1971 - Ciclo C
domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.
SERMÓN
En nombre de mi Obispo -sucesor, por una línea ininterrumpida a lo largo de casi dos mil años, de los apóstoles, testigos directos de ese hecho- les anuncio con gran alegría, y para que esa alegría sea compartida por Vds., que Jesucristo, aquel que fue insultado, torturado y asesinado por causa de nuestros pecados hace hoy tres días, ha resucitado anoche de entre los muertos.
Cristo ha aplastado con su pie la cabeza de la serpiente antigua, ha trocado en grito de rabia la risa satisfecha del judío, ha convertido la negra derrota de su Cruz en trompeteo de victoria.
Ha vencido al pecado; ha vencido a la muerte. Ya no queda en el mundo una sola lágrima sin sentido, ni sufrir sin esperanza, ni fracaso sin luz. Se ha desanudado el absurdo de las amarguras de madre, del sufrir inocente del niño.
Lo que plantamos en el negro surco del dolor y de la muerte, lo recogemos en la cosecha pingüe de la Resurrección.
Cristo ha instaurado un orden nuevo. Desde hoy, toda miseria tiene su brillo iluminante, toda pobreza su valor, todo sufrimiento su sentido.
¡Cómo se alienta nuestra esperanza cuando leemos en los diarios que los médicos han descubierto algún remedio nuevo contra tal enfermedad; o cuando nos curamos de alguna dolencia; o cuando el gobierno hace algo que mejora la situación socio-económica; o se inventa algún aparato capaz de superar alguna de nuestras limitaciones; o cuando, de golpe, encontramos una inesperada solución a un problema personal! ¡Qué satisfacción tenemos entonces!
Y, sin embargo, sabemos que nunca la medicina podrá terminar definitivamente con la caducidad y la muerte; ni la política lograr la total y verdadera paz; ni ninguna realización humana, la perfección o la perennidad.
¡Qué alegría no debemos sentir, pues, ante esta estupenda noticia de que Cristo ha vencido, ha superado a la misma muerte! La muerte, resumen y paradigma de todas las tristezas y de todos los dolores de la vida. "Desde que uno nace" -ya lo decía Séneca, y lo repiten hoy los existencialistas- "está condenado a morir"; y, cada día que pasa, hundiéndose en la fosa del pasado, es un pequeño anticipo de la muerte. Detrás de cada fracaso, de cada frustración, de cada pecado, cruz, enfermedad o ausencia, acecha el fracaso definitivo, la frustración total y la ausencia plena del deshacerse final de nuestros cuerpos.
¡Cuántos vanos y frenéticos intentos del hombre, a lo largo de su trabajada historia, por eludir éste, su destino ineluctable!
El remedo de subsistencia de las momias egipcias.·La permanencia en la memoria de los pueblos, mediante una vida bella y heroica, de los griegos. Los vanamente sólidos monumentos de mármol, o de bronce. El bisturí del cirujano y los trasplantes.
O, si no, la angustia vital e impotente del existencialista;· la exclamación cínica y pagana -citada hace siglos ya por San Pablo- que hoy pareciera resonar en todas las propagandas: " comamos y bebamos que mañana moriremos ".
No obstante, a pesar de todo, no se puede eludir la muerte. El hombre trata de olvidarla. El mundo de hoy intenta, por todos los medios a su alcance, no recordarla. Ruido, música, negocios, pantallas de cine, rapidez.
¡Dios nos libre de llevar un luto exagerado, o que dure más de dos o tres días! ¡Basta de velorios largos: cremación rápida, ceniza y viento! Los enfermos, ¡fuera de casa!, al sanatorio. ¡Que nos dejen vivir! Los viejos, al asilo. Que no nos recuerden, con sus rostros arrugados, que la vida se acaba.
Hay un desenfrenado deseo de agotar hasta lo último las posibilidades de la vida terrena. Y, sin embargo -y quizás por ello mismo-- el hombre de hoy teme y llora la muerte más que nunca. A pesar de la aspirina y la anestesia, se le ha hecho insoportable afrontar el más mínimo sufrimiento. Cuando éste aparece o se instala en su vida, le es un golpe tremendo.
Pero, también a este mundo -como lo ha hecho durante toda su historia- la Iglesia anuncia jubilosa la buena nueva. -" Eu-angelio ", justamente, quiere decir "buena noticia", en griego-"¡Cristo ha vencido a la muerte, Cristo ha resucitado!"
No como la resurrección de Lázaro, que quizá algún día podrá incluso procurar la medicina -destinado al pesado transcurrir de estas horas terrenas, en la sucesión de albas y ocasos y, finalmente, otra vez, a la muerte-, sino con la definitiva y plena Resurrección, del mediodía que no atardece, del cuerpo espiritualizado, de la amistad divina, de la dicha sin término.
Y, por eso, la Iglesia no teme hablar de muerte, de cruz y de dolor. Porque sabe que nada de eso es definitivo: es sólo un paso, un tránsito pasajero.
Todas las cruces y todas las tumbas, al final, quedarán vacías.
Cristo ha matado a la muerte con la misma muerte. Ninguna enfermedad, ni dolor, ni tristeza, ni fracaso tienen ya poder sobre nosotros. Detrás de ellos se encontrará siempre el luminoso horizonte de la Resurrección.
Nosotros, cristianos que participamos por el bautismo de la Cruz y la Resurrección de Ntro. Señor Jesucristo, y nos alimentamos en la Eucaristía con el remedio de inmortalidad que es Su Cuerpo resucitado, vivamos hoy la alegría pascual del triunfo de Cristo, que es nuestro propio triunfo, y sepamos guardar siempre, en lo más seguro de nuestras "cajas fuertes", esta esperanza, clave de todas las tristezas, que se coronará un día en la tierra renovada, cuando -aún con las cicatrices de nuestras terrenas cruces- seamos para siempre felices con Cristo, con María, con aquellos que queremos.
A todos, pues, y en nombre de los sacerdotes de esta Iglesia, ¡muy felices Pascuas!