Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1992- Ciclo C

6º domingo de pascua
(GEP, 24-5-92)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que vosotros oísteis no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho. Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquietéis ni temáis! Me habéis oído decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amarais, se alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Os he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, creáis »

SERMÓN

A los dieciséis años, en 1564, el joven granadino Francisco Suárez intentaba, en Salamanca, ingresar en la Compañía de Jesús, la congregación religiosa fundada hacía poco por Ignacio de Loyola y que luego serían llamados jesuitas . Fue rechazado por carencia de dotes intelectuales. Pero volviendo a presentarse en Valladolid, consiguió ser admitido en calidad de "indiferente", es decir destinado a ser simple hermano coadjutor, a menos que demostrara positi­vamente su capacidad para acceder al sacerdocio. En realidad la demostró con creces, pues más tarde se transformó en una de las lumbreras máximas del pensamiento jesuita. Murió santamente, sacerdote, en Lisboa, a los 69 años de edad, dejando a la posteridad una extensísima obra literaria.

Si bien sus producciones principales se refieren a la teología y a la filosofía, uno de los terrenos en donde Francisco Suárez incursionó y dejó huellas, fue el de las ciencias políticas.

Allí, siguiendo las huellas de las doctrinas sociales medioevales y especialmente la de Santo Tomás, contra la doctrina protestante de que la autoridad de los príncipes era divina y directamente concedida a éstos por Dios, sostuvo que la soberanía era dada por el Creador en primer lugar al cuerpo social y era éste el que delegaba el ejercicio del poder a las autoridades estatales.

Por cierto que esta designación solo miraba a la forma de go­bierno y al nombramiento de los funcionarios. Era claro que las le­yes en cambio, en sus pautas fundamentales, debían someterse a la ley de Dios, a las leyes naturalmente inscriptas en la realidad y dignidad humanas. Estas leyes no eran de ninguna manera sujetas a ninguna aprobación o modificación del cuerpo social y menos de las autoridades delegadas. En cambio si era función de la prudencia po­lítica el aplicar estos grandes principios inamovibles de la polí­tica y la economía, con medidas o reglamentaciones particulares, a las circunstancias cambiantes.

Con esto Suárez, sometiendo las normas positivas y la autoridad a Dios, a la racionalidad y a la realidad de las cosas, quería inva­lidar el principio protestante de que el Príncipe ejercía su autori­dad directamente investido por Dios y con capacidad de modificar la ley a su antojo.

Para Suárez y toda la tradición católica, la ley no encuentra su legitimación solo en la promulgación del gobernante, sino en su racionalidad, es decir en su adecuación a la realidad y, en última instancia, por ello, a la ley de Dios.

Cuando, más de doscientos años después, el temperamental y aplaudido músico de los salones parisinos Jean Jacques Rousseau (1712-1778), de educación calvinista, decide escribir sobre polí­tica, alcanzando al poco tiempo enorme fama, cambia radicalmente esta doctrina.

Como para los protestantes, también para él el poder lo tiene directamente, sin ningún intermediario ni subordinación a leyes su­periores, el soberano. Pero este soberano ahora no es el príncipe. Es la voluntad popular, que goza de omnímodas facultades, no solo para delegar su autoridad en cualquiera y reasumirla si fuera pre­ciso, sino de legislar a su arbitrio sin sujeción a ley superior al­guna.

Y esto proviene de que, contrariamente a la doctrina católica, el hombre para Rousseau de por si no es un animal social y por lo tanto la sociedad no es algo natural al hombre y querida por Dios, sino que lo natural sería el hombre individuo, desprendido de todo vínculo, viviendo cada uno en soberana libertad e independencia, sin normas y sin subordinación.

La sociedad no sería entonces sino un invento, una creación ar­tificial de los hombres que, para obtener algunas ventajas, resuelven vivir juntos y, para ello, por medio de un pacto, delegan a esta sociedad parte de las libertades que le corresponden por naturaleza y derecho. Es la famosa doctrina del pacto o del contrato social.

Mediante ese pacto se resigna el propio albedrío en el del todo político. Pero es allí donde -según Rousseau- se sublima el querer individual en el de la voluntad general. ¡Qué contradicción! Para Rousseau el hombre es libre ahora solo cuando obedece la voluntad de la mayoría. Vean a qué excesos podrá llevar -y de hecho llevó- esta doctrina: solo soy libre cuando me someto al querer de la mayoría.

Para peor esa voluntad general, expresada en el voto de las ma­yorías, no es para Rousseau la suma de las voluntades individuales, sino algo más armónico y profundo, que son los legisladores, diputa­dos y senadores los encargados de escrutar y determinar. Ellos son los intérpretes autorizados de esta voluntad popular y los encarga­dos de enseñar al pueblo inculto qué es lo que realmente quieren. Más allá de lo que apetece explícitamente la gente, son los políti­cos los encargados de sacar a luz sus deseos profundos, es decir la auténtica voluntad general. El que no se somete a sus dictados es desde entonces enemigo de la libertad y ¡aún de su propia libertad!

Así, curiosamente, mediante este artilugio, finalmente serán los partidos y los diputados y senadores y funcionarios, deposita­rios de una autoridad despótica, sin cortapisa alguna, que ni si­quiera tuvieron los reyes protestantes por derecho divino. Ellos se­rían los arúspices, las pitonisas, los intérpretes de la voluntad general, periódicamente auscultada mediante las elecciones y condi­cionada mediante la educación y la propaganda.

En 1762 se publicaba el "Contrato social" de Rousseau conteniendo estas ideas.

Ellas se propagaron tan rápido que ya en 1789 fueron recogidas por la famosa declaración francesa de los derechos del hombre, en cuyo nefasto artículo 3 se afirmaba: "El principio de toda soberanía reside esencialmente en la voluntad general. Ningún cuerpo, ni individuo puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella". Vean: de un plumazo se eliminan todas las autoridades naturales, aún las más obvias: la de los padres sobre sus hijos, la de los maestros sobre sus alumnos, la de los dueños sobre sus empleados, la del obispo sobre sus fieles, la de los oficiales sobre sus soldados: solo es legítima la autoridad que proviene del voto: la autoridad de los partidos. Es el principio de la disolución de la sociedad.

Pero peor: el artículo 6 de esta declaración, también inspirado en Rousseau, dice: "La ley es la expresión de la voluntad general ". ¡Se acabó la ley de Dios, se acabaron las leyes naturales, se acabaron las leyes de la moral y de la economía: solo es ley y por lo tanto bueno y moral lo que decide la mayoría inspirada y dirigida por sus gurús políticos!

Aunque parezca contradictorio, la monarquía borbónica que en España asumió el poder en el siglo XVII, después de los Habsburgos, había derivado hacia un absolutismo iluminista y masónico que, con­servando las formas católicas, en realidad se movía con los principios políticos protestantes -antepasados de Rousseau- de la autori­dad como inmediatamente delegada por Dios. La masonería y la ilus­tración, mediante validos y favoritos como Esquilache , Roda , Campo­manes y Aranda la habían infiltrado con sus doctrinas. La presión a la Iglesia había llegado al punto de incluso decretar Carlos III la expulsión de los jesuitas de su reino.

La adhesión natural del pueblo español y americano a sus monarcas se veía terriblemente perturbada por este su accionar despótico, anticlerical y masónico. Esta perturbación era especialmente notoria en nuestra América, donde el centralismo Borbón impedía los legíti­mos fueros e intereses de sus colonias.

Las universidades de América, la mayoría manejada por jesuitas, hasta su expulsión, habían enseñado durante todo el siglo XVIII las teorías políticas de Francisco Suárez: 'la soberanía que el pueblo entrega en propiedad al rey o jefe de estado, depende de su ejerci­cio conforme a los postulados del bien común y mientras estos no queden seriamente comprometidos . De no ser así el mismo pueblo puede recuperarla para entregarla a otro sujeto'.

Viendo lo que sucedía en Europa, y el absolutismo, prepotencia y, hacia el final, la corrupción e incapacidad de los borbones -que aún en nuestros días lo siguen siendo-, muchos americanos se preguntaban ya, hacia fines del siglo XVIII, si no sería lícito traer a la práctica los principios suarecianos.

En nuestras playas rioplatenses la incapacidad de la corona para protegernos de los ingleses y la siguiente defensa y expulsión de éstos, cuando las invasiones, con tropas nacionales y criollas, fortificó el convencimiento de la propia individualidad. En realidad ya desde la época de Ceballos estaban cansados los criollos de que todo lo que se ganaba aquí a fuerza de sangre contra el enemigo portugués y brasileño, se perdiera luego, en lejanos tratados, en la M e trópoli, donde solo entraban en consideración los intereses dinásticos.

Cuando la invasión napoleónica a la península y los motines de Aranjuez de marzo de 1808 obligan a la renuncia del inepto de Carlos IV a la corona real en favor de su hijo Fernando VII , Napoleón aprovecha: toma cautivos a los reyes y pone en el trono español a su hermano José Bonaparte -"Pepe Botellas", le llamaron los castellanos, por su afición a empinar el codo-.

Es entonces cuando España se levanta en armas y en todas partes se forman juntas. La primera en Oviedo, luego en Murcia, Villena, Valencia, León, Santander, la Coruña , Segovia, Valladolid, Logroño y otras. La que se crea en Sevilla toma por su cuenta el nombre de Junta Suprema de España en Indias y pretende ejercer autoridad sobre América. Unida a la de Aranjuez reclama para si la autoridad sobre todas las juntas, y la representación del rey cautivo. Pero en Enero de 1810 las tropas francesas toman Sevilla y esa Junta debe huir a Cádiz.

Cuando estas noticias llegan a Buenos Aires el 14 de Mayo de 1810, en un esquife inglés salido de Río de Janeiro, comienza la agitación. Es la ocasión para poner en práctica los principios de Francisco Suárez, sacudirse de encima la tutela del centralismo ab­solutista de los Borbones y a la vez oponerse al imperialismo de la Revolución Francesa impuesta por las armas del bonapartismo, perma­neciendo substancialmente fieles a la herencia católica y española.

Es así que el 18 de Mayo de 1810 el brigadier general Cornelio Saavedra , comandante del regimiento de Patricios, escribe al Virrey don Baltasar Hidalgo de Cisneros: "El que a Vuestra Excelencia dio autoridad para mandarnos ya no existe; de consiguiente tampoco Vuestra Excelencia la tiene ya. De modo que hemos resuelto reasumir nuestros derechos y gobernarnos por nosotros mismos" Era la quintaesencia de la doctrina suareciana.

Es así que en el cabildo abierto del 22 de Mayo de 1810, casi obligado por Saavedra, Belgrano y Castelli, el Virrey invita a reu­nirse -literalmente- " a la parte principal y más sana del pueblo ". Fueron 450 invitaciones, a las cuales respondieron 251 participan­tes, de los cuales 27 eclesiásticos y 59 militares. Nada más lejos pues de Rousseau y del voto de la mayoría.

Todos conocemos los hechos que desembocan en el 25 de Mayo. La creación de una junta presidida por el mismo Cisneros el 24 y que fue repudiada y rechazada por el regimiento en pleno de Patricios.

En realidad, el 25, cuando se trató de convocar al pueblo a la Plaza Mayor -hoy de Mayo- para ratificar la revuelta militar, el síndico español, asomado al balcón del cabildo, viendo tan poca gente, preguntó con sarcasmo "¿donde está el pueblo?". La verdad es que, "el pueblo", a pesar de las imágenes a que nos tiene acostum­brados la iconografía oficial, llenando la plaza con sus paraguas -que todavía no se había importado nunca al Río de la Plata-, la verdad es que "el pueblo" en todo esto brilló por su ausencia.

A pesar de ello, la presión militar y eclesiástica fue tal que ya al caer de la tarde, a la luz de candelabros traídos presurosa­mente por vecinos, Don Cornelio Saavedra, como dicen las actas, "hincado de rodillas y poniendo la mano derecha sobre los santos evangelios, prestó juramento de desempeñar el cargo de presidente de la Junta, conservar íntegra esta parte de América a nuestro augusto soberano el señor don Fernando VII y sus legítimos sucesores y guar­dar puntualmente las leyes del reino. " El mismo juramento emitieron los demás vocales y secretarios. Y tras una última exhortación de Saavedra, con una invitación a la Junta y a los presentes a escuchar todos juntos a la mañana siguiente la Santa Misa en la Catedral , se retiraron todos al fuerte, entre un repicar jubiloso de todas las campanas de los templos porteños echadas a vuelo y salvas de arti­llería.

Así comenzó, adherido a Dios, a Cristo, a su Iglesia y a la tradición hispánica, nuestro primer gobierno patrio. Todavía Rous­seau no había llegado a nuestras tierras. Sólo después de Mayo de 1810 dispuso Mariano Moreno la edición del Contrato Social y, para camuflar su veneno, suprimiendo de la obra el capítulo y pasajes an­ticatólicos.

Rousseau, pues, la democracia liberal y partitocrática, la ma­sonería, no tuvieron nada que ver con el nacimiento de la Patria. Se introdujeron después como terrible enfermedad que fué minando poco a poco la salud moral y trascendente de la nación. Moreno, luego Riva­davia, 1853, los presidentes masones, la educación laica, la reforma universitaria, la importación del socialismo, las masas inmigrato­rias desarraigadas, las doctrinas foráneas, junto con la claudica­ción de la dirigencia, el afán de lucro y luego la envidia social, el estatismo y el dominio del capital y de los medios de comunica­ción por fuerzas antinacionales y, finalmente, la corrupción genera­lizada por el rechazo roussoniano de la ley de Dios y de su Iglesia, fueron el cáncer y el Sida que paulatinamente nos han traído a la situación actual, a pesar de algunos espasmos aislados de salud, como la reacción antisubversiva y la gesta de las Malvinas, sumada a la resistencia moral cobijada en el seno de tantas familias cristia­nas.

Los que, -por medio de la lotería de los votos, a través de la selección de los peores de la partitocracia y el nepotismo-, gobier­nan nuestros destinos, han elegido, para medrar, renunciar a los destinos nacionales y subirse al vagón de cola de los amos del mundo, descendientes bastardos de Rousseau y destructores de la mo­ral cristiana. Que no tengan pues el coraje de festejar ellos el 25 de Mayo.

El evangelio de hoy nos pide que no busquemos la falsa paz que nos quiere dar el mundo, el nuevo orden Mundial, prosperidad -en el mejor de los casos- sin dignidad, sino la paz de Jesús. Porque solo la fidelidad a su palabra es lo que provoca sobre las personas y los pueblos la protección de Dios. " El que me ama será fiel a mi palabra y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos con él ".

Al leer pues nuestro evangelio de hoy, con nostalgia evoquemos también nuestros católicos y suarecianos orígenes patrios. Quiera Dios que algo se mantenga aún, en nuestra Patria, fiel a la raíz que nos engendró: la doctrina cristiana, no los desvaríos destructivos de Rousseau; y que, alguna vez, aunque más no sea en nuestros des­cendientes, podamos festejar en serio un 25 de Mayo argentino y cristiano. ¡Ojalá todavía viva la Patria !

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