Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1972- Ciclo A

6º domingo de pascua
7-V-72

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 15-21
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque él permanece con vosotros y estará con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí y yo en vosotros. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él".

SERMÓN

Recuerdo, cuando era chico, qué difícil me era comprender eso de que había que amar a Dios sobre todas las cosas. Me parecía algo imposible, enorme, inconcebible. “¿Más que a mamá –me preguntaba-; más que a papá?

¿Cómo podía amar a ese Ser perfectísimo, que la catequista me describía como invisible, incorpóreo, inmaterial, que no veía por ningún lado y que me respondía solo con su silencio austero desde la lámpara parpadeante de los atardeceres fríos y umbríos del catecismo de mi vieja parroquia del Pilar? ¿Cómo podía amarlo más que al cariño concreto de mis padres, visible en sus gestos, en sus abrazos, en la sensación tangible de la seguridad de estar a su lado, en el calor alegre e íntimo de mi casa? ¿Cómo amarlo más que a mis hermanos, alegres, ruidosos, compinches de las travesuras cotidianas?

No. No entendía demasiado. Pero era una edad en la cual entender no era lo más importante. Y uno aceptaba todo por la autoridad de los mayores. A la manera como uno repetía, sin entenderlo, “sexto, no fornicar”. O que tres personas hacían un solo Dios.

Está bien. Había que amar a Dios más que a papá y mamá, más que a mis hermanitos, bueno… ya veríamos… ya lo intentaríamos… Pero, en el fondo, quedaba la duda, el interrogante.

Es verdad que Dios no se quedaba en su omnipresencia lejana e impalpable. Se había hecho carne en ese Jesús de quien nos contaban hermosos cuentos. Y Jesús nos miraba a través de sus imágenes y, después de la primera comunión, nos tocaba de adentro,. Pero ¿cómo comparar –para un niño- una imagen fría, por más adornada que estuviera, una realidad percibida solo por la fe, con la consistencia cálida y concreta de una caricia de madre, de una sonrisa de padre, de una buena pelea con los hermanos?

El ejemplo de Abraham sacrificando a su hijo, nos parecía monstruoso, repugnantes Las palabras del Señor “el que no sea capaz de dejar padre, madre, mujer, hijos, hermanos por amor a mi…” o aquella su frase a aquel que quería enterrar a su padre “deja a los muertos que entierren a sus muertos” nos sabían a algo de inhumano, de atroz.

Era la época en que ‘amar' creíamos era lo mismo que ‘tener afecto', ‘sentimiento' y, por eso tampoco alcanzábamos a comprender del todo eso de que había que ‘ amar a los enemigos' .

El tiempo nos fue enseñando.

Y vimos gente capaz de derramar lágrimas de sentimiento en la Iglesia frente a un crucifijo o escuchando un sermón, que, después, era implacable con su prójimo, viperina, fría, deshonesta, cruel, injusta.

Vimos a padres que decían querer tanto a sus hijos, que jamás tuvieron el amor suficiente para negarles un capricho, para pegarles un reto con justicia, para restringirles una falsa libertad.

Supimos de madres que quisieron de tal manera a sus retoños que jamás los amaron como para despegarlos de sus polleras, y los transformaron en adultos de pantalón corto, o en perpetuas bebas, o, una vez casados, jugaron el papel tragicómico de la suegra y sus celos del yerno o de la nuera.

Vi al que un día, pleno de fervor sentimental, lanzaba quejidos de amor a Dios y lánguidas miradas, caer al día siguiente en la indiferencia y el pecado, y abandonar la Iglesia.

Vi los ojos llenos de apasionamiento de los novios, los suspiros de los enamorados, la luna de mil de cuento de hadas y vi, a los pocos años, el matrimonio destrozado y las criaturas huérfanas y abandonadas.

Escuché a la señorita manoseada, que por enésima vez –esta vez sí- encontraba su definitivo amor y la volví a escuchar en el llanto de la ilusión perdida y la pureza mancillada.

Supe también del grito airado del amor al prójimo pregonado por las calles a ritmo de amenazas, apedrear de vidrieras e incendiar de autos y bombas y metralletas. Supe del amor barato de la fotonovela y del teleteatro de la tarde. Supe del sentimentalismo, de la lágrima boba, de los besos vendidos, del sexo de supermercado.

Y entonces comencé a preguntarme qué me quería decir Dios cuando me pedía que lo amara sobre todas las cosas.

Y entonces conocí también el amor del soldado muerto por la patria en la batalla. El amor del estudiante inclinado horas y horas sobre sus libros. El amor viril del hombre capaz de respetar a la que un día sería su compañera y su dama. El amor del misionero venciendo sus sentimientos y repugnancias en los leprosarios recónditos del África.

Y observé también el amor del ama de casa entre sus cacerolas y trapos de piso; al jefe de familia en dos trabajos; y el amor del deber cumplido, de la palabra empeñada, del honor comprometido, de la virginidad consagrada, de la paternidad fértil y generosa.

Y observé el amor del hombre de fe rezando tenaz en la noche oscura del espíritu, frente a Dios, sin sentir nada. Y oí a la viuda o a la abandonada llorar a solas en su cuarto o en el confesionario al marido perdido y, frente a sus hijos, tragar sus lágrimas y tratar de construir, mujer fuerte, una sonrisa. Y vi al paralítico y al enfermo y al pobre, ocultando sus angustias y dando valor a los suyos y consuelo.

Y vi el perdón del ofendido.

Y un día descubrí, por fin, a un pobre hombre con la cara crispada por el dolor y la pena, herido en su costado, la espalda desollada, colgando de pies y manos de un madero, y me dijeron que ese hombre era mi Dios y que allí estaba porque me amaba.

Y, entonces, finamente, descubrí lo que era amor.

Y supe que, para amar, no necesitaba fervor, ni sentimiento, ni suspiros, ni brillos en los ojos, ni palabras bellas.

Y oí que mi Dios decía “no el que clama ‘Señor', ‘Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple los mandamientos que recibió de mi”; a pesar de sus sentimientos, de sus deseos o ascos; lo quiera o no su padre o su madre o su marido o su hermano; ese me ama.

Y el que me ama” –oí que mi Señor decía- “ese será amado por mi padre, y yo lo amaré y vivirá conmigo para siempre”.

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