Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1983- Ciclo C

6º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que vosotros oísteis no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho. Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquietéis ni temáis! Me habéis oído decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amarais, se alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Os he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, creáis »

SERMÓN

El Papa tendría que haberse callado la boca”; o, al contrario, “El Papa tendría que haber sido mucho más enérgico”; “No sé para qué se meterán los obispos”; “Es una vergüenza que los Obispos no hayan dicho mucho más”… ¿Quién no ha escuchado o emitido en estos días alguna o semejantes divergentes opiniones? En un estar a favor y en contra que alcanza no solo a los que miran a la Iglesia desde afuera, sino a los que nos consideramos parte de Ella y sufrimos dolorosamente –de un lado y de otro- el que la jerarquía eclesiástica actúe de esta o aquella manera, contraria a la que nosotros o aquellos otros hubieran querido.

Por supuesto que cualquier católico medianamente formado sabe que los dirigentes eclesiásticos corren el riesgo de equivocarse cuando no están repitiendo estrictamente el Credo o los dogmas, y de hacer macanas fuera de los actos propiamente sacramentales. Pero eso no obsta –es natural- para que no nos sintamos desagradados o apenados cuando vemos a los hombres de Iglesia equivocarse no solo cuando yerra en la doctrina católica sino aún en materias que no son estrictamente de su competencia, o cuando funcionan simplemente como un factor de poder –cosa que la Iglesia ha hecho y lo hace muchas veces bien- o como mera organización humana o, peor, cuando vemos defectos y pecados en sus ministros.

Esa pena es buena. Así como también es bueno estar legítimamente orgullosos cuando los hombres de Iglesia –clero o laicos- se muestran humanamente inteligentes, realizan acciones prestigiosas, nos alientan con su ejemplo, nos ayudan con su palabra, aún en asuntos puramente humanos.

Pero, es claro, nuestra fe o nuestra falta de fe no puede fundarse jamás en cosas semejantes. Que la parte humana funcione o no bien podrá ayudar o no, pero, mientras allí nos quedemos, no habremos superado los estadios prepascuales de la fe en Jesús.

¿Ven? Yo podría hablar ahora a favor o en contra de ciertas tomas de posición opinables de hombres de Iglesia en los últimos días –algunas veces lo he hecho y, seguramente, lo seguiré haciendo- pero, en el fondo ¿qué gano? Quizá solo el repartido disgusto o satisfacción, a niveles puramente humanos, de los que me escuchan y están o no de acuerdo con lo que afirmo.

A ese nivel imperfecto se mueven los ánimos y desánimos de los discípulos durante la vida terrena de Cristo: eufóricos, en los éxitos de su Maestro; perplejos, en lo que ellos creen su falta de tacto; abatidos, cuando todos comienzan a abandonarlo; vencidos, en su fracaso.

Jesús, en su discurso de despedida –uno de cuyos fragmentos hemos escuchado hoy- ha estado dando al traste con todas las esperanzas fundadas en lo humano de sus amigos.

Ellos, que esperaban un triunfo resonante, un reconocimiento universal de su Maestro, una victoria visible y fulgurante, que apareciera en todos los diarios y en todos los canales y que llenara todas las Plazas de Mayo y que reconquistara todas las Malvinas e hiciera estallar en aplausos y loores a Jesús todas las ONUS, ahora le oyen perplejos hablar de la Cruz y de que su victoria no se manifestará al mundo sino a los que le amen.

El que me ama –acaba de decir inmediatamente antes de nuestra lectura de hoy- será amado por mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él ”.

Y es allí, entonces, cuando Judas –no el Iscariote-, Tadeo, lleno de zozobra le reprocha “Señor ¿por qué te vas a manifestar solo a nosotros y no al mundo?” Y sigue luego todo lo que hemos leído hoy.


Judas Tadeo
Parroquia de Malloa, Chile

No: no será a nivel del prestigio humano como se manifestará Jesús. A ese nivel nunca podremos superar lo humano y llegar a lo divino. Por eso, Jesús no vino a que detengamos nuestra mirada ni siquiera en Él en cuanto puro hombre. Él vino a darnos no sus palabras en lo que de sabiduría humana tienen sino, más allá de su calidad de hombre, Él mismo ser Palabra del Padre que lo envió. En lo puramente humano, no cabe Dios “el Padre –les dice- es mucho más grande que yo”. Lo humano de Jesús no se hace uno en naturaleza con lo divino. Permaneciendo distinto, es uno en la Persona. Su humanidad es solo signo, sacramento, de lo divino.

El Padre es mucho más grande que lo que nos muestran los curas; que la reputación del Papado; que las grandezas de la historia de la Iglesia; que las ceremonias y bellezas de arte del Vaticano; que las cruzadas, Lepanto y Viena; que la clarividencia, el ingenio y la solidez intelectual de la filosofía y teología cristianas; que la maravilla de las catedrales góticas, románicas, renacimentales y modernas; que los ejemplos ilustres de tantos santos; que hoy, una madre Teresa. Sí, mucho más grande.

¡Cuánto más grande, pues, que nuestras miserias, errores y pecados!

Y es a ese Padre a donde nos quiere llevar Cristo, rompiendo nuestros humanos límites. Abriéndolos en su propia humanidad -antes que en nosotros- en la quiebra vergonzosa de la Cruz.

De allí que Jesús desconfíe de esos entusiasmos demasiados políticos y humanos que llevan a sus discípulos –de entonces y de hoy- a seguirlo. No se complace en los fervores de bordona, ni en las promesas entre brillos y clarinadas, ni en las declaraciones y juramentos como de enamorados adolescentes.

No, no define la fe ni el amor a Él por ningún exultante sentimiento, por ninguna adhesión puramente afectuosa ni entusiasta, por ninguna promesa de palabra.

El que me ama –aunque no diga nada, ni sienta nada (como no siente nada el cuerpo que cuelga humillado, muerto, de los ganchos de la Cruz)- que sea fiel a mi palabra”. Esa palabra que, más allá de nuestros parloteos de curas y obispos sigue, a pesar de todo, encontrándose en la santa Iglesia, para que la encuentren todos aquellos que la busquen.

Y allí, en ese encuentro que se da a nivel de la Palabra, no de ‘las' palabras, no de las emociones fáciles del pericardio, ni de las satisfacciones de la mente, ni de los favores recibidos, ni de los convencimientos o intereses solo humanos, allí, entonces sí, -en la pura fe y en la fidelidad- nos encontraremos finalmente con El. No con nuestro ‘ego' sublimado, sino con el ‘tú' que nos susurra el Padre en el ‘Tú' de Jesús y en el ‘nosotros' del Espíritus Santo.

Para recibir la paz de Cristo no basta no ser Judas Iscariote. Tampoco es suficiente ser Judas Tadeo.

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