1998- Ciclo C
6º domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que vosotros oísteis no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho. Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquietéis ni temáis! Me habéis oído decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amarais, se alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Os he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, creáis»
SERMÓN
Cuando Naamán el sirio es curado de su lepra por el profeta Eliseo en nombre de Yahvé, el Dios de Israel, al regresar a su país se lleva una carreta llena de tierra de Israel, para poder seguir rezándole allá, en Siria, a la divinidad extranjera que lo había curado. En esa etapa de la revelación la concepción de lo divino era aún muy primaria: se pensaba que cada territorio, cada nación tenía su dios y que el poder de éstos caducaba tan pronto se transponía la frontera de su dominio.
De todos modos el lugar propio de lo divino era lo alto, el cielo, allí habitaba Dios. Esa concepción figura todavía en muchos salmos: "Dios ha construido en el cielo los pisos de su palacio"; de ahí "se lanza a cabalgar sobre las nubes" y "hace resonar su voz en el estruendo de la tormenta". Allí tiene "su trono" y allí "convoca su corte, el ejército de los cielos" que expide y "cumple sus órdenes hasta las extremidades del mundo".
Y en las narraciones aún más primitivas Dios ha de descender del cielo para conversar con sus creaturas y pasearse con el hombre por el paraíso.
Es recién hacia el destierro, en el siglo VI antes de Cristo, cuando los teólogos hebreos descubren que Yahvé es el Señor no solo de Israel sino de todo el universo, de cielos y de tierra y, por eso, es capaz de hacerse presente y ser adorado en todas partes. Aún así, cuando se reconstruye el templo de Jerusalén, se sigue pensado que es este, en su santo de los santos, la morada especialísima de Dios.
Será Jesús, en el famoso diálogo con la samaritana, quien, cuando ésta le pregunte sobre la legitimidad del culto en el monte Garizim, responderá "Créeme mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad".
Pero ya en las últimas etapas del antiguo testamento se hablaba de la ubicuidad divina. Al mismo Salomón, se le hace decir, en un texto tardío, cuando reza en la inauguración del templo, "Si tanto los cielos como los cielos de los cielos no pueden contenerte ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!" Y el salmo 139 exclama " ¿A dónde iré lejos de tu espíritu? ¿a dónde huiré de tu rostro? Si hasta los cielos subo, allí estás tú; si a los abismos desciendo, allí te encuentras? " Más aún: Dios está en el interior de cada uno: "Tu me escrutas y me conoces; sabes cuando me siento y me levanto; calas de lejos mi pensamiento; porque tu formaste mis vísceras, me tejiste en el vientre de mi madre"
Es lo que predicará Pablo a los atenienses: "El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano de hombre... El no está lejos de cada uno de nosotros, porque en El vivimos, nos movemos y existimos "
La realidad es, finalmente, que Dios propiamente no está en ningún lugar. Estar ubicados es propio de la limitación de los seres materiales. Estamos ubicados y medidos por un espacio que coexiste a la materia. Dimensión difícil de definir, el espacio, y diversamente interpretada por Euclides, Newton o la teoría de la relatividad. De todos modos el espacio, fuere lo que fuera, mide el tamaño y la distancia de los cuerpos, no de los pensamientos, no de los amores, no del espíritu.
El hombre nace en ese espacio y es mensurado por él. Dios, en cambio, no puede ser medido por nada, porque es anterior a todo y muchísimo más que materia. La materia es ser desparramado en el tiempo y en el espacio. El existir creado no se vive todo de una vez sino que se despliega y esfumina en instantes sucesivos y en espacios distintos. Dios en cambio concentra en si todos los espacios y todos los tiempos. Y así como en la eternidad no hay sucesión de instantes, ni una especie de temporalidad interminable, sino pura simultaneidad, así tampoco Dios es ubicable en parámetros geométricos, geográficos o astronómicos y vive plenamente su ser sin desparramarse en ningún espacio. Dios es inmenso, inconmensurable, porque no puede medirse; no porque sea de un tamaño colosal -porque no tiene tamaño- sino simplemente porque está fuera de todo lugar, nada puede ubicarlo.
Pero ¿cómo? ¿Entonces no está en ningún lado? Exactamente. Pero, ¿ni siquiera en el cielo? Estrictamente tampoco: Dios no está en el cielo; en todo caso: Dios es el cielo. No hay nada exterior a El que pueda contenerlo.
Así pues: Dios no está ubicado en ningún lugar. Sin embargo, si salimos de El y pasamos a la creación hay que decir que, al mismo tiempo, Dios está presente a todos los lugares de nuestro universo y de cualquier otro universo posible. Y lo está porque todo lo que existe, de cualquier manera exista, está sostenido en la existencia por el poder de Dios. Dios está inmediatamente presente a absolutamente todas las cosas porque las está creando y manteniendo con su poder. Entre todas las cosas y Dios hay plena contigüidad, no de distancia, que no cabe en Dios, sino de ser, a través de su poder creador. Escribía San Atanasio: "Dios contiene todo y no está contenido por nada; Dios está fuera de todo por su naturaleza, pero dentro de todo por su causalidad ." Pero ¿como está en todo lugar? ¿Parcialmente -como nosotros: con la mano, con el pie, con la voz...-? No: Dios entero en todas partes, porque en Dios no se distingue su actuar y su ser. Así respondía San Hilario: "El es sin límites porque no está contenido por nada, sino que todo está dentro de El; está al mismo tiempo fuera de lugar y enteramente en todo lugar " De allí que San Agustín rezara: "¿Porqué debo pedir que vengas a mi, si es verdad que yo no existiría si Tú no estuvieras en mi? O, más bien, yo no existiría si no estuviera en Ti." Y la famosa frase " Cuando todavía te buscaba tú ya estabas dentro de mi, más interior que lo más íntimo mío -'interior intimo meo'-".
Pero, si esto es así, si Dios, Padre Hijo y Espíritu Santo, con todo su ser está presente entero en cada una de sus creaturas y es lo más adentro que tenemos dentro nuestro, ¿qué es eso que acabamos de escuchar en nuestro evangelio: " El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él" ? ¿Acaso no habita en nosotros siempre? Así como habita las estrellas, o los átomos o una montaña o un grano de arena.
Físicamente sí. Y por supuesto que Dios no se desplaza. Hablar de que 'sube' o 'desciende', que 'se va' o 'viene', es solo metáfora. Dios no necesita moverse, porque estando en si mismo, está al mismo tiempo todo en todas partes. Entonces, ¿qué quiere decir Jesús? " Iremos a él y habitaremos en él "
Vean: también nosotros podemos estar, si no adentro, bien cerca de cualquiera: por ejemplo, apretados en el subterráneo, o haciendo cola para sacar entradas o realizar un trámite, o sentados en los bancos de la Iglesia al lado de otra persona, o viviendo separados apenas por una delgada pared con los del departamento de al lado y, al mismo tiempo, si no nos conocemos, si no entablamos relación de amistad, si no tenemos sentimientos de solidaridad o fraternidad, lo mismo es estar a mil kilómetros de distancia de ellos. No es lo físico, sino lo espiritual, lo personal, lo que realmente une y rompe la separación, crea la comunión. Podemos vivir en la misma casa, compartir la misma mesa y aún el mismo lecho y, lo mismo, estar a años luz de alejamiento y con espacios helados entremedio.
Por eso sin desplazamiento alguno y permaneciendo inmutable donde es, se afirma que Dios viene a nosotros, en la medida en que nos permite conocerlo y amarlo. O, al revés, que nos distanciamos de Él, en cuanto con nuestra indiferencia o desamor de Él nos apartamos. No que físicamente esté más o menos presente que antes.
Dios viene a nosotros en primer lugar porque a través de la revelación se nos presenta. Como si el que está al lado nuestro en el subterráneo se presentara y entabláramos conversación con él. Pero sobre todo se nos hace presente cuando mediante el Espíritu Santo, el Paráclito, nos da luces para conocerlo y fuego para amrlo; es decir, cuando por la gracia santificante y sus tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad nos hace capaces de percibirlo, confiar en Él y, sobre todo, quererlo tal como es, poniéndonos en contacto de amistad con ese amor que Él siempre nos tuvo y siempre nos tendrá. También como si de pronto con aquel con quien he vivido tanto tiempo juntos rompo el hielo de la indiferencia, a lo mejor del rencor y, en el perdón y el afecto, me acerco nuevamente a él por el amor.
Es esa presencia de amistad sobrenatural lo que hace distinto el estar de Dios en cualquier parte y el estar dentro del que lo percibe por la gracia. " Sois templos del espíritu Santo " dice San Pablo. Pero templos en serio, porque el templo de piedra y hormigón ignora que en él habita Dios, en cambio el templo que es el bautizado lo sabe y lo saborea.
Los mismos santuarios no valen porque en ellos esté físicamente Dios -o Cristo o la santísima Virgen- de un modo que no esté en todas partes, sino que son lugares en donde Dios ha querido que especiales gracias ayudaran allí a hacer perceptible a los hombres su presencia de siempre y en todo lugar de modo más fuerte y sugestivo.
Es mi actitud interna la que es ayudada a cambiar cuando peregrino a Luján, a Itatí o a Lourdes, o cuando ingreso en una capilla, o en una iglesia, no que Dios esté presente como no está presente en cualquier otro lado, arriba mío, abajo mío, fuera mío, dentro mío.
Pero también allí: yo puedo entrar en una iglesia como si entrara en un salón cualquiera y aún tomar la hostia -que ya no es mera presencia, sino el mismo ser de Dios- como si comiera una pastilla. Si al mismo tiempo no me pongo, no solo física, sino interiormente en presencia de Dios no puedo decir que El ha venido a mi corazón ni que yo me he acercado a El, por más que lo haya tragado con mi boca.
Y no es Dios el que se aleja de mi: soy yo el que lo abandona si lo ignoro, si lo rechazo en el pecado. Aún en el infierno Dios está tan presente como lo está aquí en este templo; es el rechazo empecinado o la ignorancia total del réprobo lo que lo condena a perpetua ausencia. El cielo estaría en el mismo infierno si el infierno pudiera reconocerlo y amarlo.
Por eso ponerse en la presencia de Dios es el primer paso de toda oración. Volver al estado de gracia, si lo hemos perdido, es la condición de que funcionen en nosotros la fe, esperanza y caridad capaces de hacerlo presente amicalmente en nuestra vida. Esa presencia que siempre está, pero que solo es capaz de vivir el cristiano, y paladear el santo.
Nosotros, que tantas veces nos sentimos solos -y quizá lo estemos-, sepamos disfrutar esa presencia que hoy nos promete Cristo; crezcamos en la conciencia de la presencia de Dios 'con' y 'en' nosotros. No solo para consuelo de nuestras penas y nostalgias, sino como acicate para comportarnos siempre como hijos de Dios, llevando con respeto y alegría esa compañía a la cual nunca querremos ofender.