1988 - Ciclo B
domingo de pascua
SERMÓN
Prolongamos en esta Misa del domingo, nuestro sereno júbilo de la Vigilia de anoche, cuando, con la luz y el fuego , el agua bautismal, el canto y las campanas al aire , el pan y el vino frutos de la tierra significando los cuatro elementos de la antigua física; el humo del incienso representando al mundo de las plantas ; y la cera de la abejas al de los animales , convocamos a todo el universo para proclamar alborozados la Resurrección de Jesús.
Porque la Resurrección de Cristo abre la vista, no solamente a los hombres, sino a todo el cosmos, no al panorama tétrico que nos pinta la astrofísica de estrellas apagadas y planetas muertos, sino al de los nuevos cielos y la nueva tierra de los cuales nos habla el Apocalipsis y que hoy inaugura Cristo.
En Jesús, resucitado y elevado a la Gloria del Padre, podemos ser no viajeros transitorios de los oscuros espacios surcados por nuestro planeta a la deriva, encerrados en nuestra pequeña parcela de tierra, -pulman, primera, turista o segunda, según el pasaje que nos toque-, mezquinamente apretujados a codazos de egoísmo y pequeñeces, peleándonos por la ventanilla, el baño o el pasillo, alborotando permanentemente con risas o con llantos nuestro viajar a ninguna parte, nuestro sin destino: accidente, enfermedad, vejez, Jardín de Paz o Chacarita. En Jesús, vencedor de la muerte, podemos dar a nuestra existencia caduca -y a la de aquellos a quienes amamos- una dirección de Vida, un significado capaz de superar el tiempo que oxida y termina, una luz que puede, incluso, dar brillo a nuestros dolores, fracasos y decrepitudes.
Ahora vemos que tantas angustias y tristezas, tantos preguntarnos para qué sufrir, para qué luchar, para qué ser buenos, para qué soportar la enemistad o la mofa del mundo, mantenernos rectos, rehusar las tentaciones, no dejarnos llevar por la corriente, por lo fácil, por lo bajo, no bailar la gran danza inconsciente del mundo, ahora vemos que todo ello valía la pena.
La aurora de Pascua no solo hizo consistente, noble y hasta heroica, con sus sanas alegrías y también con sus noches de trinchera y de calvario, nuestra terrena vida, sino que deflagra la promesa de la Resurrección que Jesús ha conquistado.
A pesar de los señores aparentemente triunfantes de este mundo, armados de ambición, de engaño y de maldad, hoy proclamamos, a los cuatro vientos, que la generosidad y el amor triunfarán; y que las semillas de egoísmo y prepotencia que planta el hombre y que, tarde o temprano, se desatan en tempestad, ultiman en vacío y en nada.
Vale la pena vivir, vale la pena luchar, vale la pena sufrir, porque vale la pena amar en Cristo y, con Él, morir y resucitar.
El planeta yerto, con su sol apagado, arrastrará un día en tinieblas, el polvo y ceniza de todos los que se cerraron a Dios, de todos los que se negaron al Amor. Fantasmagórica sombra gravitando su aspiración fallida en tiempo sempiterno.
Pero el verde de los árboles, la fertilidad de la vida, el canto de los mares y la poesía de las estrellas, las aspiraciones todas de este mundo hecho para el hombre y para Cristo, florecerán, saciados y consumados, sublimados, en la Patria nueva, a la cual Cristo resucitado atrae a sus elegidos, en la fe y el amor.
Cristo ha ya superado la barrera del tiempo y del espacio, ha abierto brecha en el límite de la muerte, ha revolucionado y transformado en sí mismo el vivir humano hacia una dimensión que no podemos imaginar ni pensar. Y ya, en la fe, nuestra vida está con ese Cristo, pero, como dice Pablo, aún “escondida en Dios”.
Porque la Pascua, para nosotros, no es un hecho pasado que hoy recordamos. Es un hecho futuro, pero que muy pronto –esta vida es corta- viviremos y gozaremos. Y un hecho presente, porque ya el Resucitado nos alcanza, con su influjo y su poder revitalizador, la savia divina que ya corre por nuestras venas. Sangre nueva de hombre nuevo, de hombre cristiano, de hombre enamorado y, por eso mismo, ennoblecido, fuerte, asqueado de lo bajo y atraído por lo grande, lo bello, lo bueno, lo difícil, dispuesto al combate y alegre en la alegría del vivir cristiano
En el júbilo del triunfo de Jesús.
En el regocijo de nuestro destino de Resurrección.
En el ‘aleluya' de la Pascua.