Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1981 - Ciclo A

domingo de pascua

SERMÓN
(Mt. 28, 1-10)

La celebración de la Pascua, repetida año tras año de manera solemnísima al cabo de la Semana Santa en la Vigilia Pascual, es ciertamente la fiesta más importante y céntrica del cristianismo. Tanto es así que, en realidad, es la única que se celebra todos los días porque, cada vez que se dice una Misa, lo que se está haciendo es rememorar el Misterio Pascual: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección, Ven Señor Jesús”, repetimos siempre en ella.

Pero la Iglesia, que conmemoraba la Resurrección todos los domingos, sintió la necesidad, desde principios del siglo III, por medio de particulares ritos, solemnizar el anualmente recurrente plenilunio del equinoccio de primavera -en el hemisferio norte- para enfatizar el significado de la Pascua que, de por sí, los cristianos deberíamos vivir durante todo el año, siendo el fundamento mismo de nuestro ser cristianos.

Porque, claro, la atención declina. Los problemas cotidianos nos hacen olvidar lo importante. El cristiano, en su vida terrena, se ve atraído o distraído por actividades a las cuales no puede escapar –negocios, trabajo, estudios, familia- y, aún en el ámbito específicamente cristiano, tanto en el orden de la contemplación, como en el orden de la vida activa, ¡hay tantas cosas de nuestra fe que saber y meditar, tanto que hacer movidos por la caridad!, que podemos ir debilitando el nexo que todo este nuestro quehacer de cristianos debería tener con el misterio principal de la Pascua.

Nos ocupamos mucho de estudiar, de trabajar, de estar con los nuestros, de cumplir con nuestro deber y, quizá, rezamos frecuentemente, tratando de que Dios nos ayude a cumplir con Él y, a lo mejor, hasta venimos a Misa seguido y somos bastante buenos. Y hasta, quizá, pertenecemos a alguna organización católica y nos reunimos y hacemos apostolado. E, incluso, habrá alguno que, en el espejo de los santos, sienta en su interior impulsos de perfección y heroicidad.

Y todo está bien. Pero probablemente lo que no esté tan claro y definido es el objetivo.

Para muchos el objetivo es un ser cada vez ‘mejores', siguiendo las enseñanzas del Evangelio. Para otros, un tratar de hacer felices a los demás o cambiar la sociedad en que vivimos, transformándola con el amor cristiano; o ayudar a los que sufren o a los pobres. O ser fuertes cuando vienen los problemas y ‘resignarnos', como Cristo en la Cruz.

Y todo sigue estando bien. Pero de a lo que todo eso apunta, de la realidad hacia la cual todos esos esfuerzos habrían de dirigirse, de la verdad focal que ha de coordinar todas nuestras motivaciones, de eso se habla menos, se piensa menos.

Esta verdad central es la Pascua. Y la Pascua significa que el Dios que se ha hecho hombre en Navidad, ha logrado, finalmente, a través de la renuncia y de la muerte a lo humano, que el ser humano pudiera acceder a conformarse a Dios, ‘hacerse' Dios.

Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, el hijo de María, por medio de la aceptación de la muerte, ha llevado, en la Resurrección, todo su ser humano a la glorificación.

Esa humanidad asumida, dejada a sí misma encaminada hacia la definitiva muerte, conducida por su devenir natural a la disolución y a la tumba -cuanto mucho gozando de unos setenta-ochenta años humanamente felices en este mundo- ha logrado compartir la eternidad gloriosa, la felicidad inagotable, la inmensurable vitalidad, del mismo Dios.

Y, porque es el mismo Dios, en Jesucristo, el que ha salvado el abismo, tendido el puente, conectado la fragilidad perecedera de lo humano con la esplendidez eterna e infinita de lo divino, todo hombre, por medio de la fe en Jesucristo y los cables que nos conectan con su humanidad gloriosa que son los Sacramentos, tiene acceso a ese nivel divino que, de ninguna manera, desde lo puramente humano, podría pretender.

Desde entonces nuestro principal objetivo cristiano es, no ser ‘buenos hombres', no cambiar la sociedad, no vivir más o menos correctamente inspirados por los mandamientos en esta vida, sino aspirar a la Otra, de la cual ésta, ahora, es solamente preparación, gestación vida embrional. “ Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra ”, escuchamos a San Pablo.

Es penoso darnos cuenta de cuán poco pesan estas verdades. Hablamos de Cielo, de nuestra vocación a la gloria del Cielo, solo, a lo mejor, en los velorios, o cuando se nos muere alguien, como vago consuelo. ¡Vago consuelo lo que es específico y esencial al mensaje cristiano! ¡El Cielo, la Resurrección!

La cosa llega a ser tan absurda que uno se encuentra con pretendidos cristianos que dicen haber perdido la fe porque se les ha muerto un ser querido o porque las cosas les van mal. ¡No han entendido nada! Han vivido su cristianismo como una cualquier superstición, creyendo que ser cristianos o portarse bien era una especie de garantía de felicidad terrena. ¡Cristo amuleto!

Pero ¿cuántas veces tiene que decir la iglesia, entonces, que ser cristiano no es solo cuestión de ser ‘buenos', de tener en Dios un confidente y una ayuda en caso de apuros, de sentir los consuelos de la oración -también algo de eso hay, por supuesto- sino, sobre todo y principalmente, adherirse al misterio de la Muerte y la Resurrección del Señor; renunciar a sí mismo, tomar la cruz y seguirle, para, por medio precisamente de la muerte, alcanzar la glorificación?

Cristo no es solo respuesta a problemas terrenos. Es, antes que nada, llamado eficaz a la felicidad del Cielo, a la Resurrección.

Eso vuelve a recordarnos semana Santa, Pascua. Nuestra sublime vocación, la estupenda oferta de Dios de -si aceptamos morir a nuestro pecado, a nuestro egoísmo, a nuestra finitud humana- recrearnos gloriosos en el Cielo.

Y entonces sí, porque el Cielo, la Resurrección gloriosa es nuestro destino, y porque ya en el Bautismo hemos implantado en nuestro ser la dinámica de la Muerte y la Resurrección a la Vida divina, por eso, aquí en la tierra, como de paso, como de viaje, tratamos de ser buenos, aprovechamos los momentos felices, y nos abrazamos a nuestras carencias, dolores y fracasos, esperando finalmente la muerte, nuestra Pascua, en la serenidad del que sabe que está en dirección a la felicidad eterna que Cristo nos conquistó en su Pascua y Resurrección.

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