1981- Ciclo A
6º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 15-21
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque él permanece con vosotros y estará con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí y yo en vosotros. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él".
SERMÓN
Todos conocemos aquella vieja definición de cuño aristotélico por la cual nuestra humana raza queda calificada como "animal racional ”. En los tiempos modernos ella ha sido puesta en duda, tanto por aquellos que, desde viejas cepas orientales y gnósticas quisieran considerarlo –al modo de Hegel, Fichte y el racionalismo en general- por su sola espiritualidad, como por los que –hoy más generalizadamente- quisieran reducirlo –a lo Darwin, Klages, Marx, Freud o los más modernos herederos de mecanicistas y behavioristas Konrad Lorenz y Edward Wilson , sociobiólogos- quisieran reducirlo –digo- a lo puramente animal. En esta doble vertiente podríamos ubicar, más o menos, la enorme variedad de definiciones del hombre que ha elaborado a lo largo del tiempo la historia del pensamiento. Cada filosofía o cada filósofo tiene su propia antropología y cada antropología su propia definición.
Pero no voy a hablar hoy de ‘definiciones' del ser humano. Y ni siquiera voy a intentar defender la aristotélica –que es por otro lado la que trae el Diccionario de la Real Academia en su edición del 70 (¡vaya a saber la que traerá la próxima en la era postfranquista!)- porque, la verdad es que, estrictamente, el hombre no puede definirse , y una de las grandes falsificaciones del cristianismo que la adopción del pensamiento griego introdujo, al querer explicarse con él, indiscriminadamente, al dogma, fue precisamente el de su definición del hombre.
No porque las categorías conceptuales forjadas por el pensamiento griego y especialmente el aristotélico no sigan siendo, aún hoy, los esquemas más válidos del pensar natural, sino porque, precisamente en lo que atañe al hombre, Aristóteles apenas podía columbrar lo que nos enseña la Revelación y, en parte, la ciencia moderna.
Platón y Aristóteles, Rafael
Aristóteles (384- 322 a. C.) no sabía, como sabemos nosotros, que el mundo que nos rodea es un universo en expansión, que tiene miles de millones de años de evolución, de lenta formación, de génesis. Tampoco sabía que la vida había aparecido en la tierra hace tres mil millones de años en forma primitiva, monocelular y que, en transformación constante -en una complicada historia de ascensiones que estudian hoy biólogos y paleontólogos- se había desarrollado a través del tiempo hasta la aparición del hombre.
Aristóteles no sabía más que lo que veía con sus desnudos ojos y, por eso, creía que las cosas siempre habían sido igual a como él las estudiaba. Que el mundo era inmutable; que siempre habían existido los mismos mares y continentes; que, desde siempre, habían existido las mismas especies de plantas y de animales y, siempre también, las exactas estrellas. Tampoco sabía, como nosotros, que estas estrellas estaban compuestas de los mismos elementos que la tierra, no del quinto incorruptible elemento supralunar, y que, para brillar, debían quemar inmensas masas de hidrógeno. Para él eran eternas, movidas cada una por un dios, y destinadas a durar siempre.
Los que no duraban siempre eran los individuos: cada uno, planta, animal u hombre, nacía, crecía y moría.
Pero, como nacían otros, las especies eran eternas. Moriría este caballo o aquel olivo o Juan o Alberto, pero los caballos, la especie caballo o los olivos, o los hombres, existirían siempre. Los individuos, repitiendo con pocas variaciones el esquema siempre fijo de su especie.
A ese esquema fijo Aristóteles lo llamaba la ‘naturaleza' o ‘forma' o ‘esencia' específica de cada agrupo. Y así todos los individuos caballos tenían la misma naturaleza, forma o esencia de ‘caballo', que los distinguía o separaba de los individuos conejos que, a su vez, tenían su propia naturaleza o esencia de ‘conejo'.
El trabajo de la ciencia consistía entonces, para Aristóteles, en descubrir cuáles eran esas notas esenciales, esquema fijo, que hacían que una naturaleza se distinguiera de otra. ¿Por qué este individuo es conejo y no caballo? ¿Qué es lo que limita, separa, a estos conejos de los caballos y de las vacas y de las amapolas y de los tiburones? ¿Dentro de qué limites este individuo puede todavía llamarse conejo? ¿Una liebre puede calificarse de conejo? ¿Cuáles son las notas determinantes de la naturaleza conejil?
Y, para eso estaba ‘la definición'.
‘ Finio' , en latín, quiere decir precisamente ‘limitar' y la partícula ‘ de' significa, ‘de arriba abajo'. ‘Definición' quiere decir, pues, lo que limita, separa totalmente, de arriba abajo; lo que cierra a un individuo dentro de las notas esenciales de su naturaleza.
Ahora, justamente esto es lo que no se puede hacer de ninguna manera con el hombre, con el ser humano.
Para Aristóteles el hombre era, como el conejo, como la vaca, un ser acabado, terminado. Claro, podía crecer, desde chico debía llegar a adulto y adulto debía hacerse sabio, virtuoso, pero siempre dentro de su límite, de su definición: ‘animal racional'.
Más todavía: el ser ‘animal racional' era casi una meta, que pocos alcanzaban. Porque, para Aristóteles, la mayoría de los hombres apenas vivían como bestias.
Hacer que sus pasiones bestiales obedecieran a su razón, despertar esta razón a la sabiduría, era para Aristóteles, la meta suprema del hombre. Este era su límite, su definición.
Meta noble, sin duda, mejor que la de las mayorías arrastradas por sus pasiones o la de los epicúreos de su época o de la nuestra, pero a infinita distancia de lo que el hombre verdaderamente es.
O, mejor dicho, no ‘es', ‘puede ser'. Porque lo que afirma el cristianismo es que el hombre ‘todavía no es', no está definido, ‘ha de llegar a ser', ‘será'.
No ‘somos' todavía, somos ‘proyectos', ‘embriones'. Lo que nos distingue de todo el resto de los seres materiales vegetales y animales no es nuestra ‘definición', sino por el contrario, nuestra ‘indefinición'.
El conejo no puede ser más que conejo, la vaca no puede ser más que vaca, el roble más que roble. El hombre, en cambio, está destinado a ser lo que aún no es.
No la especie, sino cada hombre, cada individuo y no dentro de su definición –si pudiera definirse- sino mucho más allá. Porque el hombre ha sido creado no para permanecer como hombre sino ‘para definirse en Dios'. Hemos sido hecho no para conformarnos en la definición de la vida humana, sino ‘indefinidamente', para ser llamados a la Vida de Dios.
El hombre es una especie de larva que pude transformase en mariposa; de renacuajo que pude ser rana; de ser en gestación que puede nacer a lo divino. "Homo, capax Dei ”, lo definía en todo caso San Agustín: el hombre, ‘capaz de Dios'. Capaz de dejar el involucro de su condición humana para renacer, con Cristo resucitado, a lo divino.
Eso no lo puede hacer ni la montaña, ni el rio, ni el perro, ni el gato, ni la flor: ellos han de quedar encerrados siempre en su definición. El hombre no, porque su dignidad consiste no en perfeccionar su definición, sino en salir de ella, como la mariposa de la larva, para definirse en Dios.
Aristóteles pensaba que el hombre tenía una naturaleza acabada, una definición esencial que lo encerraba en lo humano.
Eso piensa hoy mucha gente y hasta, lamentablemente, muchos cristianos. Se conforman con lo humano, pretenden curar, arreglar o mejorar lo humano, en lo personal, en lo político, en lo psicológico, en lo social, en lo científico. Y creen que, con eso, basta. Ser buenos hombres, formar buenas sociedades. Hasta hay muchos curas y obispos que se ocupan solamente de intentar eso.
Pero no basta. Peor aún, eso puede ser trágico: porque, como el hombre ha sido creado por Dios para ser mucho más que hombre -para salir, morir finalmente a lo humano-, para hacerlo divino, todo lo que lo haga instalarse en su estado de larva, de feto, de renacuajo, es desviarlo de su única posibilidad de definirse que es Dios.
Esto lo puede quizá llegar a entender más la mentalidad moderna, evolucionista, y no el caduco fixismo aristotélico.
Estamos ‘en camino', estamos ‘en tránsito', somos ‘peregrinos' –hasta el cansancio lo repite la Escritura y lo han repetido los santos y los místicos y los verdaderos pastores-. Nuestra posibilidad no es ‘el aquí y el ahora' y ni siquiera ‘el mañana' en esta vida, sino el futuro después del parto, al final del camino, más allá de nuestro existir humano.
Porque somos ‘en proyecto', en estado de fabricación. Esta vida es solamente ocasión del empeño libre de lograr nuestra verdadera definición. Seremos lo que hagamos de nosotros con nuestra libertad, aceptando la necesaria ayuda de la gracia, la oferta divina.
Con la ayuda de ‘la gracia', porque del hombre solo puede salir lo humano, no lo divino –"lo que nace de la carne es carne ”, dice Jesús a Nicodemo-.
De nuestra inteligencia y voluntad humanas solo pueden salir proyectos y realizaciones humanas. Y con eso no hacemos nada: terminamos en la muerte.
Por eso es Dios quien debe darnos el proyecto y la fuerza para poder responder a nuestra vocación definitiva.
En el evangelio de hoy nos encontramos precisamente con el pasaje en que Cristo nos promete ambos. Ya nos dio el proyecto: lo escuchamos el domingo pasado: "Yo soy el camino ”, dijo, “yo soy el proyecto, el plan, hagan lo que yo hago, caminen por y hacia donde yo camino, amen como yo he amado”. Eso dijo. Y hoy nos promete ‘el querer' y ‘la fuerza' para realizar el proyecto: el Paráclito.
‘Paráclito', en griego, quiere decir el que es ‘llamado' –‘ kletòs' - ‘al lado de uno' –‘ parà '-. Aquel a quien llamamos en nuestra ayuda. El que nos aconseja y anima a hacer o defender lo que no podemos con nuestras propias fuerzas.
En latín se traduce igual: ‘llamado' –‘ vocatus' - ‘al lado de uno' –‘ ad' -: advocatus. En español, abogado, término que se reserva hoy para la ayuda en campo judicial.
Pero, en su significado más amplio, eso es lo que nos promete hoy Cristo, un Abogado, uno que estará al lado nuestro, si lo llamamos, si lo aceptamos, para ayudarnos a seguir, comprender y amar el camino de Cristo.
El Verbo, la Sabiduría del Padre, que se ha hecho proyecto, ejemplo, camino, en Jesús de Nazaret, iluminando nuestra inteligencia, ahora nos manda el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, como ‘Paráclito', para que podamos realizar ese proyecto, transitar ese camino, amar como Él amó, transformar nuestro querer.
El mundo de lo humano que se queda solo con lo humano no puede recibirlo. Como Aristóteles, solo ve y conocer su propia naturaleza, se encierra en su definición.
Vds. en cambio, cristianos, hombres en transformación, en camino, pueden conocer al Espíritu, porque “vive en Vds. y está con Vds.”. Y, si se dejan llevar por Él, siguiendo a Jesús, entonces podrán entender la única definición –si así podemos llamarla- que puede aplicarse verdaderamente al hombre. No es la de Aristóteles, ni la de Lorenz, ni la de Marx, ni la de Freud, ni la de los sabios de este mundo, ni la de muchos sacerdotes y obispos, sino la que traía nuestro viejo catecismo:
"El hombre es un ser que ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios en este mundo y gozarlo para siempre en la eternidad”