1998 - Ciclo C
domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.
SERMÓN
La Iglesia, después del breve interludio del Viernes Santo, vuelve hoy a pregonar la alegría de la Resurrección. Esa resurrección que proclama constantemente, ya que es el centro de nuestra fe, pero que hoy anunciamos en forma especial a los cuatro vientos como coronación de esta santa Semana, la más plena y densa de todas las semanas, en la que todo cristiano ha de reflexionar y hacer suyo el misterio de amor que significa nuestra vida y la invitación de Dios a acompañarlo hacia la Resurrección.
Porque la Resurrección de Jesús no solo es el espaldarazo que Dios ha dado a su mensaje, a su pretensión de acercar el Reino, de fundar una Iglesia, de llamarse hijo de Dios, sino que es el futuro mismo, de algún modo ya presente, de toda la historia del universo, de todas las aspiraciones del hombre.
Este universo, que hace 20.000 millones de años se ha ido formando para permitir la aparición de la vida y, finalmente, la del hombre, no lo encierra a éste en el limite de su caducidad. Este universo que se gasta, que se expande, que se come irretornablemente la energía de sus soles y sus estrellas y que aún en su inmensidad es demasiado chico para contener las posibilidades que Dios ha impreso en el corazón del hombre, no es su destino definitivo, no es el objetivo final de la creación. Tampoco es el destino del hombre perecer de acuerdo al reloj fatal de su biología y terminar en la muerte. Ni menos todavía, para los que creen en la inmortalidad del alma, el vagar de ésta, desnuda, despojada del cuerpo, en no se sabe qué dimensión fantasmal. El destino del hombre, al menos el que Dios le propone, más allá de los dones riquísimos pero caducos que le brinda en este mundo, es precisamente la Resurrección.
La resurrección no es un mero tornar a la vida, es un ser transformados, junto con Cristo, más allá de lo puramente humano, al nivel de la vida divina. Los 'cielos nuevos y la tierra nueva' de los cuales habla el Apocalipsis, en donde todo nuestro ser personal y corpóreo será elevado a la vitalidad permanente de Dios.
El mundo es solo la plataforma de lanzamiento desde donde, en amor a Dios y en servicio a nuestros hermanos, en la ruptura de nuestro límite que significa precisamente salir de nosotros mismos por el amor, somos aceptados por la mano de Dios que nos levanta, como desde la cruz elevó a Jesús.
Este mundo bello correría el peligro de detener en él nuestras miradas, con todo lo bueno que da la vida humana, si en él Dios no permitiera la aparición de los males y aún del pecado. Quien está satisfecho con lo que le brinda el mundo, con sus bienes, con su justicia, con sus amores y nunca ha sentido el límite de las carencias, de la injusticia, de las traiciones, de los falsos amores, difícilmente pueda elevar su mirada al llamado excéntrico de Dios, a la plenitud ofrecida de la Resurrección.
El Viernes Santo se nutre de todos esos males y todos esos pecados. Toda la mentira y dolor del mundo, toda la injusticia, toda la incomprensión, toda la soledad, se acumularon sobre las torturadas espaldas de Jesús. Pero precisamente al asumirlas como signo de la renuncia de si mismo y de entrega plena de amor a Dios y a los demás, Jesús los transforma en camino de Resurrección.
No que todo hombre habrá de sufrir lo que sufrió Jesús. El sufrimiento es solo la faz externa de su arrebato de amor, la prueba de su total don de si a Dios. Ese don de nosotros mismos que, en las buenas y en las malas, en las alegrías y en las tristezas, en los éxitos y los fracasos, deberían ser el corazón de todo nuestro actuar; sabiendo que la finalidad de nuestra existencia está más allá de este mundo, valioso pero pasajero, aunque la consigamos mientras estamos en él, en la medida en que nuestra vida se haga pura ofrenda a Dios, que unida a la de Cristo, sea arrastrada por éste hasta la gloria de nuestra propia Resurrección.
Felices pascuas.