Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1982 - Ciclo B

domingo de pascua

SERMÓN

La Iglesia vuelve hoy a rememorar jubilosa el evento glorioso de la Pascua. Dios que, desde Navidad, ha querido acompañar a los hombres en los avatares de la vida humana, más aún, acompañarnos en lo que de la vida humana hay de más triste, más doloroso y más temible –todo arrojándose sobre él en el Calvario- hoy nos muestra la meta de todo ese penoso caminar.

A tantos seres humanos extraviados, angustiados, por la falta de sentido de sus vidas; o a los que andan corriendo detrás de objetivos que, aún obtenidos, se precipitan al ineluctable límite de la muerte; o a los que, sin conseguirlos, soportan la impotencia o la inferioridad o el fracaso; o, peor aún, a los que soportan las penas propias de este mundo lleno de guerras, de pestes y de hambres, o el ácido del odio, de la envidia, de la servidumbre, de la soledad, hoy Cristo les muestra que todo eso puede y ha de ser, en la fe, camino de plenitud y de triunfo.

Más todavía, les demuestra que, en este mundo, solo hay camino, tránsito, nunca meta, estación última. Porque la única meta está más allá del tiempo, y todo fin que nos propongamos para esta corta historia de nuestro existir terreno –como los carteles de las rutas que parecían tan lejos y que, de pronto, como en un aletazo quedan raudamente atrás- es fin vano y pasajero al cual, una vez llegados, pronto debemos dejar.

Pero Cristo hoy nos dice que la vida –aún la más penosa y aparentemente vana- no es camino que no lleva a ninguna parte, puro tiempo que se escurre como arena entre los dedos, sino, en Jesús, sendero que lleva a la eternidad.

La tumba está vacía.

Allí llegan, corriendo, Juan y Pedro.

Y, dice el evangelio, que, cuando entró el segundo discípulo, ‘vio y creyó'.

Han vivido tres años juntos; han compartido horas y horas al lado del maestro. Han bebido sus enseñanzas; han estado pendientes de la sabiduría de sus labios; se han asombrado ante el poder de sus milagros; han quedado subyugados por la soberana grandeza de Jesús; han sido conquistados por su bondad y valentía y, sin embargo, recién ahora, aún aquel discípulo al que Jesús más quería, el que se había recostado en la última cena sobre su corazón, recién ahora –dice- ‘vio y creyó'. Por fin ‘creyó'.

Y sí, cristianos, porque solamente podemos llamarnos tales en la aceptación de este acontecimiento que da nueva explicación a toda la historia del universo y del hombre: la Resurrección.

No somos cristianos si solamente aceptamos o admiramos las enseñanzas morales de Jesús; si cumplimos con su ética; si nos parece sublime el sermón de la montaña; si somos filántropos y ayudamos a nuestro prójimo; si somos defensores de la justicia; si cumplimos con nuestros deberes; si, incluso, tratamos de imitar a Jesús. Todo eso está bien, por supuesto, pero no basta. Lo importante es creer en la Resurrección: eso es lo que le escuchamos predicar a Pedro en la primera lectura (Hechos 10, 34-43) . Escuetamente afirma Pedro: ‘ Dios resucitó a Jesús, y los que creen en él reciben la Vida, en virtud de su nombre' .

Eso es el cristiano: aquel que, por la fe recibida en el bautismo y vivida en la esperanza y la caridad, se conecta con la Vida que Cristo irradia al universo desde su humanidad transformada y glorificada.

No. No es solo una nueva manera de proceder lo que nos enseña Cristo, un modo de portarse, un perfeccionamiento ético de individuos y sociedades, sino una transfusión de la nueva Vida que Él ha conquistado en la Resurrección. La misma Vida de Dios comunicada al hombre y a la cual es llamada toda la evolución del cosmos y todo el progreso de la historia y todo el desear de las personas, para constituirse en meta suprema, en estación terminal, en plenitud insuperable de toda la creación.

Si creemos verdaderamente en Cristo resucitado y, a través de la Iglesia y de sus sacramentos, donde se hace presente Su poder, nos conectamos con Él, aún en medio de nuestra mediocridad y debilidades, ya está latiendo en nosotros esa su Vida divina, que ninguna enfermedad, fracaso o muerte puede quitar –solo el pecado-. Y ya también, en nosotros, está actuando el germen que atravesará victorioso la Pascua o muerte de nuestra vida humana con todas sus grandes y pequeñas luchas y que florecerá un día para siempre en nuestra propia feliz Resurrección.

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