1995- Ciclo C
6º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que vosotros oísteis no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho. Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquietéis ni temáis! Me habéis oído decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amarais, se alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Os he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, creáis »
SERMÓN
Las tradiciones más antiguas del nuevo testamento y que se remontan a la generación apostólica, nos muestran no una iglesia establecida en la historia esperando para dentro de miles de años el fin del mundo, sino un cristianismo que esperaba la inminente vuelta de aquel que había resucitado. Dios había hecho triunfar a su Cristo y éste ahora regresaría, en seguida, pleno de poder, para establecer su Reino.
Pero ese Jesús tardaba en volver. Cuando empezaron a morir cristianos sin que ese regreso se hubiera producido hubo perplejidades. San Pablo tiene que escribir a los Tesalonicenses, para tranquilizarlos: no importa que algunos mueran porque Jesús los resucitará y, primero a ellos, luego a los que habían quedados vivos los llevaría con él.
Pero el tiempo pasaba y Cristo no volvía. San Pablo tiene también que exhortarlos a que, mientras esperan esa vuelta, no se dediquen al ocio, sino que trabajen y hagan lo que tienen que hacer para mantenerse.
Y siguen pasando los años. La sociedad cristiana tiene que organizarse. Empieza a formarse lo que es hoy la Iglesia. Se crean autoridades y servicios locales, los ancianos, los presbíteros, los diáconos que deben dirigir y ocuparse de esa comunidad que parece que va a prolongarse en el tiempo.
Se ve -por lo que nos cuentan los evangelios- que, cuando la rebelión judía y el sitio de Jerusalén, allá por los años setenta, otra vez renacen las esperanzas de una inminente venida de Jesús. Son esos pasajes que todos conocemos: "cuando oigáis rumores de guerra y rebeliones, y la abominación de la desolación en el lugar santo, los que estén en Judea que se refugien en la montaña..., el momento está cerca"
Pero también: cae Jerusalén, no queda de ella piedra sobre piedra, y el Señor no vuelve... Lucas tiene que apuntar: no os alarméis: el fin no vendrá tan pronto...
Y mientras los discípulos de Jesús todavía viven y permanecen con ellos la cosa no parece tan grave; aunque Jesús no vuelva, están ellos, los apóstoles, los que lo han conocido. Ellos pueden, en nombre de Jesús, instruirlos en la verdad, sostener sus flaquezas, dirimir sus pleitos, resolver sus dificultades, ser la última palabra cuando se plantean dudas...
Pero también eso comienza a faltarles: algunos apóstoles ya han muerto tempranamente, como Santiago. Pablo y Pedro, dos de los más importantes apóstoles, morirán poco antes del 70, en Roma.
Las comunidades quedan desvalidas. Claro que quedan muchas cosas escritas por los apóstoles o apuntes de los que les escucharon y comienzan a recogerse en colecciones que luego formarán nuestro nuevo testamento. Esas hojas, esos relatos, esas cartas, leídos en las reuniones sirven para seguir confortando la fe de los cristianos. Sin embargo, todo eso ha sido redactado en otras circunstancias, otros auditorios, en tiempos ya pasados, ¿quién tendrá suficiente autoridad para resolver los problemas nuevos que se irán planteando, las dudas teóricas, los problemas morales, las relaciones de los cristianos entre si y con los de afuera y que no habían sido tocados en aquellos escritos...?
Las que tiene más suerte son las iglesias fundadas por Juan, el discípulo amado, en las costas del Asia menor mirando a Europa. Juan se había mostrado de una salud de hierro y alcanzado extraordinaria longevidad. Es probable que recién haya muerto centenario hacia finales del siglo I. El capítulo 21 del evangelio de Juan nos muestra cómo muchos pensaban que Dios lo mantendría vivo hasta que Cristo volviera. Cuando Pedro pregunta a Jesús sobre Juan, escucha esta respuesta: "Si yo quiero que él quede hasta mi venida ¿qué te importa?"
Y es verdad que, durante su vida, dos o tres generaciones de cristianos lo conocieron y se sintieron confortados, alentados, defendidos por Juan. Su prestigio era tan grande que muchos pensaban que, en el fondo, no era sino la prolongación de la presencia de Jesús entre ellos. Jesús se había ido, sí, pero les había dejado a Juan, para servir de apoyo a los suyos.
En realidad, esta función de apoyo, de consejero, de animador, de consultor autorizado, tenía entre los griegos y los judíos un nombre técnico: compuesto de dos palabras: pará , que quiere decir 'al lado', y cletos , que quiere decir 'llamado', 'invocado'. De tal manera que aquel que era llamado o enviado para estar al lado de uno aconsejándolo, dándole aliento, apoyandolo, consolándolo, se llamaba, en esta época un para-cleto , un paráclito. Así es que Juan era considerado por sus comunidades como un paráclito que Jesús les había dejado para seguir de alguna manera junto a ellos.
Pero también esto se terminará: Juan llega al filo del segundo siglo; pero también él desaparece, el último de los apóstoles, el último de los paráclitos.
Y es allí cuando finalmente la Iglesia descubre que ella no depende de unos viejos libros, o cartas, o manuscritos que rápidamente quedan desactualizados y se transforman de por si en libros muertos, por más sagrada Escritura que sean; ni tampoco de una institución formada por hombres, presbíteros u obispos o como se les llame, sino de una presencia, de un paráclito mucho más vivo, más cercano, perennemente presente y vitalizador, a quien se llamará el paráclito por antonomasia y que no es otro que el espíritu Santo, la nueva presencia de Jesús entre los suyos.
El cristianismo no vive porque haya un grupo de gente que custodia una serie de libros escritos hace dos mil años en una lengua y estilo y problemas a veces muy lejanos a los nuestros -como quiso sostener Lutero y el protestantismo-; tampoco la Iglesia pervive porque tenga un sistema excelente de organización, con autoridades monárquicas, que se van sucediendo no por elección democrática sino por cuidadosa selección desde arriba y en donde solo votan y resuelven un grupo escogido de dirigentes dedicados plenamente a su misión y prescindiendo de lazos dinásticos e intereses materiales, y con un sistema coactivo que solo vive del convencimiento interior de los suyos... Uno podrá admirar o no la organización humana de la iglesia, pero ella no es lo que la sostiene y menos lo que la hace verdaderamente iglesia...
Ello es apenas la estructura, el esqueleto, el armazón; pero no bastaría para dar vida a los cristianos, suscitar la santidad, el martirio, la vitalidad siempre renovada de una historia en donde nunca se ve a un santo igual a otro, en donde todo se remoza, se adapta, se va haciendo a las circunstancias, da respuestas frescas a problemas inéditos, vive en el amor de las familias, de las congregaciones religiosas, crece en la oración, en los sacramentos, insertada en la historia de los hombres y brillando, a pesar de las calumnias del enemigo, de un prestigio siempre lozano y respetado...
No: lo que hace Iglesia a la Iglesia , cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios, es la presencia del Paráclito, pero del Espíritu Santo, no ya de un hombre, no ya de un consejero humano, no ya de un sacerdote, sino del mismo espíritu de Jesús perennemente vivo en su Iglesia.
En su Iglesia como un todo; pero también al alcance personal de cada uno. En coloquio orante, en sus dudas personales, en sus dificultades, el Paráclito, el espíritu de Jesús, es siempre presencia viva, fortificante y luminosa.
El evangelio de hoy nos muestra a Jesús despidiéndose de los suyos. El domingo que viene, precisamente conmemoraremos la ascensión, la ida, la partida, de Jesús.
Y Jesús nos dice que eso no será un abandono, sino la inauguración de un nuevo modo de presencia, mucho más intimo, mucho más cercano, consolador, a través del Paráclito, a través del espíritu santo.