Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1996- Ciclo A

6º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 15-21
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque él permanece con vosotros y estará con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí y yo en vosotros. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él".

SERMÓN

Santo Tomás de Aquino, uno de los más formidables teólogos de la historia, dícese que se acordaba, palabra por palabra, letra por letra, tilde por tilde, de toda la sagrada Escritura. Eso suele suscitar nuestra admiración. "¡Que memoria!" decimos, nosotros que tenemos que anotar todo en nuestras agendas y notebooks y precisamos secretarias que nos recuerden nuestros compromisos.

Y sin embargo, ningún coetáneo de Tomás de Aquino habría sentido por ello particular admiración por él; porque se da el caso que en su época casi todos los clérigos -y más si estudiaban- conocían de memoria pasajes enteros, sino toda, la Biblia.

Hasta la invención de la imprenta, cuando toda publicación debía manuscribirse y -la industria del papel estando en pañales- debía recurrirse a pergaminos y papiros artesanales, el costo de los libros era tal, que pocos podían darse el lujo de tenerlos. De tal modo que, en ese tipo de culturas casi ágrafas, todo debía confiarse a la memoria y, desde pequeños, los educandos aprendían a utilizarla de un modo enormemente superior al nuestro.

¡Imagínense más atrás, en la antigüedad, cuando todavía ni siquiera se había inventado la escritura y absolutamente todo debía confiarse a la memoria! En lugar de libros había individuos e incluso castas especializadas en retener el recuerdo del pasado, sus tradiciones, sus conocimientos. De las creencias y concepción del mundo, se ocupaban de guardarlas los brujos o las castas sacerdotales; de los oficios, los maestros, que los transmitían a los aprendices; de la historia, concebida legendariamente, los recitadores ambulantes, los bardos, rapsódas -tipo Homero-, brahamanes, juglares, payadores....

Eran verdaderas bibliotecas vivientes, con sus sistemas mnemotécnicos, sus reglas fijas de relato, sus convenciones literarias. Así se transmitió la cultura por decenas de miles de años hasta la invención de la escritura, hace relativamente poquísimos años: tímidamente, veinte siglos antes de Cristo. Las tradiciones hebreas, cuanto mucho diez.

Aún así la escritura estaba reservada a unos poquísimos; la gran mayoría de la población era analfabeta, sin por ello, por supuesto ser inculta. Ya sabemos que la cultura no viene siempre por la alfabetización, a veces al contrario. Por otro lado en sus inicios se trató de una escritura incompleta: algunos ideogramas, dibujitos, que había que interpretar o, como en hebreo, solo consonantes que apenas aludían a los términos, para que solo el que sabía, el lector, los recordara con toda su fonación, entonación, y sentido.

De tal manera que también en Israel, antes que Escritura, la Biblia consistió en una serie de tradiciones, poemas, leyendas, fábulas, refranes y relatos orales que eran transmitidos según ciertas reglas mnemónicas de persona en persona. Transmisión, empero, que era sorprendentemente fiel -encomendada a expertos- y permitía que antiquísimas narraciones pudieran ser repetidas durante años y años sin cambiar ni una palabra.

Sin embargo esto no siempre fue así, salvo textos considerados sacratísimos o fundamentales, como por ejemplo los diez mandamientos, porque el transmisor -sobre todo si era de alguna autoridad- solía considerarse no solo un disco, un grabador, vehículo mecánico de recuerdo y lectura, sino un intérprete, un traductor de los antiguos pasajes al idioma y circunstancias de sus oyentes. De tal manera que lo transmitido no era letra muerta, sino algo que el intérprete actualizaba constantemente de acuerdo al auditorio.

Empezando por el idioma. Por ejemplo, no podremos saber nunca qué es lo que Moisés exactamente dijo, porque ni siquiera conocemos el lenguaje que utilizó, probablemente el egipcio. El hebreo es un dialecto cananeo adoptado por el pueblo judío mucho después de Moisés. Y las leyes atribuidas a Moisés son entonces las que en su boca pusieron, luego de siglos, los intérpretes, que iban actualizando la legislación mosaica de acuerdo a las circunstancias. De tal manera que cuando finalmente se fijaron por escrito, más reflejan la legislación del momento de la fijación, que la que muchos siglos antes, habría efectivamente promulgado Moisés.

Pero aún fijada por escrito, esa ley, y el resto de la escritura, era constantemente reinterpretada por los encargados de leerla.

De hecho alrededor de la época de Cristo, cuando ya casi todo el viejo Testamento estaba escrito, lo estaba en el idioma hebreo, que ya prácticamente no se hablaba. Y el lector, en las sinagogas, no era simplemente un locutor, era un intérprete: no solo porque tenía que tomar el viejo texto hebreo y traducirlo al arameo, que era el lenguaje que todos los judíos entendían, sino porque al hacerlo no traducía, simplemente, sino que interpretaba, añadía explicaciones, llevaba las viejas frases a la vida y problemas nuevos que encaraban sus oyentes. Algunas de esas versiones del arameo -llamadas targumim, en plural, targum en singular- se han recogido por escrito, llegando a nosotros, y muestran la libertad con que los maestros de la época transmitían las viejas tradiciones.

Es así que jamás la Biblia fue en esos tiempos un texto muerto e intangible, sino en perenne cambio, renovación y vitalidad, mantenidos vivos por sus intérpretes. El considerarlo un texto sagrado, intocable y casi mágico, como lo miró luego alguna tradición cabalística o como otros textos considerados sagrados de la humanidad, es un fundamentalismo que no estaba en el espíritu del pueblo hebreo antes de Cristo.

Pero así también nacieron los libros del nuevo testamento. Las palabras del Señor, sin excluir que puedan haber sido escritas aquí o allá por algún amanuense, fundamentalmente se transmitieron, al principio, de memoria, siguiendo determinadas reglas de asociaciones de ideas o de palabras claves o de ritmos o de rimas. Pero los transmisores o mejor dicho intérpretes de ellas, siempre se consideraron libres de hacerlo adaptando esas palabras a sus audiencias y, con el tiempo, a las nuevas necesidades y preguntas que iban surgiendo en las comunidades cristianas nacientes. Y es así que hoy, si comparamos nuestros cuatro evangelios, salidos de distintos ambientes, vemos como los discursos y hechos de Jesús, narrando y diciendo fundamentalmente lo mismo, varían en su forma, habiendo sido interpretados diversamente por cada evangelista.

Y eso precisamente nos habla de que la transmisión del mensaje evangélico, ni siquiera al principio, consistió en la fría recitación de frases inmutables, ni en la traspaso de viejos pergaminos con palabras muertas, sino, antes que nada, en una predicación viva en la cual los heraldos del evangelio se adaptaban continuamente a los ambientes en donde debían pregonar el mensaje de Jesús, transformándolo no en un texto esclerosado, sino en palabra mordiente, incisiva, vital, transfiguradora.

Es importante saber que no solo durante mucho tiempo el cristianismo se transmitió oralmente y recién a partir de los años cincuenta comenzaron a aparecer nuestros evangelios, sino que es a fines del siglo 5° que comenzaron a reconocerse como auténticos los textos que hoy forman nuestro nuevo testamento, y solo en el concilio de Trento, en el siglo XVI, fueron definitivamente reconocidos como canónicos. La Iglesia existe mucho antes que la sagrada Escritura.

Es que la Iglesia de ninguna manera puede considerarse la depositaria de unos textos sagrados, como una especie de viejo museo que tuviera la misión de custodiarlos y a lo mejor de estudiarlos académicamente y ni siquiera de editarlos y repartirlos, a la manera de alguna sociedad bíblica del ámbito del protestantismo.

Antes que escritura la Iglesia -todos los cristianos- somos una sociedad viviente, adaptando constantemente el mensaje a todos los hombres, a todas las lenguas, a todas las culturas. Cada uno en su ambiente, en Buenos Aires, en el 96, en casa, en la oficina, en la facultad. No simplemente traduciendo un vetusto libro, sino interpretándolo, proclamándolo de formas siempre novedosas y, sobretodo, viviéndolo y testimoniándolo en nuestra existencia.

Ese es el significado del discurso de despedida de Jesús. El, el Verbo, el Logos, la palabra viviente del Padre, al despedirse antes de atravesar el vestíbulo de la Pascua, afirma que no nos deja huérfanos. Que nos mandará un intérprete, un encargado de transmitir, como los antiguos bardos, lectores y payadores, la palabra siempre actual y viviente del Señor. Y ese es uno de los significados del complejo y extraño término Paráclito, identificado con su propio espíritu, el espíritu de la verdad, que será una manera distinta pero realísima de estar de nuevo Jesús entre nosotros, y que instruirá constantemente a su Iglesia y a cada cristiano para que actualice en su vida y su palabra el espíritu de Jesús.

Ciertamente el que la imprenta de Gutenberg y hoy los CD roms nos permitan, sin onerar nuestra memoria, acceder a los viejos textos es una riqueza, y por supuesto que es buenísimo que todos puedan tener sus biblias en su casa, pero sin olvidar que la Iglesia de ninguna manera se funda en un libro, ni en antiguas leyes intangibles, sino sobre todo en la vitalidad perenne, en la novedad continua, de la inspiración que en la vida de cada discípulo promueve el espíritu de Jesús, el Paráclito, el intérprete, el espíritu de la verdad, respirado en oración y ascesis, en meditación y conducta, en conocimiento y amor, en fe y en obras.

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