1999 - Ciclo A
domingo de pascua
Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.
SERMÓN
(GEP, 04-04-99)
Mientras los titulares de los diarios y los noticiosos hoy ponen en primera plana los bombardeos de Belgrado, y otras noticias sobre el tránsito en la ruta dos o sobre la extradición de un viejo general, la Iglesia vuelve a anunciar jubilosa, como la noticia del siglo, de toda la historia, del decurso mismo del universo, el mensaje de la Pascua la buena noticia por excelencia, el evangelio de la Resurrección.
Nada puede compararse a esta nueva portentosa: por primera vez en los miles de millones de años del decurrir del cosmos, en las decenas de miles del caminar del hombre por su pequeño planeta tierra, un ser humano ha podido transponer la barrera del tiempo y del espacio y acceder a la dimensión de lo eterno, a los dominios, a la comarca sin confines, de Dios.
Cristo se convierte hoy en el primogénito de una nueva creación: la definitiva, aquella para la cual este mundo y este tiempo no son más que preparación, anuncio, anticipo, lugar de prueba y lanzamiento. La resurrección nos habla de esos panoramas y territorios infinitos del esplendoroso existir de Dios que son la verdadera meta de la humanidad, de la entera creación en ciernes.
Todos los desaguisados y torpezas de este mundo se entienden desde esta perspectiva de un universo que no está terminado, que está en gestación y, sobre todo, a partir de esa libertad que, como instrumento supremo dado por Dios al hombre, se le concede para optar en el amor al abrazo definitivo con Dios en la superación de si mismo -única manera de abrazarlo- pero que el obtuso ser humano puede usar para elegir quedar encerrado para siempre en el límite de su propia creaturidad.
Así definió siempre la tradición cristiana a ese error supremo del hombre que es el pecado: elegir a la creatura y dar la espalda a Dios. Preferir el aquí y ahora fugitivo de esta tierra, a la promesa de sublime perennidad en Dios.
Pero el que comete el error funesto de anteponer la fugacidad de esta vida a la oferta imperecedera de Dios, cae en los lazos no solo de las inevitables imperfecciones y males de este existir terreno -para el cual Dios no nos ha hecho- sino que es finalmente estrujado por el definitivo abrazo del morir.
Cristo, en su Resurrección, rompe la trampa del quedar fijados en este mundo desde el salir de si en su darse todo en la cruz. Así traspone, en el pivote de la persona del Verbo que sustenta su existencia, el mar rojo que lo separa de la verdadera vida, el Jordán que vadeado lo lleva a la prometida tierra, la muerte, que asumida en amor, lo da a luz a la eternidad.
Ese amor que es el que finalmente lleva hacia Dios. Porque es verdad que la Resurrección, por ser un hecho que pertenece al mundo futuro, al mundo definitivo y se proyectó a este tiempo solo en vacío de tumba y fulgores de pasajeras presencias, no puede percibirse visiblemente, sino en el amor que lleva a la fe, sustentado en la razón.
Algo de ello nos quiere simbolizar el evangelio de hoy con esta escena en la cual es el discípulo a quien Jesús amaba el que, en alas del amor, llega a la tumba de Cristo antes que Pedro. Pedro es la representación de la razón, de la inteligencia buscando entender, en todo caso de la Iglesia docente. Los santos, los que aman apasionadamente, son los que corren, renuevan, convierten, se exaltan; pero es la jerarquía, el magisterio, quien norma, ordena y verifica. El santo es el que vive ardido de amor. La autoridad de la Iglesia, su enseñanza, empero, es la que da legitimidad y ordena los, a veces, excesos del amor. Llega, ciertamente, más tarde que el éste. Sin embargo es Pedro quien entra, estudia, ve las vendas y se da cuenta de que están enrolladas en lugar aparte. La razón que investiga, analiza; la inteligencia tratando de entender las cosas de Dios; la teología iluminando nuestra mente: esa es la labor de la Iglesia oficial, ese es el camino de cualquiera que quiera llegar a la fe o profundizarla. Pero no es la mente quien se entrega, quien finalmente se lanza al amado, quien firmemente toma el estandarte de la fe: es el discípulo amado por Jesús y el que ama a Jesús; no todavía Pedro, es Juan quien ve y cree. Pedro figura la inteligencia; Juan al querer. No se puede querer en serio sin saber, sin conocer, pero tampoco se puede conocer y aceptar, en verdadera entrega, sin amar.
Pidamos a Dios en esta Pascua, que más allá de nuestros convencimientos o dudas intelectuales, más profundo que las razones que nos llevan a decir que sí, que Cristo resucitó, más ancho que nuestros argumentos y nuestros libros de religión, Jesús nos infunda desde la derecha del Padre, el fuego de ese amor que hizo correr a Juan a la tumba vacía de Jesús y viendo creer, y creyendo amar más aún, y amando, él mismo ponerse en situación de cruz... Que ese amor sea el que también a nosotros nos haga capaces de abrirnos a Dios y a los demás y así arrojarnos desde las limitaciones de este mundo en dirección a la verdadera vida que Cristo hoy nos conquistó.
Feliz Pascua de Resurrección.