Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2005- Ciclo A

6º domingo de pascua
(GEP 01/05/05)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 15-21
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque él permanece con vosotros y estará con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí y yo en vosotros. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él".

SERMÓN

Todo cristiano sabe de la "Palabra de Dios". Más aún: asociamos indisolublemente al cristianismo con la "Sagrada Escritura", los "Libros Canónicos", especialmente el Nuevo Testamento y, más concretamente aún, los Evangelios. Desde la Biblia de Gutenberg, 1455, primer libro impreso en la historia del mundo, las ediciones sucesivas y traducciones a todas las lenguas la han convertido en el 'best seller' más extraordinario de todas las épocas. Aún hoy, la Biblia es el libro que más se vende en el mundo. Y podemos decir que es casi imposible concebir un cristiano de mediana formación que no posea un ejemplar -al menos del Nuevo Testamento-.

Sin embargo es importante saber que de ninguna manera el cristianismo es una 'religión del Libro', a la manera como para los musulmanes el mamarracho del Corán o para los mormones el disparate del Book of Mormom. Tanto es así, que el cristianismo y la Iglesia existieron bastante antes que los escritos del Nuevo Testamento. Pensemos que los evangelios sinópticos fueron redactados de treinta a cuarenta años después de la Resurrección. El evangelio de Juan toma su forma definitiva hacia comienzos del siglo II. No hubo, durante muchísimos siglos, un tomo encuadernado como el que hoy podemos comprar en cualquier librería.

Cada evangelio, cada carta, corría por su lado. Mezclados, además, con otras obras. En el siglo II se escribieron varios relatos evangélicos diferentes a los que hoy admitimos como 'canónicos' y también eran recibidos por los cristianos. Por allá andaban cartas de Pablo, por allá de Pedro, por allá escritos de autores desconocidos. Recién hacia el siglo III comenzaron a reunirse estos distintos escritos en colecciones de mayor o menor autoridad. Se conservaban en manuscritos de papiro o pergamino y sus dueños eran las comunidades -digamos, las parroquias- ya que los particulares difícilmente podían acceder a adquirirlos, dado su costo elevado o su fatigosa factura; amén de que no muchos en aquellas épocas sabían leer. En las reuniones, antes de la Eucaristía, alguno más letrado hacía de lector, el celebrante comentaba lo leído y la gente escuchaba y aprendía.

Pero, poco a poco, se fueron reservando para la lectura en la Misa solo los libros que gozaban de verdadera autoridad. Algunos, considerados menos venerables, fueron desechados y pasaron a formar parte de la literatura cristiana general. Sirvieron para la edificación y el estudio, y así comenzaron a acrecentar la magnífica literatura cristiana -sin parangón en otras concepciones o ideologías- donde, durante milenios, se volcó la sabiduría de las mentes más lúcidas de la humanidad, inspiradas por el Evangelio. Otros, fueron declarados directamente espurios o erróneos. Todavía conservamos muchos de aquellos escritos primitivos y sirven para ilustrarnos sobre el difícil camino de los cristianos en la comprensión cada vez más profunda y brillante de la verdad traída por Jesús.

De todos modos, en todo eso existía una gran anarquía. Había iglesias donde se leían libros que en otras no se aceptaban; y, otras, que ignoraban la existencia de páginas realmente venerables. Por eso, en los siglos IV y V, se reunieron varios sínodos -Hipona, Cartago, Laodicea- que comenzaron a elaborar listas de escritos que se podían leer en la Iglesia. Así empezaron a nacer colecciones que, poco a poco, se fueron transformando en nuestra Biblia actual. Se conserva una carta del año 405 del papa Inocencio I que, ante una consulta de Exuperio , obispo de Toulouse , le enumera la lista de los libros que es lícito leer en las Iglesias. Estas listas y colecciones coincidentes, serán cada vez más admitida por todas las principales Iglesias y se transformarán en normativas. 'Norma' en griego se dice canon . Por eso a estos escritos se los denominará 'libros canónicos '.

'Canon', palabra griega que derivaba del sumerio qanú, que quiere decir 'caña'. Y es que los albañiles y carpinteros usaban precisamente una caña -después transformada en vara o listón- para tomar 'medidas'. 'Caña', pasó, pues, metafóricamente, a designar 'medida' y, luego, cualquier norma. Y así los cristianos la usaron, desde el siglo II para referirse a las normas, o medidas que dictaban los obispos, o a las definiciones de verdades cristianas promulgadas por los concilios. Al Credo, por ejemplo, se lo denominaba 'medida' o 'regla' de fe. Cuando la Misa tomó su forma definitiva también se llamó 'canon', 'regla', a su parte invariable. Todavía la llamamos así. También se denominaron 'cánones' las medidas legales o disciplinares. Así las denominamos aún: 'cánones'; y se encuentran reunidos en nuestro actual Código de Derecho Canónico .

De esta manera, a partir del siglo IV, se comenzaron a designar libros 'canónicos' los que formaban parte de la Escritura Sagrada, porque aptos, normativos, legales, para ser leídos en las acciones sacras. Como tales, obtuvieron un prestigio que, finalmente, los llevó a ser considerados momento privilegiado de la reflexión católica sobre la Revelación de Cristo y el acontecimiento de la Resurrección. San Atanasio , por ejemplo, hacia el 350 ya decía, "Tal libro no tiene gran autoridad porque no forma parte del canon".

Pero -quizá para sorpresa de Vds.- el canon de la Escritura quedó fijado definitivamente, ¡recién en el Concilio de Trento ! en un decreto de abril de 1546. Y es el Vaticano I , en 1870, quien, a esta lista de Trento, añadió un párrafo diciendo que la canonicidad de esos libros suponía el reconocimiento de la inspiración de éstos por parte de la Iglesia.

Porque vuelvo a repetir, el cristianismo no se funda en uno o varios libros -el mismo Jesús no dejó nada escrito, salvo lo que escribió en el suelo en el episodio de la adúltera y que borró el viento- sino en la vitalidad de la Iglesia. Una Iglesia que comenzó a existir antes de que existiera un solo escrito dando vueltas. De allí la conocida frase de San Agustín: "No creería yo en el Evangelio si no me moviera a ello la autoridad de la Iglesia Católica"

Los pobres protestantes que dicen creer no en la Iglesia sino en la Sagrada Escritura no tienen ningún fundamento para creer en ésta. Solo el convencimiento subjetivo. Por qué esos escritos son inspirados, Palabra de Dios, no tienen la más mínima manera de probarlo. El mismo tipo de convencimiento en el aire que lleva a los mormones a leer su indigerible libraco, o el musulmán su Corán.

El católico, en cambio, tiene motivos sólidos, racionales y objetivos para creer en la autoridad sobrenatural de la Iglesia y, porque Ella le presenta o lee la Escritura como Sagrada , como Palabra divinamente inspirada, por eso acepta leerla o tenerla como tal. Y en el fondo, en el fondo, los protestantes desaparecerían con 'su' libro, si más allá de ellos la Iglesia católica no confiriera a éste, con su magisterio milenario, divina autoridad.

Es pues la Iglesia viva -no un vetusto libro, escrito en hebreo, arameo y griego hace dos mil años- la que Cristo nos ha dejado para transmitirnos no solo la verdad, la Palabra de Dios, inmutable y riquísima, pero adaptada a cada tiempo y lugar, a cada cultura y mentalidad, sino esa misma Vida que la embarga, en su Tradición y sus Sacramentos, en su jerarquía y en sus santos, señalando el camino para alcanzar la plenitud, la llamada 'salvación'. Y, aun si -por hipótesis imposible- la Escritura desapareciera, la Iglesia no dejaría de existir, vivificada por Jesús y por el Espíritu.

Porque esa Vida de la Iglesia es la misma Vida de Dios, la Vida sobrenatural, la Gracia que Cristo Resucitado ha soplado sobre ella y, de humana, la eleva también a ser divina. El mismo Espíritu que vivificó a Jesús, es el que vivifica a la Iglesia, su Cuerpo Místico.

Eso lo explica bien nuestro evangelio de hoy. Ante la inminencia de su partida, el Señor -Él sí Palabra viva y eterna del Padre- les dice a sus discípulos que sus palabras no los abandonarán, quedarán resonando en la Iglesia, llevadas de boca en boca en enseñanzas, plegaria y sacramentos, y hecha comprensible, sonora, luminosa, clara, mediante la ayuda de la Gracia, de la luz sobrenatural del Espíritu de Verdad, a quien Jesús -utilizando un término técnico de su época- llama el Paráclito.

Paráclito, quiere decir literalmente, en griego, el 'llamado al lado', el 'ad-vocatum', el 'abogado'. Pero, entre los cristianos, el término desborda lo jurídico. El Paráclito no es un síndico, ni un asesor legal: es quien, en todos los asuntos de la vida, pero especialmente de la Vida cristiana, está al lado para animar, fortalecer, aconsejar, alentar, enseñar, interceder, impedir debilidades, hablar por uno en momentos decisivos, ayudar, respaldar, iluminar, meterse en el corazón de uno y rezar con él y por él.

Ciertamente no es una fuerza anónima, pues proviene de Dios, del ámbito de lo divino. Tampoco se arroja sobre el hombre o le penetra en contra de su voluntad, manejándolo como un títere, una marioneta. El Paráclito, el Espíritu enviado por Jesús, no es un fluido inyectable por vía endovenosa u oral, sino a través de la respuesta libre de la fe, de la oración, del amor cristiano.

Cuando se dice que el Paráclito, el Espíritu, es la Vida de la Iglesia no se dice que todos los actos de los hombres de Iglesia -ni siquiera de los reunidos en Sínodo, Concilio, Conferencia Episcopal, o Cónclave- sean siempre inspirados por El. Los hombres que cumplen el oficio de ministros de la Iglesia, como cualquier cristiano, tienen que estar abiertos a Su influjo para que el Espíritu pueda actuar en ellos. Solo en los sacramentos y en las definiciones infalibles de la Iglesia Jesús ha garantizado la eficacia de la acción del Espíritu, a pesar de la pecaminosidad o no de sus actores. En todo lo demás ellos dependen de su respuesta libre a la gracia, al Espíritu.

Porque -lo hemos escuchado en el evangelio recién- solo las acciones de los hombres que aman a Jesús y cumplen sus mandamientos son receptoras del Paráclito, del Espíritu. Ese Espíritu de Verdad que el mundo, ni los que son del mundo -ni los católicos, ni los sacerdotes ni los obispos cuando se adaptan al mundo- "no pueden recibir , porque no lo ven ni lo conocen". "Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque él permanece con vosotros y estará con vosotros"

Por eso, cuando la Iglesia se adapta excesivamente al mundo pierde contacto con el Espíritu de Vida, con el Paráclito y se vuelve infecunda, a pesar de que siga siendo siempre constitutivamente Santa y pueda encontrarse en ella la Palabra de Dios en el Dogma y la Escritura; y la fuerza del Paráclito en sus Sacramentos. Pero este proceso de asimilación al mundo, de pérdida de identidad, lleva a que ese mundo, sin la tutela y vigilancia del Espíritu que tendría que prestarle la Iglesia, se haga cada vez más mundo, se cierre en si mismo, y cada vez menos soporte la palabra de Dios y sus mandamientos, haciéndose impermeable al amor de Dios.

Y como los hombres de Iglesia, por más que quieran acercarse a ese mundo, no apostólica sino miméticamente -en la famosa 'apertura', 'aggiornamento', que han intentado en los últimos decenios-, llegan finalmente a un punto en que sin traicionar a Cristo no pueden sino decir que no, afirmar los restos resquebrajados de la doctrina, proclamar aunque sea con timidez el evangelio, tarde o temprano el enfrentamiento se hace inevitable. A pesar de la engañosa cordialidad del llamado 'diálogo' estamos llegando a ese punto, tanto a nivel mundial como en nuestro país.

A nivel mundial, con la seriedad casi demoníaca de los poderes que todo intentan manejar para exaltación de lo humano opuesto a lo divino, encarnados en abominables sectarismos y organizaciones mundiales enemigas declaradas de todo lo cristiano. En nuestro país, con la sordidez y fealdad y mala educación propia de la mediocridad que en todo nos aqueja, y que no vacila en insultar a lo más sagrado y hacer propaganda grotesca y grosera a lo más nefando, utilizando para ello el dinero que se roba a los argentinos en impuestos confiscatorios, corralitos y pesificaciones.

Pero la Iglesia, gracias a Dios, no es la depositaria vetusta de un viejo libro. Es el organismo viviente de la sociedad de los santos, de los llamados a la Vida de Dios, de los vivificados por el Espíritu, de los defendidos y continuamente rejuvenecidos por el Paráclito. Por eso es capaz de renacer de entre las cenizas, de la sangre de los mártires. Por eso, pudo encontrar en sus hombres la reacción necesaria para dejarse inspirar por el Espíritu y elegir al Papa adecuado. Al menos eso esperamos trepidantemente.

En los presagios de lucha, pues, que se avecinan, en el arreciar de las críticas de los enemigos de afuera y de adentro, en las llamadas procaces a aperturas ridículas e imposibles que lisa y llanamente significan violar los mandamientos que hoy Jesús nos dice que cumplamos como signo de nuestro amor por El, descubrimos nuevamente la brisa refrescante del soplo del Paráclito, el sonar festivo de campanas al viento llamando a la oración y la santidad, y de clarines convocando a nuevas batallas.

El Paráclito vivifique a su Iglesia, haga reverdecer la palabra de la Escritura, suscite santos, e inspire a nuestro Papa Benedicto para que pueda cumplir su oficio de decidor y profeta de Cristo y del Espíritu de la Verdad.

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