no como la cohabitación en el mismo lugar de personas que no se quieren o la una a la otra indiferentes, sino en respuesta de amor cristiano. Amor no humano. Si no, sería incapaz de producir en nosotros vida divina: amor transformado por las virtudes teologales, por la caridad, por el Espíritu, capaz de establecer vínculos de auténtica amistad y convivencia con Dios.

Por eso no basta, aunque sea necesaria, la presencia física en el templo ni la ingestión de la hostia, ni la escucha nocional de la palabra, para que la Trinidad habite en nosotros. Un perro o una gallina que se trague por descuido una hostia consagrada no se transforma por ello en templo del Espíritu Santo, ni habita en ellos la Trinidad. Es necesaria la respuesta amante, obediente, que se trasunta en dinamismo de amor, amor a Dios y amor al prójimo, transportado a los hechos, a las palabras, a las actitudes, a la lucha...

Por eso dice Jesús: "El que no es fiel a mis palabras, en realidad no me ama, y, por eso, aunque estemos en él y vivamos en él, no podemos 'habitar' en él ni 'con-vivir' con él, ni darle nuestra paz.

Menú