1988- Ciclo B
6º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 15,9-17
Jesús dijo a sus discípulos: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros»
SERMÓN
Todos hemos oído hablar alguna vez de los así llamados ‘padres' de la metafísica, Heráclito y Parménides, siglo V antes de Cristo.
El primero, Heráclito , afirmaba que nada ‘es' verdaderamente, porque todo cambia continuamente –‘ panta rei '-. Nada de cuanto existe es, al momento siguiente, igual a sí mismo. Todo es continuo fluir, perpetua mudanza, diversidad. Conocida su frase “la existencia es la corriente de un rio, en el cual no podemos bañarnos dos veces en las mismas aguas”.
Por eso, según Heráclito, el pensamiento no sirve para aprehender las cosas. Solo capta, como la fotografía, un instante fugaz de una realidad que ya ha cambiado y no es la misma cuando hemos revelado la película. El pensamiento ‘detiene' al ser en conceptos, definiciones, ideas, fijas, inamovibles, que no tienen nada que ver con la realidad fluyente y en tránsito vertiginoso.
De allí que en contra de la percepción espontánea de la inteligencia humana, el ser y la nada se identifican ya que las cosas ‘son' y ‘no son' continuamente.
De allí que pensar sea inútil. Es necesario sumergirse y dejarse llevar por esta realidad en movimiento, sabiendo que lo que hoy es bueno mañana puede ser malo, ya que el ser se puede transformar en nada y la nada en ser. Marx, con otros capitostes de la filosofía contemporánea, reconocen a Heráclito como uno de sus más lejanos predecesores.
Parménides es al revés, se niega a aceptar que su cerebro funcione mal, que el razonamiento pueda ser falso y, forzando la pura lógica de sus razonamientos, llega a negar, en nombre de la idea, los datos de los sentidos, la realidad cambiante del mundo. Los que funcionan mal, pues, son los sentidos. Dice: “Para que algo fluya, cambie, es preciso que ese ‘algo' que cambia exista. Es decir, el puro fluir, el puro movimiento, no tiene existencia, siempre hay ‘algo', un ‘ser en sí', ‘permanente', que fluye, que se mueve. Ese ‘algo' es, precisamente, el ser.
No voy a seguir sus argumentaciones, pero, finalmente, Parménides concluye que si, detrás de todos los ‘seres' tengo que llegar a la idea del ‘Ser' en general, no de este o aquel ser sino del que simplemente es el Ser, no puedo dejar de atribuirle una serie de propiedades. Por ejemplo que ese Ser no puede tener límites, ha de ser ‘Infinito', ilimitado. Porque ¿qué limitaría al ser? ¿el ‘no ser'? El ‘no ser' no existe, no es. Entonces ¿el ser? En ese caso no limitaría, porque nada limita consigo mismo.
Pero, de esta afirmación se desprende otra. Este ser ilimitado, infinito habría de ser, al mismo tiempo, ‘Uno' o Único. No habría lugar para otro.
Y, además, sería ‘eterno', porque ¿qué le precedería? ¿qué le seguiría? ¿el ser? ¿el no ser? Y, asimismo, ‘inmutable', ‘inmóvil', porque ¿de dónde vendría? ¿a dónde iría? ¿qué podría cambiarlo? ¿el ser? ¿el no ser?
Y, en nombre del rigor de su pensamiento, Parménides termina concluyendo que, en realidad, el cambio, el movimiento, la multiplicidad de las cosas que descubren nuestros sentidos, son engaño, ilusión, opinión, ‘doxa' en griego. En el fondo de todas las cosas lo único que existe es el Uno Inmutable, Eterno, Infinito. Y, en esto, Parménides coincide con las grandes metafísicas panteístas orientales tan de moda hoy: el hinduismo, el budismo, el Zen, etc. -todo es, para ellas, ‘maya', ilusión, ‘samsara'-.
El asunto es que para, intentar comprender la realidad, Parménides y Heráclito sostienen que hay que negar los datos de la razón o hay que negar los datos de los sentidos. Finalmente ambos –aún Parménides y las filosofías orientales- no tienen más remedio que sostener la identidad del ser y de la nada.
Solo la metafísica hebrea y luego cristiana con su doctrina de la creación han sido capaces, en la historia del pensamiento humano, de aunar ambos datos, sin caer en la contradicción o el absurdo, o la desvalorización de la realidad.
Ese ser del cual habla Parménides –el Ser Uno, Infinito, Inmutable, Eterno- ¡existe!, pero no se identifica con el universo, es trascendente al mundo. Nuestro razonamiento no se equivoca. Él es precisamente el ser del cual dependen en su existir todos los seres cambiantes, múltiples, móviles que constituyen la maravillosa, consistente, cambiante y colorida realidad que nos circunda y de la cual formamos parte ¡y que también existen! ¡no son ilusión de nuestros sentidos!
Y si Heráclito tiene razón en hablar de un cosmos en movimiento y en cambio, no la tiene en afirmar la identificación del ser y de la nada, porque lo que nace y aún evoluciona no evolucionan por transformación contradictoria de su ‘no ser' en ‘ser', sino por el influjo creador del Existir Increado –el Ser de Parménides- que va llevando, poco a poco, y a través del tiempo y de la historia, a una potenciación progresiva de la existencia de las creaturas, que, salvo en los casos de frustraciones voluntarias, avanzan hacia la plenitud de lo escatológico, mediante Cristo, Señor del Cosmos.
No es que el “no ser” pueda sacar de si el ‘ser', como sostenían ciertos evolucionistas en la escuela de Heráclito, ni que el ‘ser' sea lo mismo que el ‘no ser' o el ‘bien' lo mismo que el ‘mal', como sostienen Hegel y Marx, sino que, a partir de lo menos perfecto, Dios va acreciendo la creación hacia lo perfecto.
Precisamente, la primera de las cinco ‘vías' tomistas de la prueba de la existencia de Dios se realiza en la aceptación de ambos datos –el de la razón y el de los sentidos- que querían oponer Parménides y Heráclito.
Es la famosa ‘vía del movimiento'. Justamente empieza Santo Tomás afirmando: “ Es innegable y consta por el testimonio de los sentidos que en el mundo hay cosas que se mueven ”. Acepta, pues, el testimonio de los sentidos. Pero, luego, con Parménides, confía en el rigor de la razón. Si moverse es pasar a ‘ser' algo que ‘no se era' y ‘esto que se es' ahora ‘no se era' o ‘tenía' antes, es evidente que me tiene que venir de otro. Así, siguiendo una argumentación que por supuesto no voy a desarrollar, Santo Tomás concluye: “si todo lo que se mueve, pues, es movido por otro y este encadenamiento de motores no puede ser llevado al infinito, es necesario arribar a un Motor que no sea movido por nadie, y este es el que todos entienden por Dios.”
Este Motor ‘que no es movido por nadie' es, pues, el famoso Motor ‘Inmóvil' del cual ya hablaba Aristóteles en su Física y que corresponde ‘grosso modo' a las características del ‘Ser' de Parménides.
Y a esto llega la filosofía, la razón humana. Pero, justamente, aquí hay algo como que choca o, al menos, desagrada nuestra manera de pensar cristiana. ¿Qué es esto del Dios ‘inmóvil', ‘inmutable'?
Digamos que parece más bien un personaje tedioso. Nosotros que estamos acostumbrados a percibir la vida precisamente por lo contrario, por el movimiento, por el cambio, por la actividad, ‘Inmóvil' nos suena más bien a inerte, a muerto, a sin vida.
En realidad es el destino que nos proponen las diversas teosofías o panteísmos o hinduismos, una vez superado el siclo del devenir, de los cambios, de las reencarnaciones: volver, por la muerte, por el nirvana, a sumergirnos en la inmovilidad del Uno, de lo Eterno, de lo Indiferenciado. Sin más que, por más que lo elabore un monje tibetano o un gurú oriental, esta finalidad choca con nuestros conceptos espontáneos de la vida y de la felicidad.
¿Dice los mismo la teología cristiana cuando afirma que Dios es inmutable o lo identifica, en principio, con el Motor Inmóvil aristotélico?
Antes que nada veamos en sana lógica, aún cristiana, por qué debemos negar en Dios el movimiento.
Y es que ‘moverse' siempre implica imperfección. Cuando paso de ‘A' a ‘B', en ‘B' estaré en un lugar en donde antes no estaba. Cuando ‘adquiero' conocimientos o bienes, -lo cual es un tipo de movimiento, de cambio- consigo lo que antes no tenía. ¿Ven? para moverme tengo, antes, que ‘no estar' hacia donde voy, o ‘no tener' lo que luego adquiero, o ‘no ser' lo que después seré. Estas negatividades de ninguna manera pueden predicarse de Dios. Él siempre estuvo, siempre tuvo, siempre fue.
Es en este sentido cómo no se puede predicar el movimiento a Dios. En su parte negativa, pasiva.
Pero si podemos atribuírselo en su parte ‘activa', ‘positiva'.
Todo lo que en el movimiento hay no de carencia, sino de ‘tener', de ‘acto', de ‘poder', de ‘riqueza', de ‘gozo', todo eso existe en Dios. Más aún, todo lo que hay de riqueza en el ‘moverse' de las creaturas, en el crecer y progresar, en el ser cada vez más, todo eso desborda de la ‘actividad' de Dios.
La eternidad de Dios no es el tedio de lo inerte, del Buda inmóvil que se contempla el ombligo. No. Es el gozo del movimiento en lo que este tiene de Acto, de positivo; descartando toda carencia, toda fatiga, toda ansiedad. Por eso se dice en filosofía cristiana que Dios es el ‘Acto puro'.
Tan acto es, tan desborde de sí mismo, que San Juan , renunciando a las habituales categorías filosóficas, cuando quiere definir a Dios -como lo hace hoy en la epístola que hemos leído-, utiliza una nueva categoría. No dice “Dios es el Ser”, “Dios es la Existencia”, “Dios es el que es”, a la manera del Antiguo Testamento. No. Dice: ‘Dios es Amor'.
Esto suena algo melifluo en castellano, al menos en nuestra lengua usual. Pero el original no habla estrictamente del ‘amor' corriente, sino de ‘agape', un neologismo cristiano que estaría mejor traducido como ‘caridad'. Pero, no importa, quedémonos con el término ‘amor', siempre que lo entendamos como corresponde. “Dios es Amor”.
De hecho, a partir de esta definición, es como entendió a la Trinidad Ricardo (1110-1173), un teólogo escocés medioeval que vivió como monje en la abadía de San Victor de París. Si Dios es amor –decía- obviamente no puede ser solo, puede ser único, pero no solo, porque estrictamente nadie puede tenerse amor a sí mismo en sentido propio. Siendo Dios el amor supremo este amor exige un ‘Tú', nacido precisamente en Él del máximo don del amor que es ‘el amor que se da a sí mismo'. Si no se diera a sí mismo no sería máximo amor. Y –continúa Ricardo- “ como el amor no podía permanecer en sí mismo, sino que tenía que entregarse a otro y como ninguna creatura merecía ser amada con amor inmenso, la sabiduría hizo que Dios engendrara a Dios: el Padre al Hijo, ,,”
Cómo Ricardo, en la línea de este amor que constituye la esencia de Dios, exige la procesión del tercero, del Espíritu Santo, no lo voy a explicar ahora para no extenderme.
Pero fíjense cómo esta afirmación del amor y el de la vida trinitaria, consistente en la mutua, plena y permanente entrega, por amor, de las Personas divinas corrige substancialmente el tedio del Motor inmóvil, el Ser de Parménides.
En Dios no hay ninguna carencia que lo lleve a adquirir, a moverse, en el sentido de conseguir lo que antes no tenía. Pero sí lo hay, no solo en el sentido de gozar de toda la positividad de la acción y del acto, sino en el sentido de ‘desbordarse a Sí mismo' en la ‘perpetua novedad' de las Procesiones trinitarias.
Y, llegando a nosotros, en la perpetua novedad de la creación. Porque Dios, más allá de la necesidad interna de su ‘Ser-Amor' que lo lleva a desplegarse en Tres Personas, sigue exultante y desbordante de amor. Mejor, como dice Juan, sigue ‘siendo' amor, también para nosotros.
Porque no es que Dios ‘ame'. Primero ‘sería', ‘es' y, luego, ‘ama'; sino que Dios ‘es' directamente ‘amor' o ‘amar'. Y, ahora, libremente, más allá de su extraversión trinitaria, intenta seguir dándose y lo hace, libremente, en la creación. La creación, acto de amor del Dios que ‘es' amor.
Y ya es bastante amor el regalarnos el bello universo, el obsequiarnos la vida humana, nuestros años de existencia en la tierra, nuestros talentos, nuestros seres queridos, nuestras propias posibilidades inventivas y creativas. Eso ya es bastante amor. ¡Pero Él quiere darnos muchísimo más!
“Como el Padre me amó, también yo os he amado a vosotros”, hemos oído a Jesús. Dios quiere introducirnos en el mismo don del amor por medio del cual engendra, desde toda la eternidad, a su Hijo el Verbo. ¡Maravilla de maravillas! Ese mismo Amor es el que, en Jesucristo, nos ofrece: “ Así Dios nos manifestó su amor. Envió a su hijo único al mundo, para que tuviéramos vida por medio de Él. ” La misma Vida con la cual ha engendrado a su Hijo en infinito Amor.
Sin duda que en las lecturas de hoy estamos en el centro mismo del misterio de la vida cristiana.
Es el mismo amor, no que ‘tiene' Dios, sino que es Dios, con el cual engendra al Hijo y con el Hijo al Espíritu Santo, el amor que nos regala en Cristo y que, a través de la fe y el bautismo, nos engendra como sus hermanos adoptivos.
Y es en este contexto, finalmente, como adquiere su novedad suprema el famoso precepto del amor. “ Amaos los unos a los otros ”, no solo “ como a ti mismo ” –como ya afirmaba el AT respecto a los judíos entre ellos- sino “ amaos los unos a los otros, como Yo os he amado ”.
Es aquí donde se entiende la imagen de la vid del domingo pasado y que es continuada por este pasaje del evangelio que hemos leído hoy. Porque lo que hace de savia vital en toda esta vid y la convierte en organismo vivo no es la imitación ‘externa' del amor, sino el mismísimo amor de Dios que, fluyendo de Sí mismo en desborde y éxtasis al Hijo, en el Hijo se nos transmite realmente a nosotros y en mostros ha de refluir mutuamente.
Por eso el amor, el verdadero amor, la caridad, el ‘agape' cristiano, no es solo una manera ‘humana' de imitar el ‘modo' de amar de Dios o de Jesús. Es el conectarnos realmente –por eso es virtud ‘sobrenatural'- con el mismísimo Amor que ‘es' Dios y que en Dios se hace Tres Personas y que se nos regala en Jesucristo y hemos de hacer llegar a nuestros hermanos.
Y, si Dios es ‘Agape', es ‘Amor', es decir, su ‘esencia', su ‘vida', su ‘existencia' es Amor; si nosotros queremos ‘vivir', ‘existir', ‘ser', también nuestra vida ha de ser ‘amor'. No ‘amar' de vez en cuando, más o menos egoístamente, sino transformarnos nosotros mismos en ‘amor' . O, mejor dicho: en Jesús, dejarnos transformar por ‘Su Amor', que es el mismísimo ‘Amor' que Dios ‘es'.
No en el flujo absurdo y sin sentido de Heráclito y de Marx; no en la inmovilidad infecunda de Parménides, Buda o Brahma; sino en la entrega generosa, engendradora y creadora, de, con Cristo, en el amor, dar la Vida verdadera a los demás.