1995 - Ciclo C
domingo de pascua
SERMÓN
El absurdo de un mundo tan lleno de maravillas, de riquezas, de vida, pero destinado lamentablemente a desaparecer dentro de 50000 millones de años cuando estalle el sol, como pronostican los astrónomos; la incógnita del para qué de un universo que declinará inevitablemente por el aumento implacable de la entropía, como sostienen los físicos; el mayor dislate todavía del cerebro humano sediento de vida, capaz de felicidad, ambiciosos de permanencia, pero destinado inevitablemente a la esclerosis y a la muerte... Todo eso que hacía decir a Sartre que la existencia era una excreción monstruosa de la nada y el hombre una pasión inútil; todo el dolor y los males de este mundo que acusan a Dios de perverso o de inepto y que hace que tantos duden incluso de su existencia; todo eso hoy adquiere significado, respuesta, luminosidad...
Cristo Jesús, el crucificado, ha abandonado el sepulcro, el primero de entre los muertos, en el comienzo de una nueva era, de una renovada humanidad, y ha vencido a la muerte y al dolor. Más aún ha hecho de la misma muerte y del mismo dolor camino de vida y de plenitud.
A su carro triunfal, como dice la Escritura, ha atado al último y más poderoso de los enemigos del hombre, la muerte.
Pero la tumba vacía que hoy descubre María Magdalena, y confirman dichosamente desocupada Pedro y Juan, es solo el aspecto menos importante de la maravillosa noticia de la noche de ayer. También la tumba de Lázaro quedó vacía y sin embargo Lázaro solo tornó a revivir en este mundo mortal.
La Resurrección que hoy festejamos no es solo revivir. Ello no constituiría a esta fecha como la conmemoración más sublime y conspicua de nuestro calendario cristiano, ni como el momento más importante de la historia. ¡No solo de la historia del hombre, sino de la historia del cosmos!
Porque la Resurrección no es retorno, vuelta, al estado anterior de menguada vida, es nuevo principio, es nueva creación, es paso y promoción a una vitalidad nueva y sin desgaste que es la propia del tiempo y espacio novedosos del universo recreado que Jesús anoche inauguró.
Cristo ya no está más en la tumba, pero tampoco está como antes, aquí.
Los mismos relatos neotestamentarios nos muestran la dificultad que tenían los discípulos de reconocer a Jesús en las apariciones impresionantes, señoriales, imponentes, en las cuales Cristo, desde su nueva realidad, se dejaba ver.
Y las apariciones eran solamente eso, modos adaptados a los ojos y mente terrenos de los discípulos, incapaces de ver a Cristo en su estado nuevo, en su definitiva dimensión de Señor universal.
Pascua es la inauguración del nuevo mundo para el cual todo lo ha creado Dios. Recién en ese mundo, esos cielos nuevos y tierra nueva de los cuales hablan Isaías y el Apocalipsis, la historia de la creación, que aún continúa, alcanza su culminación.
Este mundo es solo la matriz, el embrión, la crisálida, en donde se gesta el mundo definitivo hacia el cual todo lo encamina Dios.
Esa dimensión en que lo humano se tocará con lo divino por la fuerza precisamente de la Resurrección, de la unión en Cristo de lo humano y Dios. Para ese salto, lo humano ha de dejarse transitoriamente; para ser revestidos, recreados, lo humano ha de ser desnudado, renunciado. Es el misterio del dolor, de la muerte, de la cruz.
Pero el anuncio de la Iglesia no es de ninguna manera un anuncio de muerte, ni de Gólgota, ni de sufrir: es antes que nada, evangelio de Vida, como lo ha escrito Juan Pablo II en su reciente encíclica, anuncio de un nuevo y pleno existir, merecido y gestado en esta vida en bautismo, fe, esperanza y caridad, servicio y entrega, y gozado en plenitud de visión y amor, cuando, traspuestas las puertas abiertas anoche por Jesús, nos introduzcamos también nosotros para siempre en el novísimo mundo de la Resurrección.
Felices Pascuas.