1975 - Ciclo A
domingo de pascua
SERMÓN
(Mt. 28, 1-10)
Sí. ¡Aleluya, señores! ¡Cristo ha resucitado!
¡Ah! ¡Terrible viernes; espantoso sábado! Creíamos que todo había terminado.
Él nos había dominado con su mirada de hierro, nos había subyugado con su palabra a la vez imperiosa y dulce, había enardecido nuestros corazones de esperanza. ¡Ah! ¡Cómo lo seguíamos por los caminos de Judea y se nos llenaba el corazón de gozo cuando las multitudes lo aplaudían, cuando las dejaba estupefactas con sus prodigios y sus obras, cuando sus ojos acerados arredraban el orgullo de los fariseos y, sus palabras, los sofismas saduceos! ¡Hasta los oficiales romanos se bajaban de sus corceles para solicitar su favor!
¡Y el último domingo! ¡Cuando de la misma ciudad santa salió la multitud hosanante para acompañar su triunfal entrada! Olivos y palmas agitadas, y cánticos, y loores.
Claro, algo nos había dicho, ¡qué sé yo qué cosas del profeta Isaías, del cordero llevado a degüello, al matadero! ¡que lo iban a entregar a los sumos sacerdotes! Pero ¿quién le iba a prestar atención cuando veíamos que todos le seguían y parecían amarle? ¿Cómo nos íbamos a imaginar lo que pasó después?
Y si hubiera sido uno de afuera, un enemigo. Pero ¡de entre nosotros! –y a veces tiempo al pensar que bien pude haber sido yo‑ de entre nosotros mismos, sus amigos, salió el que lo traicionó.
Y el horror de los gendarmes que lo llevaron preso esa horrible noche en Getsemaní.
Y lo dejamos, lo abandonamos. ¿Cómo pudimos ser tan cobardes? Cuando le habíamos dicho –claro, eran los días de triunfo‑, cuando le habíamos dicho que no lo dejaríamos jamás. ¡Huimos como cuises asustados!!
Uno que otro, de lejos –sí, bien de lejos‑ lo seguimos. No podíamos creer lo que veíamos, esperábamos que, en cualquier momento, se acabara esa horrible pesadilla. Sí: eso, una horrenda, una horrenda quimera. En cualquier momento él levantaría su mentón imperioso y, al gesto de su mano, cargarían sus ángeles y todos se arrodillarían a sus pies.
Pero la pesadilla se alargaba absurdamente. Lo empujaban, lo arrastraban, uno se atrevió a pegarle y, ahí pensamos ¡ahora!: ¡estallará un trueno y un rayo caerá sobre el blasfemo!
Y, nada.
Le hicieron cualquier cosa. A Él, a nuestro Maestro, al que creíamos nuestro Rey. ¡Cualquier cosa!
Se burlaron, se reían con sus muecas brutales. Los fariseos que, hasta ayer, le temían, lo miraban de arriba, burlones, con desprecio.
Mordieron sus carnes con el látigo, lo usaron de bufón, se divirtieron con El, lo disfrazaron de reyezuelo, con su manto rojo, su cetro de caña, su espinada corona.
“Oh Señor, nos engañaste ¿dónde están tus tropas, donde están tus ángeles, donde tu poder?” ‑decíamos‑.
No, no te lo reprochábamos, Señor, porque te teníamos tanta lástima y sentíamos tanto miedo y tanta pena. Pero ¡oh! ¡Qué mortandad hiciste en nuestras ilusiones y esperanzas!
Y te clavaron, al fin, en esa espantosa cruz, junto con esos dos esclavos ‑¡qué compañía para un rey!‑, con esos delincuentes. Y estabas tan ensangrentado y deshecho que, de lejos, nos costó trabajo saber cuál de los tres eras Tú.
Y seguíamos allí porque todavía teníamos un poco de esperanza. Si cuanto te gritaron “¡A ver si te salvás a vos mismo; bajá de la cruz!” pensamos que ese era el momento que esperabas.
Y no nos fuimos porque nos quedaba algo de vergüenza y, porque ahí, de pie, junto a la cruz, estaba tu madre y, lo juro Señor, ¡su rostro en ese momento se parecía tanto al tuyo!
Pero, cuanto todo se acabó y se reclinó tu cabeza, ya no aguantamos más, porque algo también se murió muy adentro nuestro, y huimos, Señor, huimos, huimos…
Sí: nos defraudaste Señor.
Y creíamos que todo había terminado.
Por eso Dios, hoy no damos más de la alegría que tenemos. Estamos todos como locos, hemos mandado mensajes a todos los hermanos. Y nos abrazamos y lloramos y reímos.
Porque, esta mañana, cuando bien temprano fuimos a tu tumba ¡estaba vacía, Señor! ¡Habías resucitado! ¡Habías triunfado!! Y te vieron Magdalena y te vio María y hablaron con vos nuestro hermanos de Emaús y te vio Pedro y te vieron los once ¡y tu tumba vacía!
Perdónanos, Maestro, porque dudamos de vos. Pero, ahora, ‑claro ahora qué gracia‑ pero ahora ¡nunca más! Aunque nos llames a tareas imposibles, aunque nos abrumen las desgracias, aunque parezca que no nos oyes, aunque enfermos y tristes, aunque solos y abandonados, aunque viejos y pobres, aunque pocos y presos, aunque fracasados y en agonía, desde ahora, Jesús, ¡jamás dudaremos de Ti!
¡Aleluya, señores! ¡Alegría, hermanos! Jesús, el Maestro, el hijo de Dios, aquel que antes de ayer fue ultrajado y asesinado en cruz, esta mañana ¡ha resucitado!