1991 - Ciclo B
VIGILIA PASCUAL
SERMÓN
El relato del Génesis que abrió nuestra vigilia, la primera lectura, es el final de una estupenda reflexión del autor bíblico que la compone, en forma de poema dividido en siete días, y que nos habla del sentido último del universo: su ordenación a la vida del hombre. Tal afirmación quizá hoy, después de siglos de predicación judeo-cristiana, no nos sorprende. Empero, en el contexto del pensamiento contemporáneo al relato -compuesto en su estado actual allá por el siglo VI antes de Cristo- tal afirmación no podía sino despertar estupor. El hombre primitivo era profundamente pesimista: la muerte, no la vida era la herencia del hombre. De ninguna manera los dioses habían creado al hombre para la vida. Y así había que aceptarlo.
Esta resignación fundamental ante la muerte aparece ya en un poema de Ugarit, (una de las ciudades-estado de la región siro-palestina, cananea, en la edad del bronce reciente, hacia el siglo 13 antes de Cristo): la leyenda de Daniel y de Acat . Cuando la diosa Anat propone a Acat la inmortalidad a cambio de su arco mágico, éste le responde prudentemente: "No te burles de mi, virgen, deja de burlarte del héroe con tu palabrería. ¿Qué último fin puede alcanzar un hombre? ¿Qué futuro destino? Echarán sobre mi cabeza un sudario blanco, ceniza sobre mi crá-neo. Todos los hombres mueren. Yo también moriré; mortal yo también he de morir"
Ante esta resignación ampliamente documentada en la literatura an-tigua, el personaje de Gilgamesh -poema mesopotámico más o menos contemporáneo al de Ugarit- representa la resistencia a morir. Ante la muerte de su amigo Enkidu -algo así como Patroclo para Aquiles- Gilgamesh se rebela, horrorizado ante este destino. Se pone a buscar a Utnapishtim, el Noé babilónico que después de salvarse del diluvio con un arca descansa inmortal en una isla lejana, para pedirle el secreto de su inmortalidad. En el camino se encuentra con Siduri, camarera de los dio-ses. Le cuenta de su desesperada búsqueda. Y ésta le contesta con la respuesta obvia: "Gilgamesh, ¿adónde vas?. La Vida que buscas no la puedes encontrar. Cuando los dioses crearon a la humanidad, la muerte fijaron para los hombres ¡y la vida la guardaron en sus manos!" Pero Gilgamesh insiste y finalmente después de mucho andar, atraviesa el mar y llega a la isla de Utnapishtim. Luego de rogarle insistentemente éste le reafirma que es imposible para el hombre lograr la inmortalidad: "Continuamente construimos casas, usamos nuestros sellos; continuamente los hermanos comparten la herencia de los padres; continuamente el odio se ceba en la tierra; continuamente el rio sube y la crecida se lo lleva todo. Un rostro que pueda mirar de cara al sol jamás lo hubo. El hombre no tiene más que la condición humana". Así canta el viejo poema. Pero Gilgamesh se empecina y, finalmente, si no dar la inmortalidad, Utna-pishtim le indica una planta en el fondo del mar que le podrá mantener en juventud y prolongar la vida. Gilgamesh encuentra el lugar, se ata unas piedras a los pies, se hunde en el agua, arranca un fruto de la planta, se desata las piedras y vuelve a la superficie. Al regreso, fatigado de su andar, se detiene a descansar a la orilla de un lago. Mientras duerme, una serpiente surge del fondo y le arrebata el fruto. Y ya no lo recuperará más.
Frente a toda esta tradición unánime, la afirmación de la intención de vida del relato de Génesis, aparece realmente extraordinaria. Afirmación que, como vemos, es la temática misma de la Biblia, tal cual lo hemos podido comprobar en nuestras lecturas de hoy: Dios que no permite a Abraham el sacrificio de su hijo; Dios que libera a su pueblo del despotismo mortífero del faraón; Dios que promete aguas abundantes y comida vivificante y nuevos cielos y nueva tierra a su pueblo.
Pero ¿cómo entonces explicar la muerte? El problema está planteado desde los primeros capítulos de la Escritura. Dios coloca al hombre libremente ante la opción de la vida o del morir. Una de las figuraciones con que lo hace es el conocido mitologema del árbol: el árbol de la ciencia del bien y del mal y, oculto tras él, el árbol de la vida .
Y éste no es un símbolo meramente bíblico, es universal. El árbol, más allá de su consistencia botánica, para el hombre primitivo ha simbolizado siempre la totalidad, el universo, el cosmos viviente. Símbolo de la vida en perpetua evolución, en ascensión hacia el cielo, evoca toda la semántica de la verticalidad. Símbolo sobre todo del carácter cíclico de la evolución cósmica: muerte y regeneración, las hojas de las cuales el árbol constantemente se despoja y se vuelve a cubrir. Símbolo de totalidad también porque comunica a los tres niveles del cosmos: el infernal , por sus raíces hundidas en lo profundo; el nuestro , por su tronco y primeras ramas, y el de lo alto, por sus ramas superiores y su cima atraída por la luz del sol. Los reptiles reptando por sus raíces y las aves anidando en su copa ponen en comunicación el mundo ctónico y el uránico, la tierra y el cielo. Los cuatro elementos que se unen en él, el agua que circula por su savia, la tierra que se integra a su cuerpo en las raíces, el aire que alimenta a sus hojas, el fuego que se desprende al encenderlo, nos hablan también de totalidad.
El árbol sagrado, fijado en el eje del mundo, en un ómfalos, en un centro, es pues, para el primitivo, el gran símbolo del cosmos, de la naturaleza. El hombre podría mediante él ascender a lo divino. Remontándose por su tronco, dividido en siete escalones, el chamán, el bodista va, el yoga, podrá alcanzar la iluminación divina, la ciencia, y allí, en el encuentro de su inteligencia con el saber, escapar al maya, al karma, a la vicisitud, a la mortalidad.
Pero ¿qué será en este árbol lo divino, qué será esta iluminación? Precisamente allí está el trágico error de la antigüedad y de tantos contemporáneos: lo divino sería simplemente el todo, el universo, la naturaleza, el cosmos. Todo aquello justamente, -los cielos y la tierra y todo lo demás, incluido el hombre-, que afirma nuestra Escritura que no es Dios, sino creado por Dios. Ese todo que de alguna manera es capaz de aprehender, abarcar la inteligencia humana reduciéndolo a unidad. Esa unidad que alcanza la mirada panorámica, el vuelo del pájaro, el ápice del árbol, pero que se obtiene a costa de esfuminar la multiplicidad de lo real, de negar la existencia del múltiple, de privilegiar la razón sobre la vida . Desde allí termina por identificarse el uno y lo mucho y por lo tanto el ser y la nada, la luz y las tinieblas, el bien y el mal. El hombre que ha cerrado los ojos y los sentidos a la vida del abajo, finalmente no encuentra ni el sol ni la vida, sino que, en la oscuridad de su mente cerrada a la verdadera existencia, termina por aunar todo en una misma tiniebla, en una misma nada.
Esa es la gnosis, la ciencia del bien y del mal que encuentran las religiones orientales, la cábala, la masonería, la filosofía moderna. Y desde esa nada, desde esa falta de ley y de norma, desde esa indiferencia entre el bien y el mal, desde esa identificación del hombre con Dios, babélicamente, el hombre termina por afirmarse a si mismo como creador, sí, y a partir de la nada, de la aniquilación, del orden creado que ha de destruir necesariamente.
Pero el relato del Génesis sigue advirtiendo que aún allí, en ese esfuerzo prometeico, fáustico, demoníaco, el hombre no encontrará sino la muerte. Y es ciertamente la muerte con la cual, a pesar de todas sus revoluciones y todas sus ciencias y todas sus técnicas, el hombre individual, el único existente, sigue encontrándose y siempre se encontrará.
Si existe un árbol de la vida, éste no es el que señala la serpiente -otro símbolo de lo natural, de lo puramente humano-. La vida no se halla en la afirmación autónoma de la divinidad del hombre, ni en las posibilidades finitas y entrópicas de la naturaleza.
De hecho, en el relato bíblico, el árbol de la vida se diferencia, contrariamente a todos los otros mitos, del árbol de la ciencia del bien y del mal. Está detrás de él. Pero habiendo el hombre elegido el camino que le indica la serpiente de afirmación de si mismo y de autonomía moral, le es vedado aproximarse a él: "Y después de expulsar al hombre, puso al oriente del jardín de Edén a los querubines y la llama de la espada zigzagueante, para custodiar el acceso al árbol de la vida". Cerrado en su naturaleza el hombre solo encontrará mortalidad.
Cuentan antiguas leyendas extrabíblicas que, cuando Adán llegó a los 932 años, se vio afectado por una enfermedad mortal. Envía entonces a su hijo Set al paraíso, para que ruegue al querubín portero que le alcance aceite para aliviarlo. En ese viaje, a las puertas del Edén, Set ve en sueños cómo la copa del árbol de la vida, en cuyo tronco se en-rosca una serpiente, lleva un niño recién nacido. El ángel explica a Set lo que acaba de ver y le anuncia un redentor. Le entrega además una semilla del árbol para que se la dé a Adán y le anuncia que a los tres días éste morirá. Set vuelve; hace lo que el querubín le ha dicho, y en-tierra a su padre colocándole la semilla del árbol en la boca. Al tiempo, de la tumba surge un retoño del árbol. Mucho más tarde, Moisés lo traslada al monte Sinaí. Allí permanece mil años, hasta que David lo traslada a Jerusalén, al ómfalos, al ombligo del mundo. Del tronco de este árbol es de donde luego se fabricará la cruz de Jesús, levantada precisamente sobre la tumba de Adán.
Es el antiguo símbolo que vuelve a resonar ahora en ámbito cristiano y que repitirán los autores cristianos y se encuentra en el prefacio de la santa Cruz: "Porque has establecido la salvación del género humano en el árbol de la cruz, para que, donde tuvo origen la muerte, allí resurgiera la vida, y el que venció en un árbol fuera en un árbol vencido".
También la cruz es un antiguo ideograma que, en muchos mitos, representa precisamente al árbol cósmico, sus cuatro brazos abarcando los cuatro puntos cardinales y el arriba y el abajo, el todo. Cómo símbolo religioso es bien conocida la cruz gamada de los germanos, representación solar, o la cruz ansada de los egipcios o ' ankh', cuya parte superior es un círculo o una elipse. Signo también de la vida. Pero precisamente signo de la vida falsa que nos puede brindar el árbol de la ciencia del bien y del mal, porque es a la vez el símbolo de la coincidencia del cuadrado y del círculo, de la tierra y del cielo, de lo masculino y lo femenino, del ser y la nada, del bien y del mal.
La cruz de Cristo es bien otra cosa , otro árbol, otro fruto. Es el verdadero árbol de la vida, aquel que, plantado por Dios, no surge de las posibilidades de la tierra, ni de la naturaleza, ni de la inteligencia humana, sino como regalo divino plantado en el seno de una virgen y solo pasible de ser consumido como don. No se alcanza arrancando su fruto, impulsados por la tentación de la serpiente, sino aceptándolo en la fe, como regalo ofrecido por Dios. No se ingiere en la afirmación soberbia de uno mismo, ni en la rebeldía a nuestro límite y creaturidad, sino en la libre entrega y en el servicio a Dios y a los demás. No se vive en vana ciencia y suficiencia, sino en fecundo amor.
El hombre que busca su propia vida, la humanidad que pugna por decidir sus propios senderos, por más que busque la vida, la muerte encontrará. La serpiente engañosa surgirá tarde o temprano del abismo y el fruto de la vida, como a Gilgamesh, le arrebatará.
Aquel en cambio que, como Cristo, entregue su vida en servicio, lucha y verdadero amor y se alimente del árbol de la cruz, del blanco pan del trigo de sus ramas, del embriagante vino de sus frutos, ése la vida alcanzará. Porque la cruz ya no es el árbol cósmico símbolo del universo cerrado en si mismo, entre sus cielos de aire y de vacío y sus planetas deshechos de estrellas: es el verdadero tronco que horada los límites del cosmos y nos acerca a Dios; es el arco que, venciendo el abrazo de la serpiente, tenso entre los abiertos brazos de Cristo apunta a la verdadera vida, atraviesa la muerte, y arriba a la feliz inmortalidad, a la Resurrección .