1989- Ciclo C
6º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que vosotros oísteis no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho. Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquietéis ni temáis! Me habéis oído decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amarais, se alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Os he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, creáis »
SERMÓN
¿Qué conocemos: las ‘cosas' mismas o nuestras ‘ideas' sobre las cosas? Tema acuciante que despertó toda la atención de la filosofía moderna a partir de Kant pero que ya había preocupado a los antiguos pensadores de Grecia y de la escolástica cristiana.
Immanuel Kant 1724 - 1804
Y la respuesta debe ser matizada. Resulta evidente que es nuestro cerebro el que, a partir de las sensaciones táctiles que producen los cuerpos, las visuales provocadas por las vibraciones infrarrojas y electromagnéticas del objeto excitado por la temperatura o los rayos luminosos, las olfativas a partir de las moléculas que se evaporan de su superficie, es –digo- el cerebro el que configura todas esas señales y representa intencionalmente el mundo objetivo que tenemos a nuestro alrededor. Son complejos procesos fisiológicos quienes transforman esas moléculas sueltas que emanan los cuerpos y chocan contra nuestras pituitarias en olores; las vibraciones del aire que colisionan contra nuestro tímpano en sonidos; las electromagnéticas del espectro, en colores; la diferencia angular entre nuestros dos ojos en perspectiva y profundidad; el mayor o menor movimiento de las moléculas en sensación de calor o de frío . Y sabemos bien que otros animales, que poseen distintos sentidos de los nuestros, configuran su mundo de otra manera. En blanco y negro, la mayoría de los animales. O en un mundo constituido sobre todo por miles y miles de olores, los perros; o de rayos infrarrojos, las serpientes; o de ultrasonidos, los murciélagos; o solo compuesto de temperatura y moléculas de ácido butírico, la garrapata.
De todos modos el sentido común nos dice que esas señales que recibe nuestro cerebro del exterior y la imagen que elabora partiendo de ellas nuestro ordenador neuronal, responden a la realidad objetiva. Más aún: porque nuestro cerebro es capaz de verdadera inteligencia, de razón, es apto para llegar no solo a la manifestación externa de los objetos, a las señales que estos emiten, sino ‘al ser mismo' de las cosas. Lo cual está por encima de cualquier posibilidad de los animales que solo se quedan en la señal externa.
Sin embargo, sigue siendo verdad que llegar a este ‘ser' de las realidades objetivas, por medio de nuestras representaciones, de las imágenes que nuestro encéfalo elabora a partir de algunas ondas y corpúsculos emitidos por los objetos, es un proceso laborioso y sujeto a error.
El asunto no es tan grave cuando se trata de objetos inertes, o de vegetales, o de animales. Podemos confiar en que el mundo imaginativo que, a partir de la realidad percibida elabora nuestro cerebro, responde a grandes rasgos a esos objetos y seres, es verdadero, y, normalmente, útil para ponernos en relación con ellos y utilizarlos. Pero ¿cuando se trata de personas?
Allí todo cambia. Porque aún en la hipótesis de que lo que mi pensamiento elabora respecto de lo que el otro es, a partir de las señales que emite voluntaria -en palabras que me dirige o en gestos- o involuntariamente –por su consistencia física, por sus acciones, por sus obras externas- sea cierta, se ajuste a la realidad, sigue siendo ‘mi pensamiento' respecto del otro y no ‘el otro' mismo.
Santo Tomás de Aquino y toda la tradición aristotélica afirmaban que ciertamente lo que conocemos no son directamente las cosas sino ‘las ideas que de ellas no forjamos'. Pero con toda decisión proseguían sosteniendo que ‘en' la idea y a través de la idea conocemos ‘la cosa misma'. Hay relación real y verídica entre la idea correcta, lo que pensamos inteligentemente, con el objeto.
Pero resulta que cuando ese objeto es una ‘persona', por definición está más allá –al menos en lo que tiene precisamente de persona, su ‘subjetividad', su ‘yo'- fuera de la posibilidad de mi conocer.
Porque se da el caso que, en directo, la única subjetividad que conozco, el único ‘yo' que percibo, es ‘el mío', y las únicas sensaciones personales objeto de mi experiencia son ‘las mías'. Solo experimento ‘mis' tristezas, ‘mis' alegrías, ‘mis' envidias, ‘mis' celos, ‘mis' dolores. ‘Supongo' que los demás los tienen semejantes a los míos cuando ríen, cuando lloran, cuando fruncen el ceño; porque son los mismos gestos que yo hago cuando estoy alegre, triste o enojado. Pero no puedo de ninguna manera meterme en la subjetividad del otro y experimentar ‘sus' tristezas o ‘sus' alegrías. O, comprobar desde dentro de él que tiene iguales sensaciones que las mías.
Es, nuevamente, de sentido común que todos compartimos el mismo mundo interior, pero jamás lo podremos comprobar.
“Personalitas última solitudo”, “la personalidad es la soledad última”, decía Duns Scoto. Y Husserl sostenía que “ el otro no es sino una modificación de mi yo ”. Su propio yo me permanece ajeno, solo puedo conocerlo –afirmaba- “ por experiencia indirecta ”, o ” por apresentación ” o “ por transposición aperceptiva ”.
Hay que releer las terribles palabras del Fausto de Goethe sobre la soledad de la persona.
Johann Wolfgang von Goethe 1749 – 1832
Pero, es claro, todo esto, dirán Vds., es en teoría, porque lo cierto es que todos, mal que bien, habremos experimentado muchas veces la soledad, pero no precisamente por las elucubraciones expuestas. Todos hemos gozado de la experiencia del no sentirnos solos, del estar alguna vez en compañía.
Y así es. Pero no porque las elucubraciones mencionadas sean falsas sino porque, gracias a Dios, el ser humano se relaciona con la realidad y con los demás, no solo por medio de sus sentidos y su cerebro, su mente, su cabeza, sino también por medio de su ‘capacidad de querer', de su ‘voluntad', de su ‘corazón', de su ‘afecto'.
Y el acto de la voluntad, el acto de amor, el del querer sí, ya no tiene dudas Santo Tomás, ni las tenía Aristóteles, termina no ‘en la idea' sino ‘en la cosa', en el ‘objeto', en la ‘persona' misma. Por supuesto cuando es auténtico amor, no cualquiera de sus deformaciones.
Porque, a nivel de la ‘inteligencia', del ‘saber', del ‘conocimiento', solo puede haber, cuanto mucho, ‘comunicación', transmisión de ideas, de imágenes, -y esa es la ‘era de las comunicaciones' en la cual estamos, a pesar de Entel y de Encotel y de la mendacidad de los mas media-. Pero la mera comunicación no rompe la soledad. Solo enriquece, cuanto mucho, a mi cerebro, a mis ideas.
No en la ‘comunicación', pues, sino en la ‘comunión' es cuando entro a participar de la personalidad del otro y, de alguna manera, en su subjetividad. Pero eso lo logro solo en el ‘amor'. O para utilizar otra palabra, en un sentido más profundo que el habitual, en la ‘simpatía'. Palabra desvalorizada, pero etimológicamente riquísima. Efectivamente, en griego “ syn ” quiere decir ‘ junto ', ‘ con '; y “ pathein ” ‘ sentir ', ‘ padecer '. Sim-patizar, pues, quiere decir ‘sentir juntos'.
Eso se logra no en la vida intelectual, sino en la volitiva, en la afectiva, en la del querer. Cuando amo en serio ‘sim-patizo'. El amor me proyecta en la afectividad del otro y me hace sim-patizar con él. O en vocablos armados de la misma manera com-padecer (padecer con) o co-incidir , o con-formarme, o con-miserarme, o syn-tonizar, o con-dolerme, o con-gratularme con el otro. Allí sí entonces llegué a la persona. No a la ‘idea' que de ella me hago. Rompí mi soledad.
Es el ‘adentramiento' en el otro del que habla Max Scheler por “Einfühlung”, por ‘ endopatía ', por ‘empatía', por ‘proyección afectiva', por ‘introafección'. Por el amor, decimos nosotros.
Es lo que nos hace pasar de la ‘comunicación' a la ‘comunión' diría Berdiaeff. De los ‘social' a lo ‘convivencial', diría Ortega y Gasset. De lo ‘inauténtico' a lo ‘auténtico', de la ‘alteridad' a la ‘aliedad'.
Nicolás Alexandrovich Berdiaeff 1874-1948
Pero el ‘yo' sigue siendo el ‘yo', dirán ustedes. Es inexperimentable -salvo el de cada uno, para los demás. Es verdad. Pero es que es propio de las personas el que el ‘yo' del otro se experimente como un ‘tu'. Si vos me experimentás ‘a mí' como parte de tu propio ‘yo', me digerís en tu egoísmo. Así estamos en el plano del falso amor que no respeta mi ‘yo'; sino que lo asimila al ‘tuyo'.
No. Solamente si, en verdadero amor, me afirmás como un ‘tú', como un ‘vos' y no me hacés satélite de tu ‘ego', solo allí habrá verdadero amor y habremos roto nuestra soledad. Habremos constituido un ‘nosotros'.
Ni el falso amor que me reduce a parte de tu ‘ego', ni la indiferencia que me transforma en un ‘él' o en un ‘aquel', sino la mirada que me dice ‘vos', que me afirma ‘tu', esa es la del verdadero amor que me descubre, que rompe mi nostalgia solitaria, que valora mi yo personal, que me hace entrar en comunión.
Y allí sí, entonces, entro en verdadero ‘conocimiento', relación, con el otro. Por eso, sin amor no hay verdadero conocer. “ Ubi amor ibi oculus ” decía San Agustín , “donde está el amor allí está la visión”. Y San Bernardo afirmaba “ amor notitia est ”; ‘el amor es conocimiento' .
Y porque, pues, tenemos capacidad de amor, tenemos posibilidad de romper el círculo hermético de nuestro yo. Y aún del límite y error de las ideas que nos hacemos, en nuestra subjetividad, de las cosas y de los demás.
Es el amor el que nos hace ‘convivir', ‘cohabitar', ‘vivir juntos', ‘reconocer'.
Todos sabemos bien cómo, sin ese amor, aunque geográficamente estemos juntos -en la misma casa, en la misma mesa, en la misma cama, en el mismo colectivo-, tocándonos los unos a los otros físicamente, en realidad seguimos solos y en espantosa soledad.
Dios está junto, arriba y abajo, afuera y adentro de nosotros, más que nuestro compañeros del 60 a la siete de la tarde. Y puede ser que sepamos de Él, que hayamos estudiado sobre Él, que estemos incluso convencidos de Su existencia y de lo que sobre Él nos enseña nuestra fe y, sin embargo, todavía podremos estar solos, sin Él.
Porque no basta haber entrado en ‘comunicación' con Él sin la ‘comunión' fruto del amor, del cumplir su voluntad, del sim-patizar con Él. Hemos de afirmarlo, sí, pero no como un él, no como una parte mágica de nuestro yo, sino como un ‘Tú' amado y respetado.
Sin eso, aún estamos en los umbrales fríos e intelectuales del cristianismo, en donde todo ejercicio de virtud será insípida e impotente decisión de nuestra pura fe. Solo cuando comencemos a convivir con El en el amor, en la ‘co-incidencia', en la endopatía, mediante el diálogo ‘auténtico' de la oración y del co-incidir y con-gratularnos y con-cordar con su voluntad, con su amor, solo así estaremos realmente con Él, viviremos con Él y “ mi Padre te amará e iremos a vos y habitaremos con vos”