1997 - Ciclo B
domingo de pascua
SERMÓN
¡Cristo ha resucitado! Y en este domingo -domingo que corona la semana santa, domingo por excelencia, domingo de todos los domingos- la Iglesia lo proclama a los cuatro vientos. Allí donde hay un ministro de la Iglesia, allí donde hay un misionero, un religioso, más aún, allí donde hay simplemente un cristiano, surge de la fe, como la verdad por excelencia, lo que da sentido último a las cosas, a la existencia, a la vida cristiana, al Universo: la proclama de que Cristo ha resucitado.
Quizá sea curioso apuntar que la Iglesia no celebró fiesta particular alguna por la Pascua con anterioridad a la segunda mitad del siglo II; porque, en realidad, la Resurrección era una realidad tan vivida, tan presente, tan centro del anuncio cristiano, que se festejaba y celebraba todos los domingos: cada uno de los domingos era y es para la Iglesia la conmemoración del acontecimiento de la Pascua.
Cuando la costumbre de festejar aniversarios también tocó el hecho de la Resurrección se llegó a elegir este domingo para solemnizar especialmente el recuerdo de aquel día, pero el cristiano debe seguir teniendo conciencia de que no solo hoy, sino todo el tiempo de la Iglesia es pascual.
Pero la ambigüedad proviene del significado mismo de la Pascua, que es a la vez un hecho histórico, sucedido en determinado día y espacio, y, al mismo tiempo, la inauguración de un tiempo más allá de la historia, que se hace perennemente presente en sus potentes reflejos en el tiempo, pero aún en ciernes, hacia la pletórica vida que promete.
La Resurrección es así un hecho a la vez pasado, presente y futuro.
Pasado , porque realmente el historiador con sus métodos propios, con su sola razón y luces, puede ubicar perfectamente en el tiempo y el espacio el hecho incontrovertible de una tumba inexplicablemente vacía -hasta allí todo es fotografiable, verificable-, y el testimonio múltiple y fidedigno de la experiencia que muchos hombres fiables atestiguaron de haberse encontrado realmente con el Señor. No una alucinación o una visión -que esos testigos conocían perfectamente y para lo cual tenían un lenguaje preciso- sino una verdadera 'presencia', 'manifestación', 'aparición' -en el sentido fuerte de la palabra-. Y el historiador puede constatar sin lugar a dudas que esos múltiples testigos no solo cambiaron sus vidas por eso que habían encontrado, sino que finalmente mudaron la misma historia, la realidad mundana que vivimos, la civilización en la cual todavía nos abrevamos.
Pero la Resurrección es también un hecho presente , no solo memoria de un lejano hecho pasado, ni consecuencias actuales de lo que sucedió otrora, sino la experiencia -ahora si en la fe y el amor- de la presencia de Jesús viviente en la Iglesia y en nuestras vidas. Presencia que se hace difícil de percibir directamente con nuestra razón, porque nuestro cerebro humano por ahora está solo programado para procesar los mensajes de nuestro tiempo y espacio, de nuestra materia, la contextura de las cosas que se tocan, que tienen colores, que se sienten, o, cuanto mucho, que se deducen, que se demuestran... Y la Resurrección es un hecho que no se deduce de ninguna causa natural, mundana, la Resurrección es la irrupción de algo que proviene solo de Dios, de su poder, de su infinito amor capaz de crear esa novedad para el hombre.
Novedad además porque habiendo superado el tiempo, ha creado una nueva dimensión. De allí que los antiguos cristianos llamaban al domingo, día de la Resurrección, 'el primer día después de la semana', 'el octavo día', aquel que está allende el tiempo caduco de nuestros días terrenos... pero, a la vez, no ajeno a ellos, porque el ser del Resucitado, del perennemente viviente, se hace constantemente actuante y actual en nuestra dimensión temporal.
Con ese Resucitado no es posible contacto directo alguno sino por la fe. La razón solo puede percibir directamente efectos de su acción entre nosotros: en la inexplicable vida de los santos, en los milagros, en los cambios de vida de tanta gente, en el heroísmo de tantos testigos, pero solo la fe, puede contactar al Cristo viviente en si mismo: en la oración, en la Iglesia, en la liturgia, en la Escritura, en los sacramentos. La fe es el único adaptador, conversor, decodificador, capaz de recoger en nuestras vidas las señales de Jesús y hacerla presencia eficaz y candente en nuestros corazones.
Y la Resurrección también es, finalmente, acontecimiento futuro , porque, si ya realizado en Cristo -y en María-, para cada uno de los que aún estamos en este mundo, aunque presente en la Fe, se hace colmada realidad en la Esperanza. Esa esperanza que apunta a un futuro más allá de nuestro existir terreno, allí donde ya se ha transformado la historia y en Jesús resurrecto han nacido los nuevos cielos y la nueva tierra. La Resurrección nos ha prendido ya en la inoculación en germen del bautismo, pero se hará presencia efectiva, materialidad, consistencia luminosa, cuando nuestra mente, transformada a través de la metamorfosis de nuestras propias pascuas, resucite en la posibilidad de ver cara a cara la realidad de Cristo Resucitado en la saciedad de lo que llamamos cielo.
Es esa transformación -que nos implantará en una vida que más allá de lo puramente humano proviene de Dios y se hace carne en el Cristo Señor, exaltado hoy a los cielos- la que explica la caducidad de este mundo, la precariedad de nuestras vidas, nuestras angustias y penas, nuestros fracasos y soledades: dolores de parto que preceden necesariamente al nacimiento definitivo. Pero, al mismo tiempo, la resurrección también da sentido a nuestros trabajos, a nuestras alegrías, a nuestros estudios, a nuestros amores, a nuestros logros, todos ellos valiosos si se insertan en el movimiento de fe, de entrega y de amor que, sublimado en la cruz de Cristo, es capaz de proyectarlos y guardarlos para siempre en la dimensión nueva de la Resurrección.
Dios reanime hoy en Vds. la esperanza, avive en sus vidas la presencia viviente de Jesús, y haga arder en sus corazones el amor y la caridad capaz de unirlos para siempre a la Vida del Señor.
¡Felices Pascuas!