Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1983 - Ciclo C

VIGILIA PASCUAL

SERMÓN
Lc 24,1-12

Una lectura poco atenta de la larga y quizá –por harto conocida- algo tediosa primera lectura, que encabezó nuestra vigilia de la palabra, el archioído capítulo primero del Génesis, podría dejarnos la falsa impresión de pensar que estamos ante la presencia de un antiguo relato, de pretensiones científicas, del cómo se originó el universo. Una especie de historia evolutiva de cómo se fue formando el mundo tal cual lo entendían los israelitas.

En realidad, nada está más lejos de la intención del autor de esa página que presentarnos los lejanos orígenes de nebulosas y galaxias, de la vida y del hombre.

Eso es campo de la ciencia, no de la teología que pretende hacer el redactor. Se podría decir más bien que este capítulo, uno de los más modernos del Pentateuco –siglo V antes de Cristo, e. d. casi setecientos años después de la supuesta existencia de Moisés y mil doscientos de Abraham- viene a ser como la definitiva presentación de Dios, que la revelación había ido preparando, poco a poco, a partir de los dioses patriarcales de las primitivas tribus de Israel.

Es recién para esta época cuando se hizo definitivamente claro, para los sabios judíos, que Jahvé – “El que es” - no era un dios más en competencia con los dioses de los demás pueblos, una especie de genio protector propio de los judíos, más o menos poderoso con respecto a los de los asirios, babilonios, egipcios o cananeos, sino que era el único Dios, Señor no solo de todos los pueblos, sino también de todo lo visible e invisible, en la tierra como en el firmamento.

Es verdad que un cierto monoteísmo ya había aparecido aquí y allá en la antigüedad. Conocido el caso del revolucionario Akhenatón , faraón del siglo XIV antes de Cristo, con su dios único Atón , personificado en el sol. También, probablemente, Zaratustra –contemporáneo a nuestro autor- y algunos griegos -uno o dos siglos después- habían arribado a intuiciones semejantes. Pero, tanto estos monoteísmos como los politeísmos más comunes, no trascendían el ámbito del universo conocido. La divinidad se confundía siempre con el universo considerado como un todo, en la doctrina monoteísta, o en sus partes, en la politeísta.

Escuchemos, por ejemplo, un pasaje del “ Enuma elish ”, poema que habla de la aparición de los seres conocidos en la tradición babilónica, 2000 años antes de Cristo.

“Cuando en lo alto el cielo aun no había sido nombrado y abajo la tierra no tenia nombre, del océano primordial ( apsû ) y de las tumultuosas aguas ( tiamat ), surgieron los dioses”.

Y, algo más adelante:

“… entonces el hombre fue traído a la existencia”.

Ven: todo sale del mismo material original “el agua caótica” – Apsu y Tiamat -. Algo parecido a lo que más tarde afirmaría Tales de Mileto. Todo surge del agua.

Concepción que es común a muchísimas mitologías primitivas. Así decían por ejemplo pieles rojas ‘maidu' de la California:

“En el principio no había sol, ni luna, ni estrellas, todo era oscuridad. Había solo agua por todas partes…

Es decir: tanto los ‘dioses' como los hombres salen de la misma masa indiferenciada del Uno original.

Pero ¡ojo!, los dioses no son sino piezas o fuerzas personificadas de la naturaleza: el Cielo , representado normalmente por el sol: Shamá , Amón , Ra , El , Zeus , Júpiter , Apolo , Varuna , Mitra , Quetzalcóatl , Inti , con sus truenos, vientos, tempestades y rayos, con sus ejércitos de estrellas -todos ellos dioses menores-. Tanto casi como el sol, la más importante y cercana la Tierra -con sus dobles la Luna o Venus -, Ishtar , Afrodita , Atenea , Kali , Innana , la Pacha Mama , Shiva

¿Ven? No son lo que nosotros llamamos Dios, sino aspectos o fuerzas del universo divinizados. En el fondo dios, el Ser, lo único que existe para ellos, es el universo, la naturaleza.

Incluso el hombre –en estas concepciones- es un fragmento de ese dios o de alguno de los dioses desterrado en la tierra. Y el conjunto de los hombres, en ese tiempo en que todavía no existía el concepto de Humanidad, las distintas sociedades, las ciudades, eran especialmente divinas y, descollando en ellas como el sol en el cielo: el rey, el emperador o el faraón.

Esto es lo que creía el mundo antiguo y lo que, en gran parte, vuelve a creer el hombre de hoy, por influjo de las doctrinas gnósticas, herméticas y cabalísticas. A nivel de los filósofos, gracias a Hegel , Fichte , Marx y tantos otros.

Dicen: “el mundo, la materia, el universo, es dios que se está formando a sí mismo”. Este dios adquiere conciencia en el hombre. El hombre autoconsciente es dios que se descubre a sí mismo. Y, cuando no se da cuenta de ello, es porque está alienado, por otros que quieren dominarle y robarle su divina autonomía.

Esta es la filosofía que mueve las revoluciones contemporáneas –sobre todo la de Marx-. Y no es sino la reedición de los antiguos mitos que hacen surgir todo del caos y que declaran al Universo como lo único existente y divino pensándose a si mismo mediante el Hombre, partícula celeste caída en la constricción de la materia.

Y, entonces, frente a estas concepciones ¿qué hace nuestro relato de Génesis uno? Presenta al verdadero Dios. No pretendiendo describir lo que es -porque eso sería y es imposible, está fuera de las posibilidades de nuestra imaginación y de nuestra inteligencia- sino empezando por decir, antes que nada, ‘lo que no es'.

Y comienza: “Dios no es ni el Cielo ni la Tierra”. ¡Las dos grandes divinidades del hombre primitivo!

Lo afirma mediante un verbo -que en hebreo suena ‘ barah- que nosotros traducimos por ‘ creó' pero que, en el vocablo original, suena mucho más radical y exclusivo de Dios. Y continúa: ‘ Dios no es lo caótico y lo vacío, ya está su espíritu aleteando sobre las aguas' –las aguas caóticas de las mitologías cuyo lenguaje emplea nuestro autor- ‘ Dios no es la luz ni el fuego' . ‘Dios no es la oscuridad' . ‘Dios no es la Tierra , la Pacha Mama'. ‘Dios no es el Sol ni la Luna' . ‘Dios no es ni se representa – como hacían los egipcios - por animales ni monstruos' .

Y, finalmente:

Dios tampoco es el hombre '.

Por primera vez en la historia del pensamiento humano, el Génesis sostiene, escandalosamente, que nada de eso es divino.

Dios es ‘ trascendente' al universo y todas aquellas cosas que los hombres idolatran y divinizan, en sus pseudoreligiones o filosofías de cuarta, no son sino simples creaturas, puestas al servicio del hombre. Y el hombre, aún cuando esté hecho ‘a imagen de Dios' –se reconoce su dignidad- y todo esté a su servicio, también es solamente ‘natural', humano. Incluso los emperadores, la sociedad, o la humanidad, los reyes, los faraones, el Pueblo.

La del Génesis resulta así la primera visión verdaderamente científica del universo: las cosas son ‘naturales', no ‘divinas'. No hay fuerzas ocultas, espíritus misteriosos, posibilidad de magia. Todo está para ser usado e investigado por el hombre. Nada se confunde con Dios. Él es superior y ‘exterior' o ‘ajeno' al universo, aunque esté presente constantemente en todo lo creado por su poder, su inteligencia y su voluntad creadora.

Esta presentación de Dios es, pues, sorprendente e inaudita. Por primera vez en la historia del pensamiento humano se llega a una afirmación semejante que, luego, al menos por un tiempo, se hará doctrina común del judaísmo, el islam y el cristianismo (1).

Pero este relato abre incógnitas enormes al ser humano. Porque resulta que, otra de las afirmaciones que constantemente hemos escuchado en el relato, es que el mundo no es una turbulencia de dioses que pelean mutuamente y que arrastran al hombre en sus luchas, al dolor y a la muerte o, como dice el marxismo, mundo originalmente malo, materia que lucha contra la inteligencia, ni creación en la cual Dios se burla de su criatura poblándolo de males y destinándola finalmente a la muerte. No solo materia mundana que, inexorablemente, se va tragando la vida humana de los individuos que a ella ineluctablemente retornan. Castigo o yugo de los dioses, afirmaban los antiguos mitos y muchas pseudoreligiones modernas. “Del mundo y de la vida hay que huir. Lograr otra vez la integración anónima en el Todo o el sueño de la nada”. Así opinan respecto de la existencia tantas filosofías y religiones de cuño oriental.

Pero nuestro relato del Génesis retruca: “El mundo, la vida, son cosa buena”. “ Y vio Dios que era bueno” . Lo repite machaconamente al final de cada obra. Y, cuando llega al hombre, insiste superlativamente “ y vio Dios que era muy bueno ”, bendiciéndolo para la vida, no para la muerte.

Pero la gran pregunta se lanza entonces como un tizón encendido sobre el texto paladino. “Y, si todo es bueno ¿de dónde sale el mal? ¿de dónde las calamidades? ¿de dónde las enfermedades, los odios, las guerras y finalmente la muerte?”

Israel, en realidad, nunca pudo darse una respuesta, aún sosteniendo empecinadamente la bondad de Dios y de su creación. A grandes rasgos atribuye el mal al pecado de los hombres. Al que se crean dueños de no respetar las leyes naturales, que de ser cumplidas garantizarían su felicidad. Un relato prototípico de esta teoría es, por ejemplo, el relato que nosotros llamamos del pecado de Adán.

‘Adán', en hebreo, quiere decir simplemente ‘hombre'. La conocida parábola es un relato simbólico muy antiguo que describe magníficamente el fondo de todo pecado y sus consecuencias.

Y, en verdad, que el pecado del hombre, el egoísmo, la injusticia, producen terribles males. Hambre, guerras, enfermedades, muchas muertes, soledades, penas. Si el hombre no pecara el mundo sería mucho más habitable.

Pero ¿no existirían, lo mismo, finalmente, la muerte, las enfermedades, al menos vejez, terremotos, inundaciones? La técnica y la sociología podrán arreglar muchas cosas, pero en el mejor de los casos ¿acaso no dice la ciencia que la entropía un día va a terminar con el universo? Y ¿vivir para siempre en los límites del mundo y de lo humano -si se lograra vencerá a la muerte- no sería, al final, un larguísimo tedio? Un infierno. (A lo mejor, eso será el infierno.)

¿Puede decirse que sea bueno un Dios que cree semejante universo, aún cuando muchos de los males los produzca el mismo ser humano? Además ¿qué culpa tiene el inocente para sufrir las consecuencias de las perversas acciones de los malos? ¿Qué me explica o consuela el que me digan que todos mis males provienen de un fabuloso pecado de los orígenes o de los yerros de mis antecesores?

No: el Antiguo Testamento no ofrece respuesta. Presenta a Dios, presenta al hombre, y presenta a la larga historia de la humanidad y de Israel, el pueblo elegido, como una enorme cadena de esperanzas y ambiciones individuales y nacionales continuamente frustradas.

El hombre busca la felicidad en los bienes del mundo, los idolatra, cree que el placer, la riqueza o el poder, las cosas de este universo, pueden llenarlo y, continuamente, experimenta la desilusión de los bienes alcanzados que no le satisfacen. Nuevas apetencias, nuevas desilusiones. O el mero límite, el mal, la enfermedad y, siempre, la muerte.

Y ¿estos son males? Sí, son males.

Y, entonces, cómo Dios -que dicen que es bueno- los permite. El Antiguo Testamento no sabe qué contestar y, sin embargo, se empecina testarudamente en su afirmación primera: “Dios es bueno”, “El mundo, el hombre, la creación son buenos”.

¿También el hombre? ¿a pesar de tener en su corazón un hambre que nada llena y que caduca con la muerte? Sí: el hombre también es bueno. No un mono enfermo de ese tumor que es su cerebro, como dicen algunos antropólogos o afirmaba Klages.


Ludwig Klages 1872 – 1956

Y ¿qué? ¿la muerte también será buena? Y sí, la muerte corporal también habrá de ser de alguna manera buena.

Más ¿y el pecado? Bueno, el pecado viene del hombre, no de Dios, pero hasta aún el pecado Dios puede utilizarlo para el bien. ¿No lo hemos escuchado en el Pregón Pascual: “¡Oh feliz culpa la del hombre!”

Pero, es claro, ya, ahora, la cosa se explica desde el Nuevo Testamento. Porque la bondad de Dios es tal que, al buscar el bien del hombre, no se limita a regalarle el universo, las plantas, el cielo, las montañas, la tierra, los animales. No está contento ni siquiera cuando le ha regalado a la mujer, a la familia, la comunidad de los hombres; es decir, la vida humana.

Dios lo destina a algo mucho más esplendoroso y magnífico, inimaginable por la antigüedad y para muchos hombres de hoy. Dios ha decidido regalarles Su Propio Existir Divino. Lo encamina a un destino más allá de todos los deseos del hombre, más allá de todo lo que le puede ofrecer el universo.

Y, por eso, Dios permite el mal, para que el hombre no se apegue excesivamente a este maravillosos mundo y, también por eso, pone un límite a su vida humana, para que el hombre se pregunte, alce los ojos hacia una esperanza distinta, más allá de las aguas, de la tierra y del mar, de la luz y de las tinieblas, más allá del sol y de la luna y de las estrellas y de los gozos de la familia humana. Más allá de los bosques y los ganados, más allá de las riquezas y de las sociedades. Un más allá que, rescatando todo lo que en el acá haya de bueno, lo reencuentre sublimado en la fuente misma, en el que no es nada de lo que alcanzan nuestros ojos y nuestras inteligencias, como explica nuestro canto del Génesis.

De allí que el hombre habrá de renunciar a todos sus ídolos, romper todos su límites, aniquilar -en la abnegación y la renuncia- el límite exiguo del propio yo.

Si el hombre quiere llegar a vivir con Dios y como Dios, debe dejar lo humano, debe asumir su propia muerte en la entrega de amor a Dios y a los demás.

Eso ya lo hizo Jesús de Nazaret en la cruz. Por eso hoy, Pascua, lo vemos no vuelto a la vida humana, sino resucitado, exaltado, sentado a la derecha de Dios.


Museo de Zaragoza.
Retablo de la Resurrección. Tabla del Juicio Final.
Miguel Serra ( 1381-1382).

El primogénito de entre los muertos. Ofreciéndonos también a nosotros la Vida verdadera. Vida que ya ha comenzado a germinar dentro nuestro mediante el bautismo y que ha de florecer en la constante oblación de nuestro corazón, cuerpo, alma y esfuerzos, para Su mayor Gloria y la de aquellos a quienes amamos.

1- Aunque quizá haya que decir que tanto el judaísmo como el Islam se volvieron a contaminar, luego, de doctrinas gnósticas. Baste pensar en la Cábala. De este contagio no se libro ni el protestantismo ni, en parte, la ortodoxia.

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