2004 - Ciclo C
domingo de pascua
SERMÓN
Jn 20,1-9 (GEP 11/04/04)
Hoy es el día del Señor por excelencia, 'Dominicus dies', en latín, es decir el Domingo de los Domingos. Tan Domingo que se prolongará litúrgicamente durante toda la semana en que en todas las Misas diremos "hoy , el día que resucitó el Señor ".
La tumba vacía inaugura la nueva era del día sin término con vitalidad de eternidad que se asoma en nuestro tiempo dándole sentido y dirección. En la tierra solo queda la tumba vacía, el cenotafio - keno quiere decir vacío, en griego y tafio , sepulcro-, el Cuerpo Glorioso de Cristo ya no habita como tal esta tierra, ha pasado al mundo definitivo, a la gloria, al reino. "Mi reino no es de este mundo".
Sin embargo, muchos cristianos, y aún sacerdotes y obispos, piensan que la Resurrección es una especie de garantía de victoria en esta tierra, hablan del 'nuevo milenio', de la 'civilización del amor', del triunfo de la justicia, lanzan a los cristianos, en nombre de la Resurrección, a la conquista de este mundo, no del definitivo, y no para Cristo, sino para el hombre, para la construcción de la nueva sociedad, para la democracia, para la vigencia de los derechos humanos, para la justicia social, para no se que utópica igualdad, desviada libertad, indiscriminada fraternidad, deformando el mensaje de Cristo, incluso hacia una especie de socialismo que, fracasado desde lo humano, piensan que pueden revitalizar desde lo cristiano, usando las fuerzas de la iglesia en estos objetivos puramente humanos.
No entienden que la Resurrección es algo que pertenece al octavo día, que la antesala de ese mundo definitivo, de ese Domingo de Gloria que nos llena de esperanza y alegría, sigue siendo y seguirá siendo siempre el Viernes Santo, seguir al Señor crucificado... Es cierto que el Señor a la derecha del Padre ha sido investido de todo poder y es, desde ya el emperador del universo, desde el cual conduce a su Reino a sus elegidos. Pero de ninguna manera la Resurrección detiene, en este tiempo y en este espacio, el desgaste de la entropía, el envejecer de nuestros cuerpos, la lucha contra nuestros egoísmos y concupiscencias, la espada de nuestros adversarios, las trampas de nuestros enemigos... El dolor, el sufrimiento, la traición serán, aún después de la Resurrección del Señor, elementos constitutivos de la vida del cristiano en este mundo. Jesús nos ha mostrado el camino, ha abierto el primero la brecha en la muralla, ha traspuesto los límites finales de este mundo. Desde allí nos alienta y nos presta su gracia, pero nosotros continuamos en esta tierra, en esta vida, si bien dotados de fuerzas sobrenaturales, ya en nuestras bocas cantos de victoria, ya seguros de que también nosotros podremos atravesar los difíciles pasos traspuestos viril y temerariamente por el Señor.
Ya no nos asustará la cruz, ya no tendremos pavor de nuestras dificultades y sufrires, ya avizoramos horizontes fulgurantes de victoria.
No se trata, pues, de la vida natural. No, de resucitar cadáveres. Ni siquiera los cadáveres de las viejas y siempre repetidas utopías humanas. Se trata de la verdadera vida, la de la Gracia que se continúa en Gloria, por la que todos sin excepción, si aceptan su don con amor, pueden llegar a ser semejantes a Dios. Su victoria tiene carácter universal. Su muerte y resurrección renuevan toda la creación. Su ascenso triunfante al Seno de la Trinidad es ya una glorificación de la criatura, hecha partícipe del Amor Eterno que la creó.
El resplandor de las luces, el repicar de las campanas, el perfume del incienso, el alegre canto del Alleluia, la profusión de flores, los gestos litúrgicos del celebrante, invitan a nuestros sentidos (y no solo a nuestra inteligencia) a percibir la grandiosa majestad de la Pascua. Todo en nosotros es convocado a maravillarse ante el Señor resucitado, que resplandece como Luz del mundo, y Vida de los hombres.
" Éste es el día que hizo el Señor", canta el salmo. Éste es, en efecto, el día grande, arquetipo de todo día; el Domingo del cual son imagen todos los domingos; el alba definitiva, el principio en el cual son creadas todas las cosas.
Es la luz de la Resurrección la que -en el Génesis- ve Dios y la separa de las tinieblas.
Es el Cuerpo santo del Resucitado la tierra que Dios hace surgir de entre las aguas.
El Resucitado es el Sol de la nueva creación, puesto como señal en lo más alto del cielo, para que sigamos su ejemplo; el que rige el día y la noche y aparta de nosotros toda oscuridad.
Él es el Hombre, hecho de tierra, plasmado en las entrañas de la Virgen, a imagen y semejanza de Dios. Él y su Madre bendita, inmensamente fecundos, señoreando sobre todo el universo.
Y vio Dios que era muy bueno . Y ya no atardeció más. En la nueva creación, que es Jesucristo y María, y en ellos y con ellos la pléyade de los santos de todos los tiempos, el día no conoce ocaso. Y Dios puede pasearse nuevamente por su jardín, al fresco de la brisa.
Quiera Él, por su gran misericordia, darnos parte en la Resurrección de su Hijo, a quien sea la gloria, el honor y el poder eternamente.
¡Jesucristo ha resucitado! ¡Felices Pascuas!