1992 - Ciclo C
domingo de pascua
SERMÓN
El relato que acabamos de escuchar, aunque ya muy elaborado literariamente -dense cuenta que, cuando se escribe, han pasado más de 30 o 40 años de esos increíbles y entusiasmantes acontecimientos- revela, todavía, la maravilla jubilosa, pero a la vez desconcertada, que los hechos de la madrugada del Domingo produjeron en los discípulos.
Hay que pensar que cuando finalmente se escriben estas narraciones los evangelistas ya saben el final: la luz de la Resurrección empapa todos los evangelios desde el vamos; aún en la Pasión el escritor ya está viviendo la alegría del triunfo del Señor y no puede evitar reflejarlo en su descripción. El que va a la muerte no es simplemente el Maestro, el hijo de María, de José: es el Resucitado, el Señor. Pero eso no era lo que veían entonces los discípulos.
Nosotros mismos, por más que podamos vivir hondamente los misterios del jueves y el viernes Santo ayudados por el clima algo teatral de la liturgia y, los que las han hecho, por las austeridades de la cuaresma, en realidad, también sabemos que todo terminará bien. Por supuesto que todos tienen sus propias penas -a veces más intensas que otras- que entran en resonancia con el sufrir de Jesús y que pueden salir a flote en el triduo sacro y ahondar la tristeza. Y, también, sabemos, habremos de vivir algún día nuestra propia semana santa. Pero, en realidad, mal que bien, si somos creyentes, tenemos la esperanza de nuestra Resurrección.
Pero los discípulos de Jesús no tenían nada de eso. Cristo había sido todo lo gran hombre que se quisiera, profeta, Maestro, taumaturgo; si se quiere, Mesías, hijo de David, tocado especialmente por la mano de Dios; pero la sencilla y pura verdad es que había perecido miserablemente, que todo se había acabado -y de la manera más atroz-; que allí estaba la constancia del despojo de su cuerpo torturado, desangrado, desfigurado, yerto; que ese había sido el definitivo, lapidario, contundente, perentorio, rematado, final.
Es posible que algún milagro hubieran esperado hasta el momento del prendimiento; por eso hasta allí lo acompañaron los doce: luego huyeron. Seguramente, los más fieles todavía tenían esperanzas, aun estando preso; por eso Pedro y Juan rondaban por el palacio del sumo Sacerdote. Pero, cuando lo vieron destruido, llevando pesadamente la cruz, sin rastro ya de esa majestad que lo había caracterizado siempre y que, con su sola presencia, sostenía el valor de los suyos, allí ya también Pedro lo abandonó. El único que quedó hasta el fin fue Juan y, probablemente, ya sin esperar nada, por amistad, por lástima a la madre, por puro buen muchacho que era.
Pero, ya el cuerpo enterrado, después de todas esas últimas noches sin dormir, por fin habiendo podido descansar, ya estaban otra vez con la mente fresca, dolidos inmensamente, pero ya dueños de si y de la nueva situación, serenamente ciertos de que todo había acabado, probablemente dispuestos a retornar a sus pagos y a sus trabajos, sin remotamente pensar que algo todavía podía pasar.
Es allí donde hay que comprender la incredulidad, el escepticismo, de Pedro y de Juan.
Se han levantado temprano, se han dado una ducha, se han vestido, están tomando rápidamente, con las valijas listas, un café, y ya están por llamar a un taxi para ir a la terminal de Ómnibus. Y ahora justo, esta mujer histérica, que dice que viene de la Chacarita y que les trata de convencer de que la acompañen, porque -afirma- del nicho se han robado el cajón.
Flor de incordio. Por supuesto que, aunque pierdan el ómnibus, y por más que piensen que es un disparate, no tienen más remedio que ir. A ver si en serio estos tipos todavía le han hecho algo al cajón.
Y ya que están toman el taxi. Y al llegar, mientras Pedro está pagando al chofer, impaciente Juan se baja a la vereda y camina hacia la entrada del Cementerio. Lo espera algo a Pedro, y cuando ve que se acerca, nervioso, empieza a caminar ligero entre las bóvedas. Al rato está corriendo. Pedro, con sus zapatos que le aprietan y la corbata que apenas lo deja respirar, va pesadamente trotando detrás de él.
Si, la puerta está abierta, alguien ha forzado la cerradura y ha roto el candado -a lo mejor los mismos cuidadores, ya sabemos como son-. Y Juan, que ha llegado antes, oyendo los arrastrados pasos de Pedro que ya se aproximan, aunque echa un vistazo por la puerta, lo espera, para que pase antes el mayor.
Bien, eso no hubiera significado sino un robo, un misterio policial, una profanación; si es que Cristo no hubiera resucitado y -transformado, glorificado- aparecido después.
La verdad es que los dos hombres se habrán quedado sin saber que hacer. Pero, más tarde, después que todo se esclareció, Juan contaría, que en ese momento él ya se había dado cuenta de que algo grande había pasado. Y habrá que pensar que fue así. Pero, cuando Pedro lo escuchaba hacer el cuento, él, que lo único que había sentido en el momento era confusión por el robo y no saber qué hacer, pensaba: "Pero no te mandés la parte, si vos estabas tan confundido como yo" Claro que Pedro era un buenazo y no lo decía en voz alta.
El asunto es que, de todas maneras, había motivos para pensar que no se trataba de un simple robo. ¿Quién iba a robarse un cadáver y, para llevárselo, desvendarlo -en aquella época lo vendaban todo-, y quitarle la mortaja y el sudario con el que le ataban la mandíbula para que no se abriera? Era poco cuerdo pensarlo. Por otro lado ¿por qué estaban las vendas cuidadosamente enrolladas, y la mortaja, en aquella época una larga sábana, como conservando el volumen del cuerpo? Cuando más tarde se elaboró el relato definitivo, ya resultaban claras las implicancias de esos indicios.
Pero lo que el relator del evangelio, aprovechando los detalles que se recordaban y se transcriben en el relato de hoy, quiere dejar-nos como lección, es que el amor a Jesús es el que confiere la capacidad necesaria para advertir su presencia . El discípulo amado, que corre y llega antes, que mira y cree -y que aquí y en otros pasajes es propuesto como modelo ideal del seguidor de Jesús- da ejemplo del amor que es necesario para la fe.
Por eso el evangelista se complace hoy especialmente en llamarlo "el discípulo al que Jesús amaba" y que ciertamente, le correspondía en profunda amistad; porque para el cuarto evangelista el verdadero amor es mutuo, recíproco.
No: no basta saber que Dios nos ama. Si a nuestra vez no le amamos, nunca -con el solo saber- viviremos la experiencia de sentir y gozar el amor con el cual Él nos ama.
Tampoco es suficiente demostrar intelectualmente, con pruebas históricas, con argumentos sesudos, que la Resurrección de Jesús es un dato verdadero, un hecho real, un acontecimiento cierto. Eso no servirá para nada si, por medio del amor, yo no hago presente y existente a Jesús en mi propia vida. Sin oración y sin entrega, Jesús se transforma en una teoría, en una verdad intelectual, en un paradigma ideal, en una filosofía, en una vaga nostalgia de Dios y de ser mejores que de vez en cuando resucita para las fiestas.
No: Jesús ha resucitado para ser presencia viviente en tu existencia, para acompañarte bien de cerca en tus tareas y descansos, para ser tu amado hermano mayor en todo tu vivir.
No basta que hoy te acuerdes de que Jesús no está muerto, que reina vivo. Es menester que te encuentres con él; que ores; que lo lleves siempre contigo en amistad; y que esa amistad te apure a tener siempre una conducta digna de él; para que, por esa amistad, por ese amor, que hace también de vos el discípulo que Jesús ama , veas y creas, y, un día, gocemos y nos alegremos, todos juntos, viéndolo, cara a cara, en la Vida feliz que no tendrá fin.
Felices Pascuas.