2001 - Ciclo C
domingo de pascua
SERMÓN
Jn 20, 1-9 (GEP 15-04-01)
Después de los espantosos acontecimientos del viernes santo, las fiestas judías de la pascua culminan con el sábado, el día sacro semanal de los judíos instituido en la época del exilio babilónico. Ya todo el mundo se prepara para abandonar Jerusalén. Muy de madrugada comienzan bulliciosamente a levantarse los campamentos de peregrinos que rodean la ciudad, las hospederías se vacían, y las caravanas comienzan a formarse y emprender el camino de regreso a sus lugares de origen. Es el primer día de la semana laboral hebrea y ya, eximidos de las prohibiciones del sábado, todos pueden movilizar bultos, carros, carpas, acémilas. Pilato y su mujer, satisfechos, ya están organizando el regreso a su hermosa Cesarea, después de los desagradables días pasados en Jerusalén para garantizar, con sus tropas de auxiliares romanos, el que a la multitud no se le ocurra, como en otras ocasiones, aprovechar la aglomeración de gente y el clima de exaltado nacionalismo de esos días, para producir disturbios y asonadas. En realidad ha sido una semana tranquila: apenas tres malhechores crucificados. Todo se ha desarrollado con excelente normalidad. Pilato podrá elevar al legado de Siria de quien depende un informe tranquilizador y demostrar que sigue manejando con habilidad la -siempre al borde de la rebeldía-, situación palestina.
Los sumos sacerdotes contemplan cómo sus ayudantes levitas, con anchas palas de hierro bruñido, van echando las monedas de oro, plata y cobre a las enormes cribas que las van clasificando por tamaño. En efecto, desde los enormes embudos de bronce, estratégicamente colocados en los diversos atrios, especialmente en el gazofilacio, todas las ofrendas en metálico van a caer a un enorme depósito subterráneo donde se clasifica y cuenta el dinero. Una vez contado se cambian los pequeños sueltos en monedas fuertes, algunas piezas se funden en lingotes y parte va a parar al tesoro del templo, y una parte importante al Sumo Sacerdotes y a las grandes familias sacerdotales. Habrá que pagar también, por supuesto, al clero menor que esos días se ha fatigado carneando reses, ordenando a la multitud, sonando las trompetas, dirigiendo salmos, y destinar otra suma a reparaciones del templo y a continuar los detalles finales de su construcción aún no terminada.
Más modestamente, cuentan sus caudales los comerciantes, los hospederos, los vendedores de ovejas, los puesteros de recuerdos, los aprovechadores, los carteristas, las rameras... Todos han ganado algo. Incluso los pobres peregrinos que, a pesar de los gastos, de una u otra manera han aumentado su fe, sus esperanzas, y su sentido de pertenencia al gran pueblo elegido por Dios. Todos están contentos.
Solo los familiares de los malhechores ajusticiados sufren su vergüenza o su viudez o su orfandad. Hasta los malos tienen siempre alguien que los quiere y los extraña cuando no están, y los lloran cuando mueren. Especialmente mujeres, capaces en su corazón tierno y sin demasiadas exigencias, de amar a cualquiera. Toda mujer tiene algo de ese corazón de madre que no deja de querer ni siquiera a sus hijos sinvergüenzas y perdidos.
Y será una mujer la primera que antes de romper el alba se dirija al sepulcro de Jesús a derramar sus lágrimas. Y por ello tendrá el gran honor de ser ella, mujer, la primera que reciba y transmita la noticia maravillosa de la resurrección: María Magdalena . Por más que los varones en la Iglesia la hayan luego tratado de calumniar identificándola falsamente con la mujer pecadora de la cual los evangelios no dan el nombre, no podrán nunca quitarle la gloria, a ella y a las mujeres, de que fue ella, una mujer, la primera testigo de la Resurrección. La primer verdadero apóstol y testigo de Cristo.
Mientras los doce, excepto Pedro, se habían dispersado -dicen que ocultándose en las tumbas del cementerio de Josafat en el valle del Cedrón-, María Magdalena se ha plantado desafiante cerca de María y junto al discípulo amado permaneciendo junto a su Señor hasta el fin. Seguramente ha acompañado a José de Arimatea a colocar a Jesús en la tumba nueva. Ella no tiene problemas con los ritos de pureza e impureza respecto a los cadáveres, y no ha dudado en vestir el cuerpo yerto de Jesús con la túnica de lino inconsútil de los sacerdotes que seguramente ha provisto de su ropería el mismo discípulo amado -identificado por una antigua tradición con Juan , sacerdote de Jerusalén, Juan el Kohen-, y cubierto su rostro lacerado con un sudario. Nuestra traducción vierte mal el término griego ' ozonion' por 'vendas'. No: se trata de una túnica.
Pedro, después de su vergonzosa defección en el patio del sumo sacerdote donde había logrado ingresar gracias al mismo Juan el Kohen, el discípulo amado, no sabiendo donde ir ha regresado corrido a la casa del mismo discípulo amado, allí donde el cenáculo. En vela habrá pasado el día y la noche recibiendo malas noticias y llorando su cobardía frente a la denuncia de una simple criada. El canto de los gallos que despiertan a la ciudad le taladra los oídos y le hace derramar otra vez amargas lágrimas.
Por fin vuelve Juan y le cuenta todo lo sucedido. Su pena y desolación se expresa en cansadas repeticiones de los hechos, en desgarradores recuerdos. Así y todo tratan de acompañar y consolar a María que ha quedado encomendada a su cuidado. Pero María no necesita consuelo o, mejor, no tiene consuelo: la fe que la sostiene no alcanza para paliar la aflicción lacerante del hijo que le han arrancado de adentro como si todavía lo hubiera seguido llevando en sus entrañas. Sin embargo su serenidad y su fortaleza hacen que por fin Pedro y el discípulo amado callen. En el silencio del palacio de Juan, del cenáculo, se mueven como lejanos ecos los rumores de la vida que continúa, el bullicio de las caravanas que parten, el cántico de los peregrinos que han cumplido con Dios, las trompetas de las centurias romanas que se preparan a escoltar al gobernador y su mujer hacia Cesarea, el bramido de los camellos y el piafar de los caballos del lujoso y algo ridículo cortejo de Herodes, que también se apresta a marchar hacia Maqueronte.
Pero, de pronto, llega la Magdalena . Apenas puede denunciar demudada lo que ha visto en las penumbras del alba: la piedra corrida de la tumba... el robo, la profanación quizá... Pedro y el discípulo amado no vacilan: de un salto se ponen de pie, el portero adormilado apenas alcanza a abrirles la puerta de la mansión que Pedro, desmañado, ha tratado de empujar hacia el lado que no corresponde y parten a la carrera, a saltos, brincando por las estrechas y empinadas callejas del barrio oeste hacia las afueras de la ciudad, hacia la tumba nueva de José de Arimatea. Magdalena vuela atrás, rehaciendo sin vacilar otra vez el camino.
La tradición ha querido ver en esta escena diversos simbolismos. Juan habría llegado más rápido que Pedro porque el amor siempre es más veloz; sin embargo es Pedro quien entra porque la fe tiene más fuerza para reconocer. O, uno, representa a la Iglesia de los gentiles; otro, a la de los judíos. No hay tal: el relato guarda detalles, a lo mejor inútiles, de un testigo ocular, el discípulo amado, Juan, que llega más rápido sencillamente por la fuerza de su juventud y de la buena alimentación de su posición social. Pedro sirve más para enfrentar con sus fornidos brazos las olas a fuerza de remos que para precipitarse rebotando por las calles de Jerusalén. Y si Juan no entra antes es por sus escrúpulos sacerdotales: "A ningún cadáver se aproximará el sacerdote. Ni siquiera por su padre y por su madre debe tornarse impuro", dice el Levítico (21, 11). Pedro no tiene esos reflejos, esos tiquismiquis: se zambulle como una tromba en el pasadizo que da a la sala mortuoria.
Y no: el cuerpo no esta. Y entonces también el Kohen Juan, el discípulo amado, ingresa con él. Y dice nuestro evangelio esas enigmáticas palabras "Y él también vio y creyó ".
Pero ¿qué es lo que vieron y los hizo creer? ¿Porqué pasaron de la sospecha del hurto, de la broma macabra, a la convicción de fe? El evangelio es parco en palabras, parece ser ambiguo adrede; quizá aquí valga lo de la disciplina del arcano. Quizá no se quiera mencionar la preciada reliquia que conserva la iglesia naciente celosamente para que de ello no se enteren los judíos ni los paganos si el evangelio llega a caer en sus manos. Ya se sabe que las persecuciones de los judíos llegaban a la destrucción de todo recuerdo, de toda referencia, de toda reliquia que pudiera haber pertenecido a Cristo.
Sin embargo la lectura atenta del texto algo sugiere en su trasfondo semítico. Habla de la extrañeza de los discípulos respecto al modo como está dispuesto el sudario, 'en lugar aparte' dice nuestra versión. Más probablemente, en el original hebreo, un eufemismo para designar el lugar mismo donde reposó la cabeza de Jesús. Es evidente que en esto tuvo que haber algo que realmente haya sorprendido a los discípulos. No solo el que los ladrones de un cadáver se hubieran tomado el trabajo de sacarlo desnudo despojándole de su túnica y el sudario -era más fácil llevarlo envuelto- , y que todo estuviera en su lugar cuidadosamente plegado y no arrojado de cualquier manera. El texto dice algo más, al menos respecto del sudario, que permanecía enrrollado o, mejor, como envolviendo la cabeza en el lugar que ésta había reposado. Los que estudian el sentido de estas frases poniéndolas en parangón con los giros hebreos que las sustentan, llegan a afirmar que lo que deja boquiabiertos a Pedro y Juan es que todo está en su lugar como envolviendo el cuerpo de Jesús, como conservando su forma y su relieve, no como algo tirado a un costado, como apartamos las sábanas cuando nos levantamos de la cama, sino como si nos evaporáramos saliendo a través del tejido y dejando abajo nuestra forma.
Es una lástima que una vez propalada una calumnia, aunque sea desmentida mil veces, esta permanezca tenaz. Tanto más cuanto los diarios ponen en primera plana las noticias escandalosas y las acusaciones y luego en chiquito las refutaciones o absoluciones.
Cuando en 1988 un grupo de científicos, con permiso del Vaticano, a través de un análisis del Carbono 14 hecho sobre pequeñas tiras de la sábana santa, la fecharon en el temprano medioevo, eso fue propagandeado por todos los medios. Incluso la santa Sede se apresuró algo imprudentemente a dar la noticia. Pero cuando algunos de esos mismos investigadores que intervinieron en el experimento reconocieron luego no haber tenido en cuenta los añadidos posteriores al tejido, la materia orgánica nueva depositada en ellos a través de los siglos y que falseaban las variables del experimento y largas investigaciones posteriores confirmaron irrefutablemente que se trataba de un tejido de lino del siglo primero, cuyas huellas, absolutamente inexplicables y aún hoy imposibles de reproducir con ningún medio, eran indudablemente la de un varón de mediana edad, azotado, coronado de espinas y crucificado, pocos se hicieron eco de estos hallazgos. Hallazgos que no hacían sino confirmar el estupor del primer fotógrafo que después de siglos pudo mirar, en el negativo de la foto de la sábana santa, el admirable rostro de Jesús. Nada que ver con el mamarracho que ha salido estos días en todos los diarios, reconstruido por no se qué macaneador a partir de una calavera de un judío cualquiera de los años cuarenta, revestido con plástico y coloreado de morocho. ¡Idiotas!
Tampoco se dice que la sábana santa es una túnica única de lino, idéntica a la que usaban los sacerdotes del templo de Jerusalén según lo prescribe el Levítico. Probablemente la que Juan, el sacerdote, cede para revestir con ella a Jesús en su sepulcro. Jesús, profeta; Jesús, rey -hijo de David-, es finalmente enterrado también como Jesús sacerdote.
Sea lo que fuere de la sábana santa, reliquia guardada durante tanto tiempo en secreto para evitar su profanación por sucesivas generaciones cristianas y cuyo rastro se sigue perfectamente a partir del siglo V, la escena del evangelio de hoy es el primer testimonio escrito de la resurrección. La tumba vacía, hecho incontrovertible, el testimonio tangible de la sábana y el sudario que guardan las formas.
Narra el evangelio que Pedro y el discípulo amado, Juan el Cohen, vuelven al palacio de éste, al cenáculo. Allí poco a poco, como a lugar seguro, van tornando los discípulos fugitivos. Allí se enteran de la admirable noticia. Allí también se les aparecerá, ya desde su dimensión definitiva, no terrena, celeste, el Señor transformado, resucitado, inaugurando ese mundo nuevo, glorioso observatorio de Dios y de cielo, en el cual los hombres rescatados de la mortalidad de este mundo vivirán para siempre.
El primer día después del Sábado ya no es el comienzo de otra semana de trabajo, se transforma en anticipo de eternidad, en el primer día de la creación acabada, octavo e interminable día, Día del Señor. "Dies magna, Dies cándida, Hilaria Paschae -Día magno, Día límpido, Alegre Pascua, la exaltaban los primeros cristianos- Dominica nova, Sollemnitas sollemnitatum, Dies dierum regina -Domingo nuevo, solemnidad de las solemnidades, reina del día de los días-. Ese es el domingo de Resurrección y todos los domingos, "día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal", dice la plegaria eucarística.
La Iglesia, pues, hoy, alborozada, anuncia a la humanidad el triunfo de Dios sobre la malicia de los hombres, sobre la mortalidad inscripta en nuestro ser biológico, la superación de las desdichas de este mundo, la explicación de los dolores que, como de parto, en esta tierra anuncian el gozo del nuevo nacimiento... Todo adquiere coherencia y unidad en los brazos infinitamente abarcantes de la cruz tendidos a todo el mundo con su tallo apuntando al cielo. Todo adquiere sentido en esa tumba vacía, en esa túnica sacerdotal que para siempre conserva las formas de Jesús que renace, en ese sudario que ya no cubre a la muerte sino que anuncia la vida.
Cristiano que sufres, cristiano que penas, cristiano que luchas, cristiano que a pesar de todas las dificultades quieres vivir noblemente la vida profética, real y sacerdotal de Jesús, hoy descubre y reanima tu fuerza y tu alegría en la visión de esta victoria, en el alborozo del explotar de la vida, en el júbilo de la maravillosa perenne juventud del Señor Resucitado.
Felices Pascuas.