2002 - Ciclo A
domingo de pascua
SERMÓN
Jn 20, 1-9 (GEP 31-03-02)
¡Cristo ha resucitado!
Evidencia contundente de un testimonio multitudinario que, aún en la variedad de los relatos e incluso sus divergencias, nos muestran la unanimidad de la afirmación del hecho. Más aún: la Iglesia nace de la constatación y vivencia profunda de este acontecimiento maravilloso. La figura del Cristo de antes de la Pascua solo la conocemos porque, después de su resurrección, todos quisieron saber quién había sido, en su vivir en la tierra, este que ahora se presentaba como Dios y Señor. Los escritos más antiguos de nuestro nuevo testamento, los de San Pablo, solo hablan del Jesús resucitado, que, por otra parte, fue el único que Pablo conoció. Muy pocas referencias recoge del Cristo anterior.
Y cuando, para no perderlos del todo, los evangelistas indagan el pasado y recogen los hechos y palabras que se recuerdan del Jesús compañero y maestro terreno de sus discípulos, en ese reporte, todos esos sus hechos y palabras, desde su nacimiento, están permeados por la certeza que experimenta la Iglesia respecto de la Resurrección, del Cristo que vive en ella.
Por eso, también, las narraciones referentes directamente a la resurrección se escriben algo tardíamente: es algo tan tácito, tan presente en la memoria de todos, tan atestiguado, que solo con el tiempo se ve la necesidad de ponerlas por escrito. Y los evangelistas tienen tantos datos y tantas narraciones y tantos testimonios que se disputan el "yo lo vi primero" o "yo estuve con El", que les cuesta elegir los que de hecho finalmente eligieron y quedaron escritos para nosotros.
La tradición evangélica -no lo contemos a Pablo, algo misógino- es unánime en señalar a las mujeres que fueron al sepulcro y especialmente a María Magdalena como las primeras testigos de la resurrección, es decir del encuentro con la tumba vacía, de la experiencia inefable de la presencia transformada y supremamente viviente de Jesús.
Que es un dato totalmente fidedigno lo demuestra eso: que eran mujeres. Jamás se le hubiera ocurrido a nadie apoyar una afirmación tan asombrosa como la de la resurrección en el testimonio de mujeres. Mucho menos inventarla. Es sabido que para la antigüedad y, concretamente, para la ley judía el testimonio de las mujeres no era aceptable en los tribunales. Solo los varones podían constituirse en testigos fidedignos. Son los nombres masculinos que menciona Pablo, empezando por si mismo. Son los que luego apoyan y definen el relato de las mujeres en los demás evangelios. Pero nadie quitará nunca a las mujeres la gloria incontrovertible no solo de haber sido ellas las primeras testigos de la resurrección, sino la de haber creído en ella. Porque en realidad eso es lo importante. Solo por la fe podemos ponernos en contacto con el mundo nuevo y definitivo, más allá de este caduco en el cual vivimos, desde donde Cristo nos interpela, y viviendo su Espíritu, dar testimonio de Él.
A decir verdad la escena que Mateo nos relata forma parte de un díptico, elaborado por él con una suerte de pedagógico humor, con los versículos que siguen y que nos hablan nada menos que de unos varones que presenciaron el suceso antes que las mujeres y, sin embargo, de ningún modo se transformaron en testigos de la resurrección: al contrario. Se trata de los guardias que, a pedido de senadores y sumos sacerdotes, Pilato envía a custodiar la tumba para evitar robos o usos mágicos del cuerpo de Cristo. Al "ellas partieron a toda prisa del sepulcro ... y con gran alegría corrieron a dar la noticia a sus discípulos" contrapone irónicamente Mateo "los de la guardia -que habían quedado como muertos- fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado". El contraste, palabra por palabra, leído en griego, es adrede y también lo que sigue, porque en este vuelo de alegría a ser testigos, a dar la buena noticia, las mujeres, en el camino, se encuentran realmente con Cristo y -dice nuestro texto- "abrazándose a sus pies, se postraron ante él"; mejor: "lo adoraron". Lo reconocieron en fe como Dios y Señor.
Los guardias, sumergidos en sus deberes de esbirros, en su paga, en sus contactos serviles con sus autoridades, cuenta Mateo, solo se encuentran con sumos sacerdotes y con senadores que los compran, los coimean. Sigue Mateo: "reunidos los sumos sacerdotes con los ancianos -los senadores-, celebraron consejo y dieron una buena suma de dinero a los soldados"; los sobornaron, para que mintieran. Y, continúa poniendo Mateo en boca de aquellos: "si la cosa llega a oídos del procurador, nosotros le convenceremos y les evitaremos complicaciones". Mundo conocido por nosotros, el de las trenzas, complicidades, retornos, mentiras, corrupción. Allí no llega Cristo, allí no puede ser adorado el resucitado, allí no vuela la gozosa noticia de la resurrección del Señor.
Precisamente cuando escribe Mateo estos relatos, mucho tiempo después de los sucesos, no puede dejar de pensar en su iglesia de mediados de la segunda mitad del siglo primero, cuando precisamente ese mundo de los poderosos, de la política, de la economía, es ajeno y sordo al evangelio, a la buena noticia, a la fe en el resucitado. Falta aún mucho tiempo para los tiempos de Constantino, para que se forme la cristiandad y la política y toda la sociedad reconozcan a Cristo... hasta la relativamente reciente mundial apostasía, retorno virulento a los inicios.
La buena nueva de la Resurrección, mientras tanto, corre de boca en boca, a través del testimonio de personas comunes, en la vida de los amigos, de la familia, de lo que es más natural y sano en este mundo. El que mujeres proclamen el evangelio y sean sus testigos y verdaderos faros de Cristo lo han seguido experimentando, aún hasta nuestros días, generaciones y generaciones de cristianos que han aprendido a conocer a Jesús de labios de sus madres, de la irradiación de su cariño cristiano, de su fortaleza, de su rezar con ellos cuando niños al pie de la cama...
Mateo se complace en hacer notar, mediante el símbolo del terremoto, de la conmoción celeste -y en sus otros pasajes apocalípticos- que la Resurrección es un acontecimiento cósmico, fundamental no solo para la fe de cada uno, de los creyentes, sino planificador de la historia del Universo, único y supremo objetivo de la creación que se completa en Cristo, el Señor resucitado rodeado de la corona de sus elegidos. Esta poderosa obra del omnipotente Dios se desarrolla y crece, quizá precisamente para probar esa omnipotencia, a través de medios débiles, de testigos sin dineros, ni radio, ni televisión, ni bancos, ni tanques. La fuerza de Dios, como dice San Pablo, se manifiesta mediante la debilidad de los hombres, incluso de sus pecados.
La Iglesia puede que, luego, haya alcanzado más prestigio que en la época de Mateo; al menos más fasto; quizá -aunque ahora no tanto- más medios económicos: uno que otro programa de televisión, algún periódico, de vez en cuando algún santo gobierno o santos ricos o santos militares. Nuestro santoral abunda en santos reyes y santos burgueses y santos guerreros -aunque cada vez menos-. Por supuesto que ningún santo va a salir del voto ni de la democracia. Pero sigue siendo un hecho que el evangelio continúa transmitiéndose, sobre todo, mediante nuestro testimonio, el de la gente de familia, de parroquia, hombres y mujeres de rosario y misal, de caridad y buenas maneras, de palabras y ejemplo, de oración y entrega.
Y hablar de evangelio no es hablar solo de rectas enseñanzas, de prudentes consejos, de sana doctrina: es precisamente lo que la palabra dice 'eu-angelio', "buena noticia". La buena noticia de que Cristo ha resucitado, de que ha vencido a la muerte, de que ha conquistado para nosotros el cielo, que nada de lo que pueda pasarnos en este mundo, lo que decidan los sumos sacerdotes, los senadores, los banqueros, o simplemente nuestras ordinarias penas, enfermedades y final muerte, puede en el fondo tocarnos en lo más viviente que tenemos, la gracia, el espíritu que portamos de Jesús resucitado, semilla de nuestra propia Resurrección.
Y cuando la desesperanza humana cunde, cuando nos vemos impotentes frente a los poderes de la tierra de cambiar el mundo, cuando aquí mismo en la Argentina parecería imposible mover las instituciones, las mentiras instaladas, las calumnias, los sobornos, las corporaciones, los poderes constituidos para esa hipotética autorreforma necesaria por la cual todos claman pero que no saben en qué consiste ni como hacerla, sepamos, al menos, que tenemos en nuestra mano el poder ser testigos de Cristo, instrumentos del poder soberano de su Resurrección y que, aunque no podamos romper corralitos ni terminar con miserias y retenciones, podemos siempre lo más importante, lo único que vale la pena: ser discípulos de Jesús y, con nuestra pobre palabra, con nuestra indigencia humana, adorar a Cristo y anunciar a todos nuestros hermanos la alegría de la Resurrección.